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—Isidora, ¿estaba bien el señorito Leandro?

—Riendo estaba.

La dureza con la que la miró doña Carmen no intimidó a Isidora, que mantuvo su mirada en los ojos que la miraban. Y repitió:

—Riendo estaba.

—Ya lo ves, Victoria, Leandro estaba bien. Ahora hay que olvidar que Isidora lo ha visto, y pensar en ella, que lleva toda la vida con nosotras, igual que Modesto. Acuérdate de lo que le ha pasado a Marciano en la plaza de toros, a Modesto podría pasarle lo mismo. Ya sabes, ni una palabra a tus suegros, ni a nadie. Por cierto, Isidora, ¿has visto ya a Modesto? No te he dicho que está con Justa en la cocina. Por Marciano ya no podemos hacer nada. Pero tú y Modesto estáis a salvo aquí.

Isidora guardó silencio, apretó los labios, y se llevó la mano a la boca. Doña Carmen la seguía mirando duramente, había encontrado por fin la pieza que le faltaba.

—Lo que nadie ha visto no ha sucedido. Tú no estabas en el frente del sur, ni Modesto tampoco.

—Modesto no estaba. Modesto habría defendido mi honra. Con su vida la habría defendido.

—Tú no has perdido tu honra, Isidora, porque nadie te ha visto perderla. Y no se te ocurra decirle nada a Modesto, a un hombre no le gusta llevarse a una mujer que ha servido ya de primer plato para otro.

—Mamá, qué cosas dices.

—Victoria, ve a buscar a Modesto a la cocina y dile que venga. ¿Tienes algo más que decirle a la señorita Victoria, Isidora? ¿Tienes algo que decirle sobre el señorito Leandro? Contesta, que parece que te has quedado muda.

—¿Es que le dijo algo para mí, mamá?

—No, hija. Isidora vio a Leandro, pero no debes decírselo a nadie, ni siquiera a sus padres, porque él no la vio a ella. Y ella debe olvidar a quién vio allí. Porque Isidora no ha estado en el frente del sur, ni Modesto tampoco, y en ello les va la vida a los dos. Isidora no pudo ver a Leandro. ¿Verdad, Isidora? ¿Viste al señorito Leandro?

Doña Carmen retiró una bandeja de plata expuesta sobre un sillón tapizado en verde, y ocupó el asiento.

—Isidora, dile a mi hija si viste al señorito Leandro.

—Él no me vio.

—Te he preguntado si tú lo viste a él.

Cuando Isidora contestó, bajó la mirada.

—A nadie vi.

23

Lo he encontrado entero y sin daño, sí, señor comisario. Usted me perdonará, pero prefiero ir andando. Y me perdonará también los aspavientos que le solté cuando me trajo.

Me puse más hediondo y más intercadente que en todos los días de mi vida. No diga usted que no.

No quiera disculparme, que soy yo quien le debo una disculpa y me quiero disculpar.

Espere.

Escuche usted un momento, tenga la bondad.

Una.

Dos.

Las dos. Es la primera vez en mi vida que las confundo. La de antes era la media, y yo creí que era la campanada de la una. ¿Sabe? La última noche del año contábamos las doce en la calle, como ahora. Y dábamos un paso hacia la iglesia con cada una, y también nos equivocábamos. Pero la media con la una no las había equivocado hasta hoy.

¿Decía usted?

¿Amigos? Claro, amigos.

La fatiga que dice que me ve no ha de quitármela ir en coche.

Hágase cargo, que acabo de ver encerrado a quien siempre estuvo al aire. Y le he visto el encierro en los ojos, y le he visto que sabe que va para largo. Y lo único que me ha dejado la vida me lo ha quitado usted.

Él, y usted.

Usted, porque lo ha cogido. Y él porque sabe que no lo ha de soltar.

¿Las paces? Pues yo le estrecho la mano y usted me la estrecha también, no hace falta más.

Sea, si es de su gusto.

Bueno está, pero si me lleva de vuelta a mi casa, se queda a almorzar conmigo, que ya hemos hecho una pelea y unas paces, pero nos falta decir que hemos comido juntos.

Ninguna molestia. Tengo yo el gusto de convidarle, si se deja convidar y olvida los agravios que le hice antes.

Por el lado que da para la frontera. Lo sigue derecho y cuando llegue a la Huerta Honda, dobla para el Pilar Redondo.

Por la primera vereda. Ahí, donde está la veleta del gallo. También puede tirar por la segunda, coja usted por donde quiera, que a mí ya me da lo mismo.

Pierda cuidado, y vaya lo aprisa que sea menester.

No sé si he olvidado el miedo a montar en el coche, o son otros cuidados los que me asustan.

Me asustan los ojos de mi nieto.

Porque mire que los habré visto veces con quebranto, y la última hace bien poco, cuando se nos fue mi santa y la dejamos bajo tierra. Mi Paco cogió flores del campo y apañó un ramito para cada uno, para él, y para mí. Y nos volvimos caminando los dos solinos. Al llegar al umbral, se quitó las alpargatas, les sacudió el barro y entró descalzo. La abuela no consiente, dijo. De barro, lo preciso. Y me miró quebrantado, con los ojos que me ha mirado hoy. Ojos de haber perdido algo, de haberlo perdido todo. Los mismos que me puso mi Catalina la primera vez que no quiso morirse, y no se murió.

Estaba muy malita, se iba en sangre después de alumbrar a mi hija. La fuerza la había gastado toda en echar a la criatura y ya no le quedaba ni mijita para contener la vida que se le escapaba. La perdía a borbotones, y cuando ya estaba escasa de ella, la partera le dijo a mi madre que había de tener resignación. Y mi madre me mandó a por don Matías. Tenía más poco salero ese cura, a mi santa le dio los óleos y a mí me dio una palmada en un hombro. Y se marchó antes de que nos enterásemos de que hubiera venido. Entonces fue cuando la Nina se quedó blanca blanca, más blanca que el alcanfor, y me miró con los ojos de haberlo perdido todo.

Consumidita se había quedado. Pero esa misma tarde, ya entrada, me dijo que no iba a morirse. Que no, que ella no se moría, que había ido al cielo y era muy azul muy azul, pero que no había visto a nadie conocido y que se había vuelto para atrás. Que no se moría. Que no. Y no se murió. Mi madre le puso a la niña en los brazos, y ella, la Catalina, sentenció que le íbamos a poner María Inmaculada de la Purísima Concepción, que como era bien largo, el bautizo le había de durar a don Matías por lo menos lo que se demoraba en decir el nombre. Así que lo dijo, que la extremaunción había sido muy sosa, y ella quería más ceremonia para su niña.

Digo. Claro que le pusimos María Inmaculada de la Purísima Concepción, digo que si se lo pusimos. Pero la llamábamos Inma.

Se parecía a la Catalina. Menudita ella, como un perdigoncino, y con la misma carita redonda. En el semblante sí tenían un punto de comparación, pero la Inma no tenía tanta guasa. En lo arisco, salió mi nieto a mi hija. Y en lo hosco. Y en lo ceñuda. La Inma no era tan lenguaraz, cuando la madre tenía ganas de charlantina, ella se daba media vuelta. Déjate de consejas, madre, le decía. Y a mi señora no le quedaba otra que contarme a mí lo que tenía ganas de contar.

Seria era, sí. Escurridiza y callada, de puro metidina para adentro. Y cuando le daba por hablar, soltaba unas sentencias que te dejaba más tieso que un ajo. De ahí que en plena agonía, se le ocurriera decir lo que dijo.

Madre, no fue el cielo lo que usted vio, que el cielo no es azul. Es marrón, marrón y rojo, como los barros que amasa padre para hacer botijos. Si no es marrón y rojo, me vuelvo para contárselo.

Marrón, marrón y rojo, le porfió a su madre que era el cielo. ¿Usted se lo puede creer, la ocurrencia? ¿Se lo puede creer, idea tan peregrina?

Yo me acerqué a mi hija, cuando el dolor de parir le descansó por un rato y mi madre y la Nina me dejaron entrar. Cuánto cuesta nacer, padre. Y cuánto cuesta morirse.

Y no volvió.

Y luego, cuando se ponía a llover, mi Catalina miraba para arriba. Ya está haciendo botijos la Inma, decía.

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