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Que no tiene ningún mérito ser educado viniendo de donde usted viene, y que es fácil tener refinamiento cuando se vive en buenos modos.

Perderla ya sé que no va a perderla. ¿Cómo van a perder la paciencia los que no han perdido nunca nada? Estamos a la par, señor comisario. El tiempo dirá si yo he de fiarme de usted, y si ha de fiarse usted de mí.

No, eso se ve de lejos, no es hombre al que le guste perderlo, ni hacerlo perder a nadie, no me hace falta que lo diga.

Pero ha echado usted unas cuantas de horas a mi lumbre.

¿Y qué?, que es de extrañar que no le parezca un mal gasto hablar con un viejo.

Más fácil sería pensar que las ha gastado para otra cosa.

Para esperar a mi Paco, que ya el primer día me preguntó por él.

Esperarlo he dicho, y digo más.

Digo que lo estaba esperando en mi casa, en concreto. Y le digo, si quiere también en concreto, la razón por la que esperaba allí.

Para darle caza en su propio agujero.

 Sin ir más lejos, ni más cerca.

22

Antes de marcharse, los marqueses de Senara llevaron a la hija de su lavandera a «Los Negrales». La niña no quería irse del pueblo sin su madre y no dejaba de llorar. Doña Jacinta sintió que ya había perdido demasiado para arrancarla también de su tierra y le pidió a doña Carmen que tomara a la pequeña a su servicio hasta que ella regresara.

Apenas una hora antes de que la hija de Quica llegase a «Los Negrales», volvió al cortijo Isidora. Venía con las piernas manchadas de barro y sangre. Y llevaba una medalla de oro apretada en un puño, con el nombre de Quica grabado y la imagen de la Virgen de Guadalupe en el dorso. La enferma la oyó gritar desde su habitación y creyó entenderle que alguien había muerto. Le oyó también decir el nombre de Quica, y escuchó los gritos de su madre exigiéndole que se calmara, y los de su hermana preguntándole a su madre de qué venía huyendo Isidora. El griterío cesó al cabo de unos minutos para dar paso al sonido del golpe de una puerta al cerrarse, y a un silencio prolongado.

Doña Carmen había cogido a la sirvienta por un brazo y se había encerrado con ella en la salita verde, obligando a su hija Victoria a esperarla fuera. La señora le ordenó a la sirvienta que hablase en voz baja. Le preguntó si venía huyendo, y escuchó lo que Isidora venía a decirle: que ella no huía de nadie, y que la señorita Victoria no conocía al hombre con el que iba a casarse.

—¿Tú estás loca? ¿Pero quién te has creído que eres?

Y le contó que había ido al cortijo a decirle lo que se disponía a decirle. Y que había llegado corriendo desde el frente del sur. Y le contó que ella no huía de nadie, ni siquiera de los soldados que la habían deshonrado. Que ellos la dejaron marchar, riéndose, como se reían los demás mirándola correr. Y le contó que los que reían no la reconocieron. Pero ella había visto dos caras entre los que reían, y que iba a gritar a los vientos cuáles eran sus nombres. Y que a eso venía al cortijo, y que por eso corría por la calleja Chica. Que ella no huía de nadie. Y tampoco huía del hombre del turbante que degolló a la lavandera.

—Señora, ese sarraceno merecía morir con los pantalones bajados, y con su propio cuchillo, cuando yo me tropecé con él y vi a la Quica debajo.

Le mostró la medalla ensangrentada que escondía en la mano. Dijo que Quica estaba muerta. Y que todos eran iguales. Todos.

—Aunque a mí no hayan querido matarme.

Y le contó que había ido corriendo hasta el cortijo porque les tenía que decir lo que iba decirles. Porque nada tenía remedio. Porque nadie le devolvería su honra. Pero el señorito Leandro perdería la suya, y la señorita Victoria sabría quién era el hombre con el que iba a casarse. Y que a eso venía al cortijo. A llevarse honra por honra. Que la señorita no había visto reír al señorito Leandro de la forma que lo había visto reír ella. Y que a eso venía. A avisarlos.

Después de haber perdido la batalla por asistir a lo que sucedía detrás de la puerta, la hija de doña Carmen pudo escuchar únicamente a su madre, que increpaba a la sirvienta, incapaz de controlar el tono de su voz.

—¡Lo que te ha pasado no te da derecho a avisarnos de nada, Isidora! ¡De nada, ¿lo oyes?! ¡¿Quién te ha dado a ti el derecho?! ¡¿Quién?!

Mordiéndose los labios y apretando los puños, Victoria se esforzaba en controlar su ira. Se veía obligada a serenarse si quería entender algo de la conversación, aunque fuera sólo a medias.

—¡Eso es una obscenidad, Isidora! ¡Ellos no han podido presenciar algo semejante sin mover un solo dedo! ¡Estás mintiendo! ¡Y no te voy a consentir que me mientas!

Apoyada contra la puerta, Victoria intentaba captar la respuesta de Isidora, pero sólo llegó a oír el nombre de su prometido, y los gritos enérgicos de su madre.

—¡El señorito Leandro no estaba allí, ¿me oyes?! ¡Y el señorito Felipe tampoco, ¿lo has entendido bien?! ¡Ninguno ele los dos! ¡Ninguno! Y si eso no te queda claro, vamos a hablar de lo demás. Y lo demás es muy serio, Isidora, muy serio. Y te puede llevar al paredón, o al garrote vil.

Victoria no pudo dominar el impulso de abrir la puerta. Irrumpió en la habitación repleta de regalos de boda y encontró a la sirvienta enfrentada a su madre, en actitud desafiante.

—Nadie me vio, señora.

—¡Victoria, sal de aquí!

—Te he oído gritar el nombre de Leandro, mamá. No pienso irme si no me dices qué le ha pasado.

Doña Carmen supo al ver la expresión de su hija que cualquier intento de hacerla salir de aquella habitación resultaría inútil. Y supo que debía intervenir antes de que lo hiciera su sirvienta; hablar con rapidez mientras buscaba una estrategia capaz de convencer a Isidora de que no aireara el nombre del prometido de Victoria.

—A Leandro no le ha pasado nada, pero Isidora está en un apuro y vamos a ayudarla. Ha matado a un hombre.

—¿A quién?

—A un soldado que acaba de asesinar a Quica.

—Nadie me vio, señora.

—¿Han matado a Quica?

—Sí, han matado a Quica. Pero Isidora ha matado al soldado que la mató.

—¿Isidora?

—Nadie me vio.

—Nadie la vio. Pero ese soldado, haya hecho lo que haya hecho, estaba luchando para salvar la patria. Y si no bastara con eso, Isidora viene de combatir en la milicia, en el frente del sur.

—¿Y has visto allí a Leandro, Isidora?

—Allí vi al señorito Leandro, sí. Y allí perdí la honra, señorita Victoria.

La oportunidad quiso que el teléfono sonara antes de que Isidora pudiera continuar. Doña Jacinta llamaba para pedir que se quedaran en «Los Negrales» con la hija de Quica. Julián había encontrado muerta a su madre, junto a su asesino, muerto también. Ella le contestó fingiendo sorpresa ante la noticia. Le preguntó si alguien había visto al que mató al asesino de la lavandera y después de una pausa, mirando fijamente a Isidora, dijo que los tiempos andaban muy revueltos y que era muy probable que no lo encontraran jamás. Colgó el auricular y se dirigió con tono firme a su sirvienta.

—Los marqueses vienen hacia « Los Negrales». Acaban de encontrar a Quica. Alguien ha matado al hombre que la degolló, pero nadie sabe quién ha sido, ¿entiendes? Nadie.

—Nadie me vio, señora.

—Nadie te vio, porque tú no te has movido de este cortijo desde que empezó la guerra. Nadie ha visto nada. ¡Nada! ¿Me entiendes?

Doña Carmen le arrebató a Isidora la medalla de las manos y la guardó en un pequeño cofre de plata.

Y lo que nadie ha visto es que no ha pasado, ni has matado a un hombre ni has luchado en el frente. Ninguna de las tres dirá una sola palabra de lo que se ha hablado aquí esta mañana. ¿Está claro?

Doña Carmen le exigió a su hija que jurara sobre la Biblia que no hablaría con nadie de lo que allí había sabido, y le pidió después que esperara a sus suegros en la entrada. Antes de salir, Victoria se dirigió a la sirvienta.