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Y más lástima me da a mí. Más que lástima, coraje me da, que yo fui alfarero como lo fue mi padre, y el padre de mi padre y el abuelo de mi abuelo, y todos pudimos disponer de lo nuestro, mal que bien, levantando con las propias manos los cántaros propios, y poniendo nosotros el precio. Y nunca nos ha faltado lo más preciso, ni siquiera en los años del hambre. Y mi nieto se ha visto obligado a ganarse el pan y dejar la vida arreando al monte los borregos de otros, que no los ha de catar. Y ha tenido que destetar a los más chicos y ver a los señoritos cómo se los llevaban, para llenarlos de lazos de colores el día de la Aleluya. Vestiditos de pastores y de pastoras los paseaban por la pradera, amarraítos con un cordel, y luego lloraban por ellos y se negaban a comerlos. ¿Usted se la ha visto?

La mano.

A mi Paco.

¿Y cree que con eso puede pegar tiros?

Nació ya perjudicado. La Inma tardó tres días en echarlo del vientre. No le daba de sí sálvese la parte, y la criaturita no cabía. Mi Catalina arrimó unos cuantos braseros de picón a las piernas abiertas de la hija, y otros cuantos le arrimó mi madre, que iba y venía a la casa del Tomás porque a la nuera se le ocurrió alumbrar a la par que a la Inma y la comadrona no daba a basto. Pero mi nieto no encontraba la luz por donde había de ver el mundo, y después de tres días sacó la manita por la angostura de la madre; la manita sacó lo primero, como si el angelito estuviera pidiendo ayuda. Y mi santa tiró de ella. La Inma pegó un grito más fuerte que todos los que había pegado en el calvario que pasó para morirse, y se fue en el momento en el que llegó su hijo. Lo primero que oyó mi nieto fue el chillo de la madre, y él chilló también. Pero mi hija ya no pudo oírle.

¿Padre? Nunca tuvo. Yo le quise meter una buena tunda a la Inma cuando se nos vino a decir que traía la barriga llena, pero mi santa me aguantó la mano y terció que si no me acordaba de lo mío. Aunque luego fue ella la que agarró la alpargata cuando la hija corría a esconderse cada vez que le preguntaba quién le había arrancado la honra, y fui yo quien la frenó de matarla y le dije a la Catalina que era de preferir no saberlo, que si una mujer da la cara por un hombre en estas cuestiones es porque sabe que él no va a darla por ella. Pero le juro, señor comisario, que si yo me hubiera enterado de quién era el que perdió a mi María Inmaculada de la Purísima Concepción, ese malnacido no se escapa. Del cogote lo hubiera llevado yo al altar, o a la muerte.

No andaba de novia con nadie. Había un muchacho de buen corazón que se arrimaba siempre a ella para pisar la uva. Andaban juntos a la vendimia, y juntos a Rabogato a arrancarle los chupones a los olivinos nuevos. Mi santa barruntaba que iban para novios, pero cuando la Inma nos vino como nos vino, nos dio por cierto que ese muchacho no era. Y ese muchacho no era, ese muchacho llevó el alma partida desde que la Inma entró a servir en la casa azul y dejó de ir con él al campo. Y luego después, cuando nos llegó aumentada y no lo quiso ver más, se vino abajo porque sabía de cajón las razones que tenía para no querer verlo. ¿Me comprende usted?

Ni a él, ni a nadie se lo dijo. ¿Qué se le va a hacer? Porfió un porrón de veces que ese niño no tenía padre. Y nunca lo tuvo.

Ahí está. Y eso que mi santa siempre quiso enterarse de la tierra que pisaba la niña. Lo que uno quiere para sus hijos. Un caminito bueno. Y saber con quién anda. Y saber dónde está. Y de dónde viene.

Por lo mismo, la Catalina la puso a servir donde el duque ciego, porque no le gustaba que faenara en el campo. Pero las cosas no son como queremos que sean, señor comisario, son como son. Así lo aprendí yo de don Julio, un viajero que me compró un botijo un día de mucha calor. Venía de Portugal, y llegó todo colorado porque no tenía costumbre de estas sofoquinas. Mi santa le estaba mirando a él, y él estaba mirando al cielo, que parecía que nos iba a freír. Se nos va a caer encima ese sol, nos dijo el forastero, y nos va a aplastar. Así quiero tener yo los ojos, Antonio, tan azules, me soltó a mí la Nina. Me lo soltó bajino, pero él lo oyó. Las cosas son como son, señora, no como queremos que sean. Señora la llamó. Señora. Si le hubiera visto usted la cara, a la Nina. Y luego volvió a llamárselo. Señora, Julio Romero de Torres le ponía a las mujeres dos soles negros. Ése era un pintor de Córdoba, ¿sabe usted? Nos lo contó luego don Julio, que era bien dicharachero. Y después le dijo a la Catalina que ella era como las que pintaba el de Córdoba. Y se fue para León. Nunca volvimos a verlo, pero a mí no se me despinta el semblante de mi santa cuando le dijo lo que le dijo. Y es que no hay como comparar a una mujer con algo bonito, para que se le ponga cara de tonta.

Y a ella menos, qué se le había de olvidar a ella. En lo que le quedaba de vida, ni lo que dijo, ni a don Julio olvidó nunca.

No vea lo pinturera que andaba mi Catalina desde entonces, presumiendo de estampa.

26

El tiempo pasaba con demasiada lentitud para Aurora. Esperaba. Sólo esperaba el regreso del doctor Palacios. Zacarías acababa de traer un sobre. Venía de Teruel. Ella leyó el remite y lo quemó sin abrirlo, como hacía siempre que le llegaba una carta del médico. Leía el remite y eso le bastaba para saber que continuaba con vida, pero no se atrevía a enfrentarse a las palabras que pudiera decirle y menos aún a la necesidad de contestarlas. Contempló las llamas que se consumían y el vuelo de las cenizas, sabiendo que la ansiedad se adueñaría de nuevo de ella hasta la llegada de la siguiente carta. Tomó su rosario de cuentas de cristal y se sentó en su mecedora mirando hacia el porche, recordando a Felisa. Se disponía a rezar cuando Catalina entró en su habitación.

—Cucha las niñas, se creen que porque vienen de fuera saben más que los que vivimos aquí.

—¿Qué te pasa, Catalina?

—Me pasa que esas señoritas del pan pringado se las dan de postín sólo porque viven en Pamplona. Y la que tiene nombre de niño se ha empeñado en que se llama igual que mi madre. Y Pachi no tiene punto de compararse a Quica, ¿a que no?

—Los dos nombres vienen de san Francisco.

—Eso no puede ser.

—Sí puede ser. Igual que Paco, y Frasco.

—¿Cómo va a ser eso?

—Es así, Nina.

—Será así, si usted lo dice. Pero la más chica, la muy trolera, me quiere dar en creer que los morgaños son arañas, y que los alcauciles son alcachofas y los peros manzanas. Y la Elvira se empeña en que las salamanquesas son lagartijas y que son lo mismo que las salamandras. Y eso sí que no.

—¿Y qué más te da a ti?

—Me da más que rabia, la finolis ésa. ¿Pues no que va y dice que las paneras no son para lavar, que son para el pan? Y se pone que yo no sé nada porque no sé leer. Y le he entrado la mano en la lavaza, para que se entere, y le he dicho que no sé leer pero sé lo que es una panera. Toma castaña.

—Anda, ven aquí. Y no te enfades. ¿Quieres que yo te enseñe a leer?

—¡Fo!, ¿usted puede eso?

—Sí. Y a escribir también. Y no digas fo, que está muy feo. Ni cucha, ni chacha.

—¿Y por qué está feo?

—Porque está feo. Acércate, que vamos a empezar ahora mismo.

Isidora subía la escalera de prisa, a la hija de Quica se le había olvidado ir a la cocina a recoger la merienda de la enferma, y ella iba a avisarla, cuando se tropezó con Victoria.

Las dos mujeres se encontraban frente a frente, por primera vez a solas, desde que la sirvienta regresó a «Los Negrales». La hija mayor de doña Carmen supo del dominio que ejercía sobre la sirvienta cuando Isidora pasó a su lado en silencio.

—Se dice buenas tardes.

—Buenas tardes, señorita.

—¿Has visto a mi madre?

—La señora está en el gabinete, que ha venido la peluquera a pelarla.

Ambas siguieron su camino. Victoria bajó la escalera mirando a Isidora. Y ella la subió sin mirarla.