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—¿Dónde vamos?

—Padrenuestro que estás en los cielos. Santificado sea tu nombre. Reza conmigo, Nina.

La niña jadeaba, intentando abarcar con dos pasos cada uno de los que daba su madre. Habían llegado ya al camino de cipreses cuando se encontraron con la mujer del alfarero, que iba de regreso con su hijo.

—Lourdes, ¿has visto a mi Pablo?

Quica apretó sus hombros, la zarandeó buscando con su mirada sus ojos extraviados.

—¿Has visto a mi Pablo?

—A nadie he visto.

Apenas escuchó la respuesta, Quica acercó la mano de su hija a la de Lourdes y le rogó que la llevara a casa de los marqueses. La niña protestó, pero su madre ya le había soltado la mano, y reanudaba su carrera rezando de nuevo, apretando contra su pecho una medalla que llevaba al cuello.

—Santa María, Madre de Dios. Virgencita mía de Guadalupe, ruega por nosotros y no permitas que sea su voluntad.

La mujer del alfarero sujetó con fuerza a la niña, y le gritó a la madre que no fuera hasta la tapia. Le gritó una vez, sólo una vez. Y luego se quedó mirándola.

—También ella tiene derecho.

Nadie podría detenerla. Quica no paró de correr hasta que no llegó a la tapia exterior del cementerio. Y pudo ver cómo unos soldados con turbantes manipulaban sus palas. Y pudo ver cómo arrojaban cadáveres a una fosa. Restos de cuerpos calcinados. Todos los restos juntos, de todos los muertos.

Sus alaridos alcanzaron a Lourdes, que se detuvo a tapar los oídos de la niña con sus manos.

—Tiene todo el derecho.

19

No hay palabra que se diga en balde, señor comisario. Y todos los motes tienen su porqué. Aunque lo de Meloncina no era propiamente un mote.

Era una palabrita.

Una palabrita que yo le decía cuando me arrebujaba en ella. Y de la que únicamente mi Catalina y yo teníamos conocimiento. Eso no es un mote.

¿A usted no le han puesto ninguno?

¿Nunca?

¿Y no será que usted no lo sabe?

También es verdad, al fin y a la postre se acaba sabiendo. A mí me apodaron el Piche por ser hijo de mi padre, el Cántaro.

Él me enseñó a levantar el barro. A mis poquitos, redondeaba los piches y les daba forma a los pitorrinos y todo. Aunque me salían tan canijos como yo, que era bien chico cuando empecé en el oficio. Y nada más faltar Mi padre, mi madre se puso al torno y yo cocía las piezas, pero al cabo de un par de años o tres ya me daba a mí todos los cargos.

Tiempo es de que se hubiera enterado ya de que por estas tierras los botijos también se llaman piches que tres meses dan para largo, rediez.

Ahí le doy la razón, desde que se inventó el plástico valen casi de adorno; o desde que entraron el agua a las casas, qué sé yo. Ahora sólo los compran los viajeros. Ya ni me acuerdo de cuando se veían las cantareras en todas las cocinas, con sus dos cántaros. Las mujeres iban al caño de abajo a llenarlos, porque decían que el agua llevaba menos sanguijuelas. Allí me puse yo de novio con mi Catalina.

La conocí en el camino del cementerio, el día que nos mataron a todos un poco. Esa fue la primera vez que la vieron estos ojos. Me asomé por delante de las rodillas de mi madre, que nos llevaba a los dos de la mano, y le pregunté por qué llevaba una venda en la cara. Ella me dijo que le habían dado un tiro, y a mí me entró una impresión muy grande, grandísima. Entonces yo la quise consolar y ella dijo que no le dolía, y que me callara. Y yo me callé. Pero la miraba mucho. Y ella se dejaba mirar. Luego, después que la llevaran al cortijo, la veía pasar a diario sujetando un cántaro en una cadera y un botijo en la mano contraria. Andaba con un dengue, como quien no quiere la cosa, sabiendo que yo la miraba y sin dejar ver que lo sabía. Con la vista fija al frente, sin un solo pestañeo, hacía un quiebro con los hombros para llevarse las trenzas a las espaldas. Arte. Arte y salero. Y no crea usted que los perdía de vuelta con el peso que llevaba del agua rebosando, qué va. Le daba un meneo al cuerpo, con cada paso que echaba para alante se le escapaba una salpicadura detrás. Un reguero en el camino dejaba. Iba toda vestidita de negro, por el luto de su padre y de su madre, pero tenía un punto de comparación con el angelino de la casa de los marqueses, el que hay en mitad de una fuente, de mármol blanco, con una venda en los ojos. A mí me daba vergüenza hablarle, porque era mayor que yo. Y porque cuando la conocí y la quise consolar ella no me hizo ni puñetero caso, siempre fue muy suya. Pero seguía mirándola mucho, y a cada instante con ojos más golosinos, porque ella me provocaba, ¿sabe usted?

Como provocan las mujeres, dejándose mirar. De forma y manera que, en la misa de cabo de año que encargó mi madre por mi padre y por los padres de la Nina, yo clavé mis ojos en ella y no los desclavé hasta que salimos de la iglesia. La Isidora le dio un empujoncino cuando llegaron a la calle Mayor y le dijo que mirase para alante si no quería caerse, porque mi Catalina tampoco dejaba de mirarme. Y desde entonces, lo que vieron mis ojos no lo vieron más que por esos ojos.

Casi tres años pasaron hasta que nos pusimos a hablar. En el caño. Yo tenía trece para catorce, pero era buen mozo, y ella acababa de cumplir los quince, y fue siempre bien menudina, parecía más chica que yo. Le canté por fandangos mientras llenaba el cántaro. Con el contento de que había acabado la guerra se me pasó una poca de la vergüenza.

Ése que va y dice: Qué bonita está la parra con los racimos colgando, más bonita está la niña de catorce a quince años.

Entonces lo cantaba bien. Me sabía un montón de ellos. Todos robados. Yo los escuchaba cantar y se me quedaban buenamente.

Total, que ella me ofreció un buche de agua de su botijo. Y yo lo bebí.

Los jueves y los domingos por la tarde estuvimos de novios, hasta que nos casamos. El 3 de marzo de 1942. Mi madre nos preparó su alcoba, la pobre. Y durmió en el jergón hasta que le llegó el día de no despertarse, como hizo mi abuela cuando ella se casó con mi padre, y como haré yo cuando mi nieto se case, si llego a verlo. La Catalina se puso de medio luto para la ceremonia, con un velo blanco prendido con flores. Y mi madre se alivió el duelo también, y se compró unos zapatos nuevos, por ser la madrina. La tendría que haber visto, andaba erguida como si fuera del brazo de mi padre. Y lloraron las dos por la ausencia de los que habrían tenido que estar allí, y no estuvieron. Pero fue un día muy sentido, en lo contento, no crea usted, los niños le pidieron perras al padrino y todo, a la salida de la iglesia, y el Modesto se las echó, como tiene que ser. Lo tendría que haber visto a él también, con el terno que llevó mi padre el día que se casó, que hasta el sombrero le quedaba pintado.

A la luz que tiren perras. A la luz que tiren perras. ¿Usted no lo ha escuchado nunca?

En una boda que se precie, o en un buen bautizo, el chiquillo que sea espabilado recoge unas cuantas del suelo.

Yo no había pasado los quince. Ni ella los dieciséis.

Ya ve usted, unos chiquilicuatres, pero la Catalina se preñó, y yo cumplí como un hombre.

20

El pánico del marqués de Senara por el suceso de la iglesia le llevó a considerar la posibilidad de abandonar el país. A pesar de que los pocos milicianos que quedaban se refugiaron en el monte cuando comenzaron las represalias, la familia no podía superar el miedo a que alguno de ellos regresara. Su hermana, la duquesa de Augusta, había tomado ya la decisión de marcharse, la tomó en el instante en que supo que su marido y cuatro de sus hijos iban a morir, cuando se los llevaron al amanecer, y los vio llorar abrazada al único hijo que le dejaban con vida. Necesitaba huir. Huir de las lágrimas que afortunadamente su hijo ciego no pudo ver. Ese llanto de su marido y de sus cuatro hijos, que la duquesa adivinó resignado, la perseguía por todas las calles de aquel pueblo al que no pensaba regresar jamás. En su residencia de verano, suficientemente lejos del horror, a doscientos cincuenta kilómetros más allá de la frontera, comenzaría su exilio, incapaz de borrar la imagen última de los suyos caminando en pijama hacia la muerte.