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—Juan, qué viejo estás.

—Que alguien vaya a decirle a Lorenzo que acerque el coche. Mi maletín está en el asiento. De prisa.

La llevó al pórtico delantero, la tendió en el suelo y esperó allí al chofer para no perder tiempo en darle los primeros auxilios. En cuestión de minutos, dispuso de lo que necesitaba de su maletín.

—Me la llevo al hospital ahora mismo.

—Qué viejo estás, Juan.

Volvieron a cogerla en brazos, y ella intentó de nuevo pronunciar el nombre de Juan. Sólo llegó a articular un sonido que el médico no pudo distinguir, mientras la colocaba en el asiento trasero recostada en su hombro.

—Yo voy con usted. Vamos, Lorenzo, conduce lo más rápido que puedas.

El señor Albuera subió al asiento delantero. Su mujer y su hija mayor abrazaban a la pequeña. Paralizadas las tres en los soportales, observaron cómo se llevaban a Felisa. A través de la ventanilla podían verla, desmadejada sobre el hombro del médico. Su moño se desprendió de su nuca, y su cabello, largo y gris, resbaló hacia su costado serpenteando, como si buscara algo.

Antes de tomar la curva donde comenzaba la alameda, el vehículo se detuvo. Las mujeres vieron cómo daba la vuelta. Regresaba hacia ellas.

13

Unos pocos de días habían pasado, señor comisario, después del cumpleaños de la señorita, cuando le llegó la última carta a la Isidora. El festejo las dejó a todas baldadas, como siempre que había celebraciones en el cortijo. Nadie se quejaba, ¿sabe usted? Nadie. Y acababan reventaítas, se lo digo yo, porque tres días antes ya se ponían a trajinar. Todas las mujeres de la aparcería se llegaban hasta allá arriba. Un ejército. Dejaban lo que tuvieran entre manos hasta las que faenaban en el campo. Daba igual que fuera tiempo de siembra o de cosecha, lo mismo les daba, sí, señor.

No, a ellas no, a los señoritos que son los que mandan.

Darle la vuelta al cortijo de arriba abajo, para quedarlo de punta en blanco, eso es lo que hacían. Descolgar cortinas, lavarlas, plancharlas, volver a colgarlas. Sacudir a palos las alfombras, limpiar las lámparas, fregar con asperón y estropajo de soga los muebles de madera tierna, y dejarse las rodillas en las tablas donde se hincaban para limpiar el suelo baldosa por baldosa. Sacar brillo a la plata, y blanquear con añil las sábanas y las colchas, y los manteles finos, aunque los hubieran guardado como chorros de oro después de la última juerga, eso decía mi santa. Amén de preparar la loza y la cristalería de lujo, no crea usted que usaban para esos tercios lo mismo que a diario, no, señor. Daban mucho trabajo las fiestas. Venían convidados de todas partes, y muchos se quedaban a dormir en el caserón grande, que por sitio no era.

Tal que así lo llaman ellos, el pabellón de caza.

No sabe usted bien cómo se ponía eso en cuanto que se levantaba la veda. Se caía abajo de gente. Las más buenas escopetas del medio mundo cazaban en el coto de los señoritos. Pero eso era en mejores tiempos, cuando a los que más tenían les daba para más recoger la aceituna que arrancar los olivos; y se trabajaba la tierra, y los que tenían menos se ganaban aquí el jornal y no necesitaban marcharse a buscar la miseria a otro lado. Ahora el campo es puro abandono. Los mozos se nos fueron, ¿sabe usted?, y hasta los cazadores dejaron de venir en cuanto los viejos se hicieron demasiado viejos y no servían ya ni para aventar las piezas. Y a los que se quedaron les cogió un plan de ayuda a la comarca, y más de uno y más dos se apuntaron a vivir en los pueblos nuevos que hicieron, con las casitas blancas todas iguales. Mi santa decía que los engatusaron bien engatusados, que se precisaban pastores para llenar esos portalitos de Belén. Y llevaba parte razón, que ahora esos pueblos nuevecitos se han hecho añejos, y algunos mozos no aguantaron ni el primer envite y se volvieron marcha atrás. Y a los que recularon no les quedó otra que arrimarse al furtivo y conformarse con lo que nadie debiera estar conforme. Pero antes, en tiempos, al pie de las tinajas de mi padre las ristras de perdices no cabían en el suelo para contarlas. No vea usted lo que era aquello en ese entonces. Y no vea la hilera de hombres que se formaba en el campo, alborotando para levantar el vuelo a cualquier bicho que tuviera alas, y todo el que subía bajaba, se lo digo yo. Había faena para todos, chicos y grandes. Los que no voceaban cargaban con las armas, y otros señalaban los puestos. No había casa donde no entrara un jornal. Y el que no conseguía siquiera amarrar a los perros tenía a la parienta reventándose los sabañones con el desplume de las aves, o a las hijas sirviendo a las señoras, que no iban al campo, o echándole una mano a la Justa en la cocina, porque no daba a basto en guisar calderetas. Trabajo para las mujeres había de sobra. Se sacaban todas unas cuantas perras de las propinas que dejaban los de fuera, amén de las presas que se repartían después que los cazadores arrearan con las suyas. Un buen manojo, sí, señor, más de una pareja de codorniz les tocaba a cada una, y más de unas cuantas de perdices; las maltrechas, que los señores ésas no las quieren ni enseñar. Dicen los que cazan que hay que matar con limpieza, para que sea de gusto. ¿Eso lo sabía usted?

Pues sangrar, sangran todas. Y la sangre es sangre, y nunca es tan limpia que dé gusto. Para mí que es la mancha la que hay que limpiar.

En el cumpleaños de la señorita, ahí estábamos. Ahora le he pillado yo a usted en un renuncio, ¿eh, señor comisario?

Le iba a relatar lo de la carta que recibió la Isidora después del cumpleaños. ¿Se va acordando?

Aunque antes le tengo que aproximar unos antecedentes.

De cómo la Isidora se llegó hasta allí y se volvió con las mismas.

Al cortijo, el día del cumpleaños de la señorita.

La Isidora trabajaba en el cortijo como la Nina, a jornal. Pero después que se llevaron al hijo, se puso mala. Y cuando se puso buena, que tardó lo suyo, le dijo el Modesto que era de preferir que le ayudara en el campo, no fuera a ser que las fiebres le volvieran de angustias en el mismo sitio que le habían entrado. Y nunca más subió. Pero en el cumpleaños de la señorita Aurora sí que se fue para arriba, a echar una mano a la Nina dijo que iba. Aunque mi santa barruntaba que no era para eso; y es que ella conocía a las mujeres mejor que usted y que yo, porque no me negará que son difíciles de conocer, ¿no?

También lleva usted razón, ni difícil siquiera. Imposible talmente, qué carajo.

Ni usted ni nadie. Yo no he visto otra especie que diga siempre que no, aunque quiera decir lo contrario, ¿quién va a entender semejante desatino?

Le iba diciendo que la Catalina era mujer y, como mujer que era, barruntó que la Isidora se había enterado de que el hijo tenía pensamiento de ir a la fiesta, como se había enterado el señorito Julián, el que le fue con el cuento a la madre. Pero no fue al hijo al que se encontró allí.

Se encontró a la señora, que le dijo buenos días y nada más. Se dio media vuelta y se entró para adentro, como si no la conociera. Y santas fueron las pascuas.

Casi diecisiete años estuvieron sin verse. Los que cumplía la hija, más el tiempo que tardó en preñarse después de llevarse al de la Isidora, que no llegó al año siquiera, y lo que dura la preñez. Eche usted la cuenta.

Eso no se lo cree ni el más tontaina. La reconoció, vamos que si la reconoció, y requetebién. La misma cara tenía, aunque un poquino más vieja.

Se fue, sí se fue, pero no de seguida de ver a la señora. Antes esperó un buen rato con la cabeza bien alta, por si aparecía su hijo. Pero quiso el demonio que se encontrara con una tía de la señora doña Victoria. Una que se casó con un carlista que era también masón, y lo fusilaron los nacionales nada más que por eso, por carlista y por masón.

Bueno, no se puede ni figurar las historias que hay para contar de esa familia, como es tan grande, y tan principal. Por un lado está don Leandro, que aunque no tengan tierras son de aquí de toda la vida. Y ésos son siete hermanos por lo menos.