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—Se lo diré a Felisa.

—Y dile también que cierre las ventanas de fuera. Sería mejor que no las viese nadie.

Madre e hija acordaron comunicar a la servidumbre que la novicia había recuperado la salud. No dejarían ni un solo detalle al azar, para que todos los que asistieran a la fiesta creyesen que había regresado al convento. A los invitados que pernoctaran en el cortijo los alojarían en la casa central. Dirían que el pabellón estaba en obras si alguien se extrañaba al verlo cerrado y preguntaba. Y si no preguntaban, no darían ninguna explicación. Demasiadas excusas levantan sospechas. La comida de la enferma y de Felisa se la llevaría el chofer a diario, ellas mismas se la entregarían en un cesto, preparado a la hora de la siesta, cuando la cocina se quedara vacía. Y así se lo hicieron saber a don Ángel. El se resistió a aceptar que la solución que proponían fuera la única alternativa, pero ante la insistencia de su esposa y de su hija, dijo que estaba de acuerdo.

A partir de entonces, Lorenzo se acercaba con sigilo a la puerta de la cocina, recogía las vituallas, se marchaba hacia la consulta del doctor Palacios y, ya caída la tarde, lo llevaba al cortijo dando un rodeo para tornar un camino de tierra que llegaba a la parte trasera del pabellón, donde Felisa esperaba con el garaje abierto. Y el médico entraba sin ser visto por un acceso directo al patio interior.

Las visitas clandestinas del médico se interrumpieron durante tres días, los que duró la estancia de los familiares que asistieron a la pedida de mano de la hija mayor de los Albuera.

La casa entera olía a jazmines el día de la fiesta. La noche anterior, Victoria había ayudado a las sirvientas a recoger en cestos las flores abiertas, y las distribuyó en platillos de porcelana sin olvidar un solo rincón. El aroma perfumó la velada, y acompañó las piezas de violín que tocó en su honor su futuro suegro, el marqués de Senara. Los novios bailaron el vals, solos, y ella pudo lucir la delicadeza de su vestido de organza. La ceremonia de pedida se celebró como la novia había soñado. Acudieron las personas más influyentes de la comarca, y entre los invitados se encontraban los duques de Augusta, tíos de Leandro, con sus cinco hijos, a pesar de que el menor convalecía aún de las heridas que había sufrido en los ojos en un accidente de caza. Victoria les agradeció personalmente su asistencia, y comentó luego a su madre la elegancia de la duquesa, envanecida por la prestancia que daba su abolengo y orgullosa de emparentar con ella.

—La duquesa de Augusta tiene un porte exquisito, ¿verdad, mamá?

Y sintió que entraba realmente a formar parte de la nobleza cuando su prometido le regaló un sello para su dedo meñique con el escudo de armas de su familia, un castillo a la izquierda y una flor de lis a la derecha, bajo un yelmo con dos plumas de avestruz. Recibió también una pulsera de brillantes. Y ella le entregó a Leandro unos gemelos, un pisacorbata y un reloj de cadena. A Victoria le hubiera gustado que el lapislázuli de su sortija heráldica llevara grabada una corona, con un diamante incrustado en cada una de sus cinco puntas. Pero su futuro suegro le había explicado a su tiempo, antes de enviarle al joyero para tomarle medida, que sólo el marqués de Senara, su esposa y su heredero podían llevar la corona. Ella iba a contraer matrimonio con el menor de sus hijos varones, y su prometido, tanto como sus cinco hermanas y los familiares directos de todos ellos, tenían derecho a usar el blasón del marquesado, pero siempre que llevase el yelmo y no la corona, que le correspondía sólo a los que ostentaban el título.

Después de la cena, sus primas y sus dos cuñadas pequeñas juguetearon a su alrededor, y cuando se cansaron de enseñar las uñas postizas que se habían fabricado con hojas de geranios y las cerezas que se habían colgado a modo de pendientes, brindaron por los novios con una palomita de anís y comenzaron a bailar unas con otras mostrando sus manos y a lanzar jazmines al cuadro flamenco que amenizaba el festejo. Las bailaoras tomaban las flores que las niñas les lanzaban y se adornaban el pelo con ellas. Las risas de las pequeñas tapaban los cantos. Una diversión a la que se sumó la novia, y sus otras cuñadas, arrojando flores también contra las criadas que se inclinaban a ofrecer bebidas. Los jóvenes que las acompañaban las imitaron.

Y las criadas siguieron inclinándose. Y se retiraron intentando una sonrisa, después de sortear los jazmines en un ejercicio de equilibrio con las pesadas bandejas de plata, para no derramar las copas y mantener limpios sus uniformes.

11

No me pica, no. No vaya usted a creer que tengo realquilados y que voy a pegárselos. Es una manía de siempre, me meto las uñas por entre medio de los pelos, debajo la boina, por una mala costumbre, como decía mi santa. Cuando me vea así, es que estoy pensando.

Ahora estoy pensando que no se me tiene que olvidar ni una sola palabra.

De lo que le voy a contar, que son cosas de mujeres y no sé yo si sabré referirlas tal cual lo hacía mi Catalina. Ella decía siempre que las historias había que principiarlas por el principio y que después se sigue por donde siguen y así es la única manera de llegar al final. Y ahí se pasaba de sabihonda, porque la Nina, como a fin de cuentas era mujer, por el medio se perdía en una retahíla de letanías que no se puede usted figurar. Y no quiero yo que a mí me pase lo mismo.

No sé por qué me he puesto nervioso, la verdad. Pero la verdad es que me he puesto nervioso, leche.

¿Nevando? Si aquí no nieva en la vida.

Yo desde aquí no lo veo.

Tiene usted una vista de lince. Por esta ventanina tan chica no hubiera visto yo los copos si no llego a acercarme, por grandes que sean.

Rediós que es bonito, si parecen cachos de miga de pan blanco.

Acérquese usted también.

Mire, pan hecho de harina que no pesa.

La primera no, la segunda. Pero no tengo ni repajolera idea de cuántos años hace de la primera. ¿Usted cree que cuajará?

Por las trazas que lleva, a mí también se me figura que cuaja.

La otra vez sí cayó un rato largo. Y se hizo todo blancura. Cómo sería, que los señoritos fueron a retratarse a la entrada del pueblo. Se tiraron una foto delante del letrero y la mandaron a la capital, por si la señora no se lo creía.

¿De qué letrero va a ser? Del que lleva escrito el nombre de este pueblo, para que los forasteros sepan que han llegado aquí y a ningún otro sitio.

Mire, mire, si los olivos parecen almendros. Así me rondaba a mí un no sé qué; y los animales andarán también revueltos. ¿Sabe que las bestias se ponen estremecidas cuando barruntan un cambio?

Sí, señor, demostrado está, algunas son más listas que las propias personas. Y si no, que se lo digan a mi santa, si alguien pudiera decírselo, que ella tenía una gata que cuando granizaba se escondía debajo del catre dos días antes. Todavía me acuerdo de la última vez. Se había ido la luz, como siempre que llovía dos gotas de más o caía un mal rayo, y mi santa encendió una lámpara de carburo. Estaban aquí los nietos del Tomás. Caían pedruscos como nunca los había visto, los golpes en la techumbre parecían martillazos, oiga usted, y a los chiquillos les entró el miedo del demonio. Y no es de extrañar, si hasta a mí me dio por creer que iban a clavar la casa en lo hondo de la tierra. La Catalina quiso entretener a los niños con la gata, pero no había forma ni manera de que el pobre animal saliera de su escondrijo. Allí se quedó a resguardo. Y mi santa, ni corta ni perezosa, se echó a la intemperie con un cubo.

Para arrebañar el granizo que se había amontonado delante del umbral. Y hacer un refresco con limón y azúcar.

Y en cuanto se les pasó el susto, se los sacó para fuera, para que hicieran guerra con lo que caía del cielo. Disfrutaron de lo lindo los zagales, se relamían que daba gloria de verlos.

Así era mi santa, cuando los renacuajos se cansaron de tirarse bolas, los metió para adentro, les dio leche caliente, y una aspirina a cada uno para que no se pusieran malos, y los puso a secar delante la lumbre.