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—¿Da usted su permiso?

—Pasa.

—¿Me puedo llevar a la Nina, señorita Aurora? Justa está preparando la merienda y es tiempo ya de que se la suba.

—Tráemela tú. Nina está haciendo algo más importante.

La hija de Quica le enseñó orgullosa un cuaderno y un lápiz y se los puso en las manos. Isidora vio la primera hoja, con letras que parecían grabadas a punzón en lugar de escritas.

—Ten, míralos, me los ha dado ella. Son míos para siempre.

Y volviéndose hacia la enferma, mostró su desconfianza ante un regalo que dudaba poder conservar.

—¿Son míos, no?, que lo que se da no se quita porque viene santa Rita y te corta las manitas.

—Claro que son tuyos, pero no tienes que apretar tanto, que vas a romper la punta del lápiz. Venga, sigue con la A, que todavía parece una cosa rara en vez de una letra.

—Parece una casa mal hecha, ¿a que sí?

Isidora se acercó a Catalina, le acarició la cicatriz, la besó en la frente y le pidió que dibujara la A. Fue la primera vez que la vio escribir. La niña se agarró al lápiz como si temiera caerse, sacando la punta de la lengua. Y la suya asomó a sus labios.

Al llegar a la cocina, Isidora encontró a Justa hablando sola, malhumorada trajinaba en los fogones y no la vio entrar.

—Cucha, ni que esto fuera una fonda. Por si fuéramos pocos, dos más. Me cago en la mar salada y en los peces de colores, nosotros le entregamos la comida al ejército y el ejército viene a comer aquí.

—¿Qué te pasa, Justa?

—¿Que qué me pasa? Me pasa que cuando hay, se puede repartir, pero cuando no hay es menester inventarse el reparto. Y a ver qué carajos me invento yo hoy para la cena.

—Haz cualquier cosa.

—Eso le dije yo a la señora, que haría cualquier cosa. Y, ¿sabes qué me contestó? Que de ninguna de las maneras. Que nada de cualquier cosa. Que quería darles una buena cena a esos dos.

—¿A qué dos?

Los hijos de los marqueses de Senara habían llegado a «Los Negrales» . Isidora escuchó a Justa sin dejar traslucir el desasosiego que le produjo la noticia, y buscó una excusa para marcharse a casa y retrasar el encuentro que tanto temía.

Dejó a la cocinera con sus quejas y salió al patio. Allí encontró a las hijas de doña Ida, que jugaban sentadas en el suelo, cantando con la espalda contra la pared.

—Los moros vienen.

—¿A qué?

—A mataros.

—¿Con qué?

—Con un cuchillo.

—¿De qué?

—De acero.

—Que se levante mi compañero, que está el primero.

Isidora les gritó que se fueran con su madre. Les dijo que no jugaran nunca más a ese maldito juego y echó a correr. Quiso evitar la entrada principal del cortijo, y huyó hacia el pabellón para tomar el camino de atrás. Corrió sin mirar, y cuando se acercaba al porche, una voz la detuvo. Victoria caminaba hacia ella del brazo de su prometido.

—¿Adónde vas, Isidora?

—A mi casa me voy.

—Es temprano, ¿lo sabe mi madre?

—Lo sabe la Justa, me ha dado un vahído y me tengo que ir.

—Sí que estás pálida. Y te estás poniendo como la cera por momentos. Siéntate y bebe un poco de agua, anda. Leandro, alcánzale una silla.

Aunque se sentía desfallecer, Isidora no permitió que Leandro la ayudara a sentarse. Lo dejó con una mano extendida hacia ella y echó a correr.

—Pero si estaba a punto de desmayarse, ¿de dónde ha sacado fuerzas esa mujer para correr así?

—Déjala, ya sabes lo raras que son.

Era la segunda vez que Leandro veía correr a Isidora, sujetándose con las manos las faldas remangadas hasta las rodillas. Y la segunda vez que se preguntaba de dónde había sacado las fuerzas para correr, pero él no lo sabía. Se quedó observándola, impresionado por el brío de sus piernas, por la velocidad que tomó en su carrera. Admiró la precisión de sus pisadas al ver sus pies buscando impulso en el suelo, levemente, y firmes abandonar la tierra. Descubrió el vigor de sus muslos, sus movimientos elásticos, la sensualidad de su porte. Y sintió un súbito deseo de frenar aquel ímpetu, de dominar en su galope a la que huía. Sonrió, atraído por una oscura embriaguez. Y la miró desaparecer detrás del pabellón. Saboreándola.

—Vamos a buscar a tía Ida, que si mamá se entera de que nos ha dejado solos, no le vuelve a pedir que sea nuestra carabina.

Y se dejó llevar por Victoria. Caminó junto a ella despacio hasta la casa central, recreándose en el placer que aún sentía.

En la salita verde, las hijas de doña Ida se habían reunido con su madre y con Catalina, que había bajado de la habitación de la enferma cuando la llamaron para ensayar con ellas el cuento de Los siete cuervos, y para rellenar de confetis huevos vacíos que habían pintado de colores. Querían lanzarlos al día siguiente, después de representar el cuento en un pequeño teatro improvisado en las arcadas del pabellón. Victoria y Leandro asistieron divertidos a las peleas de la niñas, que discutían porque la hija de Quica improvisaba su papel.

—Eso no vale. Lo tiene que decir de memoria.

—Sí vale, lista.

—Claro, como no sabes leer, no te lo puedes aprender

—Te vas a enterar tú de si no sé leer, so sabihonda.

—Así no hay manera de ensayar nada. Nina, dilo como tú quieras, hijita. Y vosotras, haced el favor de no decirle esas cosas, que es una falta de caridad.

Doña Ida intentaba poner orden, ajena a otra discusión que tenía lugar en el gabinete entre los Albuera y el hijo mayor de los marqueses de Senara, sin sospechar que lo que allí se estaba tratando determinaría su marcha de «Los Negrales». Su hermana Carmen le acababa de pedir a Felipe que usara sus influencias en el ejército para obtener un salvoconducto que le permitiera a su cuñado Federico viajar hasta el cortijo y regresar a Pamplona con doña Ida. Y le había pedido también un documento para Modesto, y otro para Isidora, después de contarle lo ocurrido en el frente del sur, omitiendo el detalle del asesinato del soldado que mató a Quica.

—Lo de tu hermana lo entiendo, y te lo voy a arreglar porque es tu hermana. Pero lo de los criados es otro cantar.

Lo que hasta entonces había sido una tranquila conversación se transformó en acaloradas réplicas. Felipe comenzó por negar el relato de la sirvienta y doña Carmen contestó diciendo que carecía de importancia si era cierto o no. Su hija no se casaría con un hombre si no era considerado intachable. Basta con que se ponga en duda el honor para perderlo, le dijo, y la única forma de preservar su buen nombre y el de su hermano era protegiendo a Isidora y a Modesto.

—Además, he dado mi palabra, Felipe.

—¿Cómo se te ocurre decir que has dado tu palabra? Son muchos los que han dado la vida para limpiar el país de esa calaña, para que tú me pidas encima que te ayude a salvar a dos.

—Te recuerdo que está en juego tu honor y el honor de tu hermano.

—Qué ingenua eres, Carmen.

El hijo mayor de los marqueses se mesó el bigote con las puntas de los dedos. Tapó con su mano el cinismo de una media sonrisa, antes de retirarla de los trazos apenas dibujados sobre sus labios, y volvió a atusarse su lampiña escasez.

—Yo que tú no me preocuparía por eso. Con mandarles un pelotón, enterrarán con ellos el peligro que corre el honor que crees que estás defendiendo.

—Te repito que he dado mi palabra.

—Y yo te digo que tienes la casa infectada de rojos, y que es tu honor lo que debería preocuparte. Alguien podría preguntarse qué es lo que estáis haciendo aquí por la patria, aparte de proteger a los que están luchando contra nosotros.

Hasta ese momento, don Ángel había mantenido silencio, pero la prepotencia del joven militar le exasperó. Y sus insinuaciones de falta de patriotismo le hicieron estallar. Con palabras escogidas, controlando el tono de su voz de tal modo que no pudiera traslucirse su cólera, intervino sin permitir ninguna interrupción, para demostrarle a Felipe su autoridad. Incapaz de ocultar su acritud, le llamó al orden exigiendo el debido respeto para su esposa; le recriminó que hubiera puesto en duda su fidelidad patria, y le detalló su valiosa aportación, imprescindible para la causa, recordándole que cortijos como aquél suministraban las provisiones que comían y bebían los ejércitos, y que gracias a fortunas como la suya podían mantenerse; para añadir, aún sin alzar la voz, que su hija rompería el compromiso con su hermano Leandro, y que él mismo le explicaría a sus padres el porqué de esa ruptura, si su esposa no podía mantener la palabra que había dado, la palabra que doña Carmen consideraba que debía cumplir.