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Añadieron las hojas de mora al platillo donde habían colocado los gusanos, añadieron también los capullos y gritaron las dos al unísono:

—¡Cuarto de kilo!

Y sus risas se convirtieron en carcajadas.

—Decidle a las mellis que se callen, por favor. Por qué la habré mandado yo a la plaza, precisamente hoy que nos vamos de viaje.

No tendría que haberla enviado sola al lugar donde se enteró de que habían asesinado a su marido. No debería haberlo hecho. Tampoco era tan necesaria la fruta fresca. Sólo hacía unos días que Pablo había muerto. Enviaría a alguien a buscarla, a lo mejor se había impresionado por volver allí.

—Señora marquesa, que han cogido a mama.

Doña Jacinta escuchó claramente la voz de la hija de Quica. Salió a la calle, seguida de sus hijas mayores. Las gemelas, al oír el alboroto, corrieron tras ellas.

—Señora marquesa, señora marquesa.

La hija de Quica corría gritando hacia la casa.

—Señora marquesa, a mama la ha cogido un moro. La ha agachado y le está metiendo una cosa por aquí.

—¿Dónde la ha cogido? ¿Dónde, Catalina?

—En la calleja Chica.

Doña Jacinta pidió a sus hijas mayores que entretuvieran a las gemelas y avisaran a su padre. Él no dudó en buscar una escopeta en el equipaje. Encontró el arma, y las balas. La cargó sin perder un minuto. Y corrió hacia la calle que la niña había indicado. Pero cuando quiso llegar y encontrar a la madre, su cuerpo yacía en el suelo con el vientre pegado a la tierra. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Junto a ella, rozando su garganta degollada, un soldado con turbante mostraba sus ojos abiertos y su espalda atravesada por un enorme puñal. La sangre de ambos cuerpos se mezclaba en un charco que alguien pisó al huir, y dibujó las huellas de unas zapatillas de esparto. Debían de pertenecer a un niño, o quizá a una mujer.

21

Si me lo han destrozado, usted responde de ello, señor comisario. Y le juro por lo que más he querido en esta vida, que ha sido mi santa esposa y la hija que me dio, que mal parado va a salir usted.

Mal, pero mal. Por éstas.

No he jurado por mi nieto porque he dicho lo que más he querido. Y mi nieto es lo que más quiero.

No es lo que más he querido, que todavía le quiero, recontra. ¿Se está riendo de mi persona, señor comisario?

Pues no me confunda con los juramentos que hago y los que dejo de hacer.

Me tranquilizo, sí. Pero tenga presente lo que le estoy diciendo.

No fumo, carajo, ya lo sabe. No quiera cambiarme de tercio.

Y no me molesta que fume usted aquí dentro, no.

¿Cómo quiere que no esté nervioso, si hace media hora que me viene asegurando que no se ha perdido?

Pues para mí, que andamos extraviados.

No me trate como a un niño de teta. Un respeto, recontra, que eso no se hace con un viejo.

Ando nervioso, sí, señor, pero porque no me acaba de llevar donde dice que va a llevarme.

Conozco el campo mejor que usted, y éste no es el camino.

Ahora mismo no sé decirle dónde estamos, porque me lo tapa toda esa blancura. Pero sí sé decirle que del pueblo no hay que salir para llegar al cuartelillo y que por el palacio no hay que pasar. De forma y manera que, o se ha perdido, o está dando un rodeo.

No sé, ponga usted que se figure que gana tiempo, por si hoy le digo algo que no le hubiera dicho ayer.

Mejor que así sea. Aunque van tres veces que le oigo decir que el cuartelillo está ahí a la vuelta. Y tres veces que veo ese mojón, con el mismo número pintado y más nieve en lo alto cada vez que pasamos.

Lo podía haber dicho de primeras, señor comisario, y no dar lugar a la desconfianza. ¿Y ya sabe dónde estamos?

Todo el mundo se pierde alguna vez, pero sólo se encuentra cuando sabe que se ha perdido.

¿Quién, mi Paco?

Todavía no supera los treinta, pero está muy trabajado. Bregando y bregando y sin dejar de bregar, ¿por qué? Ya le dije lo escaso que es en eso de palabrar. Amén de que a usted no le conoce, no me extraña que no le haya contestado siquiera la edad que tiene. Unos treinta. Yo también los tuve, me parece.

Oiga, si cree que a mí me va a contar mi Paco lo que no le ha contado a usted, está muy errado, señor comisario. Y aunque así fuera, que no ha de ser, no tengo ni pensamiento de irle a nadie con la copla de lo que mi nieto me haya de hablar. No se lleve a engaño.

¿Y por qué me lleva a verlo?

Se lo pregunto porque si me acerca para que yo le vaya a usted con el cuento, se va a quedar con tres palmos.

Advertido está, y advertido queda. Ni a usted, ni a nadie.

No me enfado.

Ni desconfío ni dejo de desconfiar. Pero no me gusta nada cómo caza esa perrina.

No me gusta que la primera vez que se lo pregunté no me dio por cierto que se había perdido.

¿No es para que ponga yo en cuarentena lo que me diga a partir de ahora? Usted sabrá si se ha perdido de veras, o no se ha perdido y lo que quería era tirarme de la lengua, que este pueblo es muy chico para tardar tanto en encontrarse.

¿Amistad, usted y yo?

Queda por ver.

Hoy lo dudo, sí.

Porque me acaba de dar que hoy ha venido a mi casa con su autoridad por delante. Tal que de una sola parte.

La parte que recoge al abuelo de un preso que no quiere hablar con un comisario.

Por mucho que me diga que me hace un favor en llevarme a ver a mi nieto, está por demostrar que hasta ayer fuera usted mi amigo y que lo siga siendo hoy.

Pudiera ser. Y cuando vea yo a mi Paco, y lo vea entero, y cuando salga de verlo y nadie me pregunte qué es lo que me ha contado, entonces sabré si estaba en lo cierto y es usted una persona de las buenas.

Sí, también pudiera ser que me tenga usted aprecio. Y también pudiera no serlo, que unas veces las cosas son lo que parecen, y otras lo que no quieren parecer.

El tiempo lo dirá, que cuando pasa deja de ser lo que es pero consigue que cada cosa sea cada cosa.

Si no me entiende, yo sí me entiendo. Y a mi me hasta y me sobra con entender a uno sólo.

Hace falta una vida para entender a una persona, y yo la mía la tengo gastada, no quiera que le entienda yo a usted.

Yo me lo creo todo, hasta que dejo de creérmelo, señor comisario. Si hasta mi Catalina me dio conversación más de una vez, y más de un manojo, sólo para que no me fuera a la taberna a jugar al dominó. Pero a ella se le veían las intenciones cuando se acomodaba a la lumbre y me hacía acomodar a su lado para darle al tostón con las historias de los señoritos; que en cuanto se empezaba a repetir, ya sabía yo que no estaba en contarme nada.

En lo que estaba era en entretenerme para no quedarse sola la muy granuja, que ya la tenía calada. Cientos y cientos de veces me contaba lo mismo, cientos y cientos. Lo que no supo nunca mi santa es que me entretenía porque yo me dejaba entretener. A mí me gustaba oírle contar las historias, aunque las repitiera al derecho y por el revés, pero yo hacía que no me acordaba de ninguna.

Y usted puede que haya hecho lo mismo desde que llegó el primer día a mi casa y me dio conversación. Usted puede haber hecho lo mismito que ella, en plan falsario y sentado en su mismo sitio arrimado a la misma candela. ¿Me explico?

Entretenerme, carajo, ¿qué va a ser?

Quiera Dios que no sea cierto. Quiera Dios que las historias que contaba mi Catalina para distraerme no las haya escuchado usted para lo mismo.

Puede ser que lo sepa en seguida, y puede que no lo sepa nunca. Y también puede ser que usted no sepa que si hizo conmigo lo que pretendía la Catalina, yo no me he quedado atrás en añagazas.

Consentir en que pensara que me estaba entreteniendo. Pero esta vez era yo el que contaba las historias.

Tiene usted educación, sí, y por eso no está en contestarme como quisiera. Pero no me busque usted la boca, que yo sí le quiero contestar.