—Sana sanita culito de rana. Si no se cura hoy se cura mañana.
Los golpes de la puerta trasera volvieron a oírse. La niña hizo ademán de levantarse. Y volvió a gritar.
—Mama. Mama, que me han dado un tiro.
—No, quieta, yo abro. Tú quédate aquí. Y no llores. Sujétate el pañuelo. Así, apretando un poquito. ¿Te duele?
—No, señora.
—¿Ves? Anda, no llores. No querrás asustar a tu mamá por una pupa de nada, ¿verdad?
Nunca hubiera pensado que el patio fuera tan grande. La marquesa miró hacia el cobertizo que techaba la entrada. Temió la enorme distancia que debía recorrer para cruzar la otra mitad del patio. Las armas. Los puntos de mira. Los ojos. El campanario.
—No te muevas de aquí. ¿Me oyes?
—Sí, señora.
—¿Me lo prometes?
Sin dejar de hablar a la niña, avanzó a gatas lo más aprisa que pudo.
—No te muevas de ahí. No te muevas.
Vaciló antes de ponerse en pie bajo el cobertizo. Aún a gatas, se giró hacia el patio para asegurarse de que estaba fuera de tiro. Comprobó que la niña seguía agazapada. La vio temblando junto al pozo, con las rodillas dobladas, sujetándose el pañuelo en el rostro. Y confió en que fuera su madre la que volvía a golpear el portalón por tres veces.
—No llores, Nina, no llores. Ya verás como es tu mamá.
Pero no era Quica la que llamaba con insistencia.
Un hombre salido de las llamas de algún infierno la miraba a los ojos. Algunos mechones quemados colgaban de su frente, jalonada de unos pocos restos chamuscados de lo que había sido el cabello. Semidesnudo, con el rostro ennegrecido y la escasa ropa que le quedaba hecha jirones humeantes, avanzaba hacia la marquesa. Ella dio un paso atrás y él le extendió una mano.
—Soy yo.
La voz era la de su marido. Doña Jacinta achinó la mirada en un intento vano por reconocerle, y dio otro paso hacia atrás.
—No te asustes, Jacinta. Soy yo.
Sí, la voz sí. Era su voz.
—¿Julián?
17
No será verdad, señor comisario. Eso es un desvarío. ¿A quién se le ha podido ocurrir semejante infundio?
Claro que le acompaño, faltaba más. Y por el camino me lo va contando. Aguánteme usted, mientras me planto el chaleco y la camisa amarilla, que no quiero entrar allí hecho un farragua.
En un momento estoy, en cuanto me ate las alpargatas.
Vamos.
Por descontado que puedo andar hasta el coche, ¿no me está viendo? Pero hágame el favor de no ir tan ligero, que aunque llevo garrote no tengo tres patas, carajo. Y siga usted con lo que estábamos.
No me entra a mí, señor comisario, que se dé rienda a una pobre mujer que acaba de dar sepultura a sus muertos. Y nada más y nada menos que a cuatro de una vez.
¿Eso ha dicho? ¿Que vio a mi Paco rondando esa noche por el cortijo?
Anda castañas.
¿Y usted se lo ha creído?
Si ya lo decía mi padre, que las mujeres se arreglan ellas solas en el arte de confundir al más pintado, con ese empeño que ponen en hacer lo blanco negro. Se las arreglan que da gusto.
¿Y se puede saber por qué la señorita Aurora ha caído hoy en una cuenta en la que no cayó ayer?
¿Quién?
¿El que le lleva los pleitos le ha hecho caer?
Habráse visto. ¿Y no le ha dado a ése por dar cuenta de dónde andaba antier noche?
Pues que se lo diga.
Qué leche le voy a contar yo, señor comisario. Lo que yo sé ya se lo he dicho.
Y lo que me figuro se queda para mis adentros. Pero si ella mete por medio a mi Paco, yo le meto a don Carlos, para que siga usted buscando.
Tírele a él de la lengua, que la mía no se hizo para estas enjundias. Yo sólo le digo que vaya usted con tiento y no se confíe en lo que le diga uno solo, que se precisan dos pies para un mismo paso.
No, si contra usted no va la inquina. Lo que me envenena es que no le hayan contado también que desde que mi santa se puso a servir en esa familia, desde el primer día, ni ella ni nadie de los míos ha mirado mal a ninguno de los suyos. Y la señorita Aurora habría de saberlo, que cuando se casó le bordó mi santa un mantel con un montón de ramos de colores y las primeras letras de sus nombres, el de ella y el de su marido que se llamaba Manuel, apretaditas las dos dentro de un corazón. Nadie los ha mirado mal, señor comisario. Y mucho menos mi nieto, que sólo ha entrado en el cortijo cuando ellos no estaban. Oiga usted, ¿no le habrán pegado?
Ya sé que las cosas no son como antes.
Sí, señor, cuando los señoritos se iban para la capital. La Nina se lo llevaba porque él quería ver la casa por dentro.
A limpiar, ¿a qué iba a ir?
Aunque no estuvieran. Había muchas cosas que hacer. El cortijo no se cerró hasta que el señorito Agustín se dio de bruces con la chumbera. Y las fijas tenían de sobra con mantener cada cosa en su sitio. Hasta le cambiaban el agua a los cántaros, para que estuviera siempre fresca. Había que tenerlo en condiciones por si los señores avisaban que iban venir, o venían sin avisar. Mi Catalina subía a diario, y se llevaba al nieto muchas veces. Yo no sé por qué lloraba mi Paco cuando le agarraba la mano a su abuela. Nunca lo pude entender. Pero se callaba en cuanto yo le decía que llorar era cosa de cobardicas.
De chico, ¿cuándo iba a ser? La parienta se lo llevaba para arriba y él jugaba con los trastos que dejaban allí los señoritos.
Espadas que parecían de verdad, no como las que se hacía mi Paco con dos palos amarrados con guita. Y arcos con flechas. Y repiones casi nuevos, y bolindres de colores, y soldaditos con uniforme, de cuando Napoleón lo menos. Un buen manojo de juguetes dejaban aquí, que en la capital tenían más. Y también un caballo de madera con las pezuñas apoyadas en un hierro que costaba unos cuantos duros, lo podían montar y todo, y lo movían como las barcas de la feria. Mi Catalina decía que no era de buen cristiano dejar sin uso lo que Dios te pone al alcance, y que cuanto más perras valiera el dispendio más grande era el pecado, y a ella no le gustaba bastante eso de ir contra la madre Iglesia.
De fijo. Los dos disfrutarían de lo lindo, ella viéndolo enredar y él enredando.
Lo que yo hubiera dado por verlos al través de una rendija. Y antes de volver para casa, la abuela llenaba la faltriquera del nieto con los caramelos que los señoritos no se habían comido. Y él arramblaba con algún que otro bolindre, que lo veía yo jugar al gua en el corral.
Como se lo digo.
Suba usted, que ya me acomodo yo.
Deje, que se le van a mojar los pies.
Recontra, aquí queda uno como encajado y no me da la mano para cerrar la puerta, tenga la bondad de darle un empujón, señor comisario.
¿Decía usted?
Empapaítos los tengo, sí, señor. Y hoy también hace un frío que pela.
¿Tendrá bien de mantas, verdad usted?
Mi nieto.
¿Y de fijo que no le habrán dado una paliza?
¿Ni un golpe siquiera?
No me he criado yo en dos días para que venga usted a contarme que las cosas han cambiado. Las cosas sí, pero la gente es la misma. Y la otra vez me lo devolvieron destrozaíto, aunque ya hubieran cambiado las cosas.
Mañana no quedará nada, pero ha cuajado más de lo que pensábamos que iba a cuajar. ¿No sería mejor ir andando?
Largo queda, sí, señor, pero yo me sé un atajo. Por este camino no sé, que yo por aquí no he ido nunca, pero por el de la Huerta Honda se adelanta un buen pedazo. Y por el que aproxima a la frontera, lo mismo. Estaríamos en nada y menos en el cuartelillo si hubiera cogido de ese lado.
Otra vez está nevando, mire, señor comisario.
¿Quién, yo?
¿Y por qué iba yo a tener miedo?
No, señor, yendo con usted, a mí no me amedrentan los civiles. Y si usted me jura y perjura que a mi nieto no le van a hacer nada malo, ¿qué había de temer?