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28

La mañana amanecía fresca. El hijo mayor de los marqueses de Senara despertó con las primeras luces que iluminaron el pabellón. Había dormido inquieto. Escuchó unas campanadas y al acabar de contarlas, saltó de la cama para ir en busca de su hermano. Consideró que era una buena hora para marcharse. Debía contarle la conversación que mantuvo el día anterior con doña Carmen, ponerle en guardia frente a las acusaciones de Isidora y advertirle de que esa mujer podía poner en peligro su futuro matrimonio. Y no era conveniente hacerlo allí. Leandro hubiera querido despedirse de Victoria, pero Felipe se impuso, insistió en que el calor no era buen compañero de viaje y abandonaron «Los Negrales» antes de que el sol levantara. Sólo cuando estuvieron a distancia del cortijo, el hermano mayor le expuso al pequeño el tema que le inquietaba.

—Nos reconoció perfectamente.

—¿La que corría como un potro salvaje?

—Sí, Leandro. Y está dispuesta a amargarnos la vida. Si nuestro padre se entera, no quiero ni pensar de lo que sería capaz.

—Pero si nosotros no hicimos nada.

Esa misma tarde, Felipe envió un correo militar al cortijo con un sobre que contenía los documentos que esperaba doña Carmen. Poco después de la llegada del mensajero, en su camino hacia la cocina, Isidora vio salir del comedor a doña Ida con su hermana y con su sobrina. Doña Ida se acercó a ella sonriendo con un papel en la enano.

—Nos vamos, Isidora, mi marido viene a buscarnos mañana.

Y la abrazó. La sirvienta fue incapaz de reaccionar ante aquella muestra de cariño efusivo y mantuvo sus brazos pegados al cuerpo.

—Isidora, no te quedes ahí hecha un pasmarote, ve con Joaquina a hacer las maletas de mi hermana y de las niñas, y dile antes a Justa que les prepare algo de comida fría para el viaje, y que les haga galletas de nata para que se las lleven. Y cuando hayas acabado, vas al gabinete, que tengo que enseñarte unos documentos.

Emocionada y perpleja por el afecto que acababan de mostrarle, Isidora se retiró hacia atrás. Doña Carmen recriminó a su hermana, hablándole entre dientes, de soslayo, apenas sin mover los labios.

—Eres de lo que no hay, Ida. ¿Cómo se te ocurre abrazar a Isidora?

—Porque estoy muy contenta.

—Así no me extraña que te pierdan el respeto las tuyas, con esas confianzas que les das.

Doña Ida le pidió a su sobrina que fuera ella a disponer que preparasen la comida.

—Y dile a Justa que si hace tortillas no les ponga cebolla, que a Pachi y a Elvira no les gusta.

Después se acercó a Isidora, la tomó del brazo y le dijo que no se preocupara de las maletas, que había tiempo de sobra, y que fuera al gabinete a ver si ella tenía también una buena noticia.

—Pero tía Ida, mi madre ya le ha mandado a Isidora que vaya ella a la cocina.

—Victoria, no seas tan señora, hijita, que hay muchas formas de mantener el pelo de la dehesa.

La perplejidad de la sirvienta aumentó al no saber qué órdenes eran las que debía cumplir. Miró a Victoria. Miró a doña Ida. Luego, a doña Carmen.

—Victoria, obedece a tu tía.

Doña Carmen pasó por delante de Isidora haciéndole un gesto para que la siguiera, al tiempo de dirigirle a su hermana pequeña una mirada reprobatoria. Una vez a solas, ordenó a la sirvienta que cerrase la puerta del gabinete. Victoria se dirigió a la cocina sin esconder su mal humor. Mientras, doña Ida subía a la habitación de su sobrina Aurora, para darle la buena noticia y rezar un rosario con ella, y doña Carmen le mostraba unos documentos a su sirvienta.

—Yo no sé leer, señora.

—Esto es un aval. Mira, aquí pone tu nombre. Y en éste, el nombre de Modesto. Si alguien os denuncia por rojos, estos documentos os salvarán. Nadie podrá acusaros de haber pertenecido a la milicia.

Y le explicó que Modesto seguía corriendo peligro. Le contó que estaban reclutando a los hombres en edad militar, y que podían ir a buscarlo en cualquier momento para que se incorporara al ejército. Y le leyó otro escrito. Un pliego que certificaba que Modesto había luchado como un soldado valiente, en la cruzada que la patria libraba contra las hordas marxistas, y que había sido licenciado a causa de una herida de guerra.

—¿Entiendes, Isidora? Con estos papeles estáis a salvo, y con este otro, puedes estar segura de que a tu marido no se lo llevarán de aquí. Y voy a guardarlos yo, para que no se pierdan. ¿Lo entiendes? Yo he cumplido mi parte. Y nadie sabrá por mí que habéis luchado en el frente, ni que tú asesinaste a un soldado.

Isidora no entendió algunas palabras, como hordas, o cruzadas, aunque imaginó que serían importantes. Sin embargo, comprendió que doña Carmen acababa de guardar la garantía de su vida y de la vida de Modesto con aquellos escritos, y que al bajar la persianilla de madera de su secreter, y al cerrarlo con llave, había cerrado los labios de Isidora. Y comprendió también que había llegado el momento en que no le estaba permitido mirar hacia atrás.

Esa misma noche, Isidora le explicó a su marido la importancia de los documentos que no le habían entregado. Camino del cortijo, adonde se dirigían los dos para asistir a la representación de Los siete cuervos, Modesto le preguntó por qué los había guardado la señora.

—Dice que allí están a buen recaudo.

—¿Eso dice?

—Sí.

—Bueno está si ella lo dice, que bien agradecidos tenemos que estar a la señora.

En el patio interior del pabellón de invitados, Catalina y las hijas de doña Ida habían colgado una sábana entre dos arcos a modo de telón. Modesto e Isidora pagaron el pequeño precio que las niñas cobraron por la entrada, como los demás habitantes del cortijo, que se acomodaron en los asientos que las pequeñas habían alineado con todas las sillas que encontraron. Incluso Aurora, a pesar de que se negó en principio a volver a pisar aquel patio, se sentó con sus padres y su hermana en la primera fila, cediendo a la insistencia de Catalina, que se había aprendido el papel gracias a su ayuda. Todos olvidaron los duelos por sus muertos aquella noche. Las risas llenaron el patio cuando doña Ida se tiró al suelo para cantar un cuplé después de la representación teatral y, como final de fiesta, los espectadores se lanzaron unos a otros los huevos de colores que las niñas habían pintado y rellenado de confetis.

Al día siguiente, doña Ida se marchó con sus hijas y con su marido, que había ido a buscarla a primera hora de la mañana. Antes de subir al automóvil, abrazó de nuevo a Isidora.

— ¿Tuviste buenas noticias ayer?

—Sí, señora, las tuve.

Isidora la vio alejarse por la alameda sacando una mano por la ventanilla y mirando hacia atrás mientras se despedía. Y sintió cómo «Los Negrales» perdía con su marcha parte del aire que se respiró mientras estuvo allí.

La guerra continuaba. Y el temor de Isidora a encontrarse con Leandro y Felipe disminuía a medida que el tiempo pasaba sin que visitaran de nuevo el cortijo. En los meses que siguieron, estuvo atenta al camino, y anduvo de prisa sin dejar de volver la cabeza a cada paso. pero poco a poco se fue serenando. Hasta que caminó despacio y dejó de mirar atrás, olvidando el sobresalto que la acompañaba, sintiéndose cada vez más fuerte ante la posibilidad de encontrarlos en su camino.

La primera vez que se cruzó con ellos, estaba con Zacarías.

El cartero caminaba hacia «Los Negrales» bajo la techumbre verde y fresca que formaban las copas de los álamos, y alcanzó a Isidora en mitad de la alameda. Isidora se ofreció a llevar la correspondencia para evitarle subir hasta el cortijo, pero Zacarías era nuevo en el oficio, y se negó, por su prurito de entregar las cartas en la dirección exacta que llevaban en el sobre.