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Regresar a «Los Negrales» no fue fácil para ninguna de las sirvientas que se enrolaron en las milicias. Algunas volvieron con un pañuelo calado hasta la frente, intentando ocultar la humillación que señalaban sus cabezas rapadas. Pero Isidora llegó con su melena entera, resbalando en desorden sobre sus hombros, y a ella no le ocurriría lo mismo que a las mujeres que alzaron poco a poco la mirada según iban creciendo sus cabellos. Cuando Isidora regresó, y se vio obligada a recibir a los marqueses de Senara con la hija de Quica, no pudo mirar a la cara a los padres de los testigos de su ultraje, tapó con sus párpados el espanto que llevaba en los ojos bajando la vista, y pensó que nunca volvería a alzarla. Para Isidora, regresar al cortijo supuso creer que quedaría abatida para siempre.

Doña Carmen lo arregló todo para que su sirvienta mantuviera el secreto que debía guardar. En presencia de Modesto, le aseguró que nunca la delataría, mencionó su pertenencia a la milicia, el asesinato del soldado que mató a Quica y la confesión de Isidora ante su hija Victoria como testigo, y mostró la medalla que probaba todo cuanto decía, pero nada dijo sobre la violación que había sufrido Isidora. Y nada escapó a las previsiones de doña Carmen. Cuando acabó de informar a Modesto del peligro que corría Isidora, le dijo que podía regresar a la cocina con Justa. Una vez a solas con la sirvienta, antes de ordenarle que fuera a recibir a la hija de Quica, le preguntó si conocía carnalmente a su novio.

—¿Que si le he visto la carne?

—Que si te has acostado con él, Isidora.

—¿Y por qué tengo que decírselo a usted?

—Por si te has quedado embarazada. Si has estado con él, el hijo puede ser suyo.

Isidora le contó que se había entregado a Modesto antes de irse al frente, pero sólo una vez. Y doña Carmen dispuso que Modesto se hiciera cargo de unas tierras de labranza, y le ordenó construir una vivienda para que se casaran de inmediato.

Y se casaron, en la sacristía de la iglesia parroquial, donde ambos juraron previamente la renuncia a sus ideas socialistas cumpliendo las exigencias de don Matías, que se negó a oficiar el sacramento del matrimonio si los contrayentes no abjuraban de sus convicciones. El novio juró para salvar la vida de la novia, sin saber que ella juraba para salvar la de él. Doña Carmen firmó como testigo.

El matrimonio se instaló en la casa que construyó Modesto en menos de un mes, a las afueras del cortijo. La recién casada iba y venía a «Los Negrales», corriendo siempre, con el temor de encontrarse en el camino a los que no deseaba volver a ver nunca. Sabía que aquel encuentro era inevitable, que los hijos de los marqueses de Senara se cruzarían con ella. Corría. Y antes de correr, cada mañana, cuando su marido ya se había marchado al campo, manipulaba en su interior una ramita de perejil, después de haberse encaramado a la mesa camilla y de saltar con ímpetu al suelo para deshacer lo que temía que el destino había hecho. Corría hasta la extenuación, tras haber repetido los brincos desde la camilla una y otra vez, sintiendo que llevaba una herida en lo profundo que sólo podía curarse si sangraba.

Pero Isidora podría haberse evitado tanto esfuerzo, porque en su vientre no había embarazo. Y lo supo una tarde, al levantarse de la silla de anea donde estaba cosiendo. Joaquina repasaba a su lado el dobladillo de un vestido azul. Le dijo que se había manchado la falda, y se extrañó al verla sonreír.

—Chacha, qué pocas entrañas tienes. ¿No te han dicho a ti que los hijos son la alegría para un matrimonio?

—Los hijos que manda Dios, Joaquina.

—Cucha, ¿y quién había de mandarlos? ¿Es que tú no quieres preñarte?

—Ahora sí.

—Que te compre quien te entienda, hija. Lo que es yo, daría la vida porque Marciano me hubiera hecho uno antes de morirse. Uno, o dos.

Su herida sangraba por fin. Isidora corrió en sentido contrario, hacia su casa, para lavarse y cambiarse, y volver limpia. Limpia. Restregó su falda, golpeándola contra la tabla de madera con fuerza y rabia. Y al volver al cortijo, cedió a la necesidad a la que se había negado hasta entonces: abrazar a la hija de Quica.

Desde que la pequeña llegó al cortijo, Isidora procuró no prestarle mucha atención. Cuando la señora le encomendó que le enseñara las faenas de la casa, y le advirtió de que no sabía que habían violado a su madre, y de que nunca debía saberlo, se la llevó sin mirarla al patio de atrás. No quería que la niña adivinara en su rostro el recuerdo que le invadía al mirarla. No quería ver en su cicatriz el filo de un cuchillo, el que le arrebató al asesino de su madre aquella misma mañana. Se negaba a recordar los ojos demasiado abiertos de aquel hombre que yacía sobre el cuello degollado de Quica, jadeando y gimiendo, demasiado atento a su botín para advertir la llegada de Isidora, demasiado atento como para notar que había aflojado la mano, dejando caer su daga. No quería ver en la hija de la lavandera otra mirada, la de unos ojos mancillados, aquellos otros ojos que ella misma cerró, después de coger la medalla que Quica tenía muy cerca de los labios.

La niña dijo que se sentía mal, nada más bajar del automóvil. Y antes de que Isidora pudiera prepararle una manzanilla, vomitó cuanto llevaba en el estómago. Fue Justa quien le sujetó la frente con una mano y le empapó la nuca con agua fría.

—Chacha, en mi puñetera vida he visto arrojar de estas maneras. Tú no estás nada de buena, criatura. Estás más amarilla que una sandía de invierno.

—Sí estoy buena, es que ese trasto se menea como una mula mal encabritada.

Cuando se recuperó, Isidora le preguntó qué sabía hacer, y la niña contestó que era lavandera, como su madre. A la mañana siguiente, Isidora le colocó un pequeño lebrillo y una tabla de lavar en el patio de la cocina. Comenzó por darle prendas pequeñas, las que creyó que podía manejar, pero la rapidez y la destreza de la chiquilla le demostraron en seguida que podía hacerse cargo de toda la colada. Lavaba por las mañanas, mientras Isidora atendía a la hija enferma de los Albuera. Y cuando Isidora cosía por las tardes, era la niña la que atendía a la novicia. Así lo dispuso Isidora, para no verla. Para que la niña no descubriera en su rostro el rostro violado de su madre. Para que no lo adivinara nunca.

Pero aquella tarde, cuando supo que Dios no le mandaba un hijo, deseó abrazar a la hija de Quica, a la niña que le había puesto en su camino y que ella no había querido aceptar. Y deseó darle el afecto que le había negado desde el día en que llegó huérfana a «Los Negrales», con una venda tapándole la mitad de la cara.

25

Dígame, señor comisario, ¿por qué le he visto yo en los ojos que no lo han de soltar?

¿La escopeta? ¿Qué escopeta? Si el Paco no tiene ninguna.

¿Y un sumario, qué es?

Ah.

¿Y no me puede usted adelantar nada sin faltar al secreto?

No sé.

Pero digo yo, aunque usted sepa poco, se figurará algo. Me podrá contar cuando menos lo que se figura que a nadie le pueden prohibir pensar por su cuenta, y decir lo que piensa.

En la chocita de la miajada de arriba duerme él muchas veces, sí, en el verano, que allí se está más fresquito y los borregos mucho le temen a la calor. ¿Allí es donde han encontrado la escopeta?

¿El perro los ha llevado hasta ella?

El Pardoes ése. Sí que es listo el animal, y vale, se echa a las patas de los borregos y junta él solito el rebaño entero. Sí sabe, sí que sabe el Pardo. Pero lo que el perro no puede saber, y es imposible que lo sepa, es si mi Paco la escondió, o fue otro.

Pero mire usted, aunque allí la hubieran encontrado, mi nieto no ha pegado un tiro en la vida.

No sabe, qué ha de saber. Ni sabe ni podría, máxime con esa manita. Si hasta se libró del servicio, lo dieron de inútil por lo de la mano, que por lo mismo no pudo aprender el oficio de la familia, que se acabó conmigo, y tuvo que pedirle al señorito que le dejara pastorear sus rebaños.