—Y te digo otra cosa, jovencito. Tú tampoco te salvas de ingenuo. Es verdad que tenemos rojos trabajando aquí, pero como en toda la comarca. El que quiera sacar algo de esta tierra tendrá que aguantarse con eso, o preparar el azadón y dejarse los riñones si quiere cosechas.
27
A la que lleguemos a mi casa, señor comisario, le voy a hacer entrar en calor, que para estos fríos lo mejor es un buen puchero. Y ya tengo aviado un buen guiso, con sus garbanzos que tiene correspondientes y sus poquitas de espinacas.
Cuando mi santa dio su último suspiro, también era un día de perros. Pero hoy, hoy sí que hasta Dios tirita, de fijo. Algo más se ha debido de romper ahí arriba para que caiga la que está cayendo, que no es normal.
En la atmósfera, ¿no dicen ahora que tiene un agujero en todo el medio?
Pues más grande se habrá hecho, y por ahí se nos está colando el temporal.
Mire, ésa es la casa azul, donde servía la Inma cuando se murió. La del duque ciego. Una casa bien bonita, ¿verdad usted? Lástima que el pobre ciego no la pueda ver. Y mire, mire, ésa que sale es la hija. Dicen que va a casarse, y que la madre quiere convencer al padre de que le compre una finca como regalo de bodas. Por perras no será.
Perras tienen, que se acaba de morir la duquesa.
Eso tiene de bueno ir en coche. Que no te ven, y tú puedes mirar tranquilamente, y cuando quieran darse cuenta, ya te has ido. Y mire, ése que va por ahí es un conocimiento que tengo yo. Menuda pieza, ni la nieve lo frena para ir a la taberna a jugarse los cuartos con su compadre. A ése lo quitaba yo del mundo sin ningún miramiento.
Sí, señor, o le enseñaba la viga donde ahorcarse. ¿Usted no ve cómo va, hecho un pincel?, con su corbata y todo, como un gran señor. Ya entrado en años, empezó a gastar camisas de flores, y de colorines. Y no es sarasa, ni hablar de la peluca, no. Le dio por ahí. Y su mujer hecha una alpargatita, ¿uno, para qué se casa? Una ruina. Ése es de los que piensan que a las mujeres cuanto más les das, más piden. Y yo no digo que no, pero a la parienta también le gusta que la saquen un poco. Y que no le vuelvan las espaldas. ¿Qué le costaría sacarla al sol de paseo? Y más de una vez la hemos visto con el ojo morado, o con un labio partido. ¿Es eso humano? Y el hijo, un gañan lleno de mugre, y endrogado. El pájaro de su padre se lo hecha todo encima, la paga que cobra de una hija tonta que tiene y un sueldo que le quedó de Alemania. Ahí lo tiene, tragando vino a todas horas, hecho un zángano, como si fuera un señorito desocupado y con dinero.
¿Divorciarse aquí? Mire usted, la única que se ha separado en el pueblo está señalada. Y a las demás les da para más aguantar el mal trato y quedarse donde están. ¿Adónde van a ir?
Yo no digo que esté bien ni mal. Está como está. Pero la primera y la única que tuvo redaños para separarse se irá pronto y se llevará su coraje a cuestas, porque ni las mujeres se le acercan, que sus maridos no las dejan por si les da por aprender de ella. Así son, porque así las han enseñado a ser.
Las han enseñado a ir detrás. Pero también las hay atacantes, y aunque las hayan enseñado a ir detrás quieren estar siempre las primeras.
Total, que cuando se murió la Isidora, que mi santa juntó unas perras entre toda la vecindad para hacerle un entierro como Dios manda y que fuera a buscar al Modesto en un ataúd de los buenos en vez de en caja de pino, el tarambana ése dijo que no tenía liquidez. Usted lo puede dar por cierto, señor comisario? Liquidez.
Tal cual se lo estoy contando. La Nina se puso hecha un basilisco. Claro, como a usted los dineros se le van como el agua, le porfió. Y luego le dijo a su señora que el líquido de su marido sólo servía para regar las tabernas. A la pobre mujer se le cayó la cara, más colorada que un esportón de pimientos, que ella no era de roñoserías, pero no pudo dar ni una perra gorda porque no disponía de ninguna. De manera que se ofreció a echarle una mano a la Catalina y a la nuera del Tomás, y se fueron las tres a preparar la mortaja de la Isidora. Les costó lo suyo.
Amortajarla.
Porque ya había alcanzado la rigidez. Y eso que las mujeres se dan buena maña en eso de vestirse y desvestirse, que yo no me explico cómo se las apañan para atinar con esos corchetes en las espaldas, sin verlos, oiga usted, y no es tan fácil, se lo digo yo, que cuando ya los brazos no le daban, me tocó más de una vez abrochárselos a mi Catalina debajo de las enaguas. Lástima que luego averiguó que se lo podía enganchar por alante, no me pregunte cómo, pero ya no se lo enganché más. Pero no quiera ver lo que yo me harté de reír hasta entonces, porque yo no atinaba y ella se ponía más negra que si le hubieran juntado con alquitrán por todo el cuerpo. Y cuanto más negra se ponía, más me daba a mí la risa. Y yo sabía que podía seguir riéndome hasta que se tocara la cicatriz de la cara, porque ése era siempre el primer trueno de la tormenta.
Estaba en que a la Catalina y a las otras les costó lo suyo poner en condiciones a la Isidora. Guapa no pudieron dejarla, porque ya no lo era. Pero lo había sido para espantarse. Si la Isidora pasaba, había que reparar en ella, sin más remedio. Era demasiado hembra, cuando joven, para dar un solo paso sin levantar el aire. Aunque ella no lo sabía.
Porque, de haberlo sabido, no hubiera ido nunca a ningún sitio sin llevar al marido delante. Yo había de procurar mirarla lo justo, para que mi santa no se pusiera como gatina en enero.
Celosa.
No lo era, no. Pero por si un acaso.
Nadie mal hablaba de la Isidora. Pero yo sé que hay gente con ganas de hablar que no saben sujetarse la lengua, y aunque digan bien de uno es mejor que se callen. Gente dañina, señor comisario, muy dañina.
Buena moza, sí, señor, de las que llevan bien apretadas las carnes. Unas hechuras tenía, que no le quiero ni contar. Aunque ni sombra le quedaba en los restos, ni sombra. Pero mi Catalina la amortajó con su mejor vestido después de lavarla y peinarla, y le echó unos pocos de polvos coloretes para dejarla aparente. Y la rociaron con agua de azahar, que ya olía mijina. Aunque la habían taponado bien, que eso es lo que más les costó, por la rigidez que le he dicho, y fue menester, por abajo, empujarle los trapos para adentro con un palo.
Las mujeres saben de eso, a mí me lo contó mi Catalina, que yo no lo vi. Y luego entre las tres, la nuera del Tomás, la Nina y la señora de ese sinvergüenza que hemos dejado atrás, la metieron en el ataúd que le habíamos comprado todos para su último viaje. Todos, menos ése. Y cuando ya la tenían acomodada, en medio de cuatro cirios que nos prestó el cura, que luego se los llevó, y con una jarra de plástico a los pies de la caja llenita de flores, nos dejaron entrar a los demás. Y llegó la Juana, que se podía haber quedado en su casa y así hubiera evitado el estropicio.
Pasó que la Juana, que habló siempre de la Isidora lo que quiso y más, se acercó al ataúd con un nieto del Tomás en los brazos, hecha una pujiede. Y pasó que hizo tantos esfuerzos por llorar que el niño se puso tan pujiede como ella. La Juana lo quiso poner en el suelo, pero el zangolotino se agarró a un asa del ataúd, de esas que llevan en los costados que brillan como el oro, y ella, que es más bruta que un arado, cogió al niño por la cintura, dio un traspiés y, por no caerse, se abalanzó con niño y todo contra una esquina de la caja y allí se estrelló de bruces y se hizo una pitera en la frente. Y menos mal que no tiró para abajo a la Isidora, pero la sangre de la Juana la manchó enterita. Y mi Catalina, con las demás, hubieron de apañarla otra vez, porque no la iban a mandar al encuentro del Modesto así, hecha un nazareno.