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—Las cartas, en su destino. Y nunca a mitad de camino.

—Chacho, qué redicho eres, Zacarías.

—Profesional, se llama eso.

Cuando llegaron a la casa, Zacarías gritó el nombre de Aurora Albuera y Paredes Soler. Isidora se detuvo a mirarle, sonriendo, y al instante, vio salir a los hermanos. Victoria, situada entre ambos, les tomaba un brazo a cada uno.

—¿No tienes otra cosa que hacer que no sea mirar al cartero? Dame el sobre, Zacarías, y vete ya, que me la estás entreteniendo.

Isidora sintió las miradas de Felipe y Leandro, ambos la saludaron.

—Buenos días.

Ella contestó al saludo sin mirarlos, y les dio la espalda para dirigirse al patio trasero.

—Espera, Isidora, coge la bandeja de la correspondencia y llévale esta carta a mi hermana.

—Así, que ésa es Isidora.

—Esa es, la misma que corría.

—Calla.

Al escucharlos, Isidora supo que los hijos de los marqueses de Senara estaban al tanto del secreto que ella debía guardar. Mientras caminaba hacia la mano extendida a coger la carta, la asaltó una sensación contradictoria. Asco, y poder. Asco, al sentirse descubierta. Poder, al tomar conciencia de que ellos también debían guardar su secreto. Entonces comenzó a saber que los hermanos también tenían miedo, y ella comenzó a perderlo. Y al llegar junto a Victoria, llevaba ya el cuerpo erguido y la cabeza alta.

La carta que Isidora le entregó a la enferma esa mañana sería la última del médico en llegar. Aurora esperó la siguiente durante meses, entreteniendo su tiempo en enseñar a Catalina a leer y a escribir, y convenciéndose a sí misma de que la ausencia de noticias se debía a un fallo en el funcionamiento del correo. Sin embargo, Zacarías continuaba gritando nombres a la entrada del cortijo, que nunca eran el suyo. Lamentó no haber leído todas las cartas del doctor Palacios. Lamentó haberlas quemado. Y lamentaba estar casi curada de su enfermedad y no poder decírselo a él. Entonces decidió escribirle a su consulta. Y a los pocos días, el cartero llegó a «Los Negrales» y entregó un sobre para ella sin haber gritado su nombre. Fue Victoria quien se lo llevó al gabinete. Catalina estaba con ella, pegando con engrudo en su cuaderno las estampas que le había regalado Aurora, y apuntando su nombre debajo de cada virgen y de cada santo.

—Aurora, el médico no te va a escribir más.

Su hermana se marchó sin añadir palabra. Le había puesto en las manos su propia carta, la que ella escribió para el doctor Palacios. Catalina le arrebató el sobre de las manos, y ella palideció al escucharla.

—¿Qué quiere significar defunción?

Aurora se levantó, le pidió a la niña que le devolviera el sobre. Se dirigió a su habitación, y quemó la última carta que recibiría, la primera y la única que se atrevió a mandarle al médico, que había sido devuelta al remitente. Después se sentó en su hamaca, mirando sin mirar al porche del pabellón, y ya sólo se movería de allí para ir a dormir. Isidora seguía atendiéndola por las mañanas, y Catalina acudió a ella todas las tardes con su cuaderno, para que le corrigiera las letras que escribía. Pero Aurora se había entregado a su antigua languidez, se abandonó a ella como si se hubiera zambullido en el agua. No deseaba oír. No deseaba ver. No deseaba sino sentir que se ahogaba. Y la niña optó por escribir canturreando a su lado, al tiempo que Aurora se consumía. Ante el creciente deterioro de la enferma, su madre mandó traer al padre Romero, pero ella se negó a hablar con su confesor. Doña Carmen intentaba animar a su hija sin conseguirlo. Le informaba de los avances del ejército nacional, y del inminente fin de la guerra, pero las noticias pasaban sobre ella, y ella continuaba hundiéndose, mirando sin mirar al porche.

Catalina dejó de ir a la habitación de la enferma por indicación de la señora, que consideró que la vivacidad de la niña perturbaba a su hija. Y la pequeña comenzó a planchar por las tardes junto a Isidora y Joaquina, mientras ellas cosían o machacaban aceitunas con Justa ensimismadas en los seriales radiofónicos que entusiasmaban a todas. A media tarde, le preparaban un pozo de pan con aceite y azúcar, o un tomate y un pepino abiertos aderezados con sal. Y Catalina saboreaba su merienda escuchando a las sirvientas, que le relataban las historias de los señores. Y pedía siempre más pan, y, que le contaran más historias. Se dejaba arrastrar por las voces melodiosas de Justa, de Isidora y de Joaquina, y por los sueños que la llevaban en barco a Manila, donde había nacido el padre del duque ciego, después de que su abuelo, un banquero arruinado, recuperase la fortuna perdida tras un golpe de suerte. Al hilo del relato, las sirvientas inventaron un refrán para explicarse a sí mismas cómo el duque pudo superar la bancarrota:

A los que saben amasar cuartillos,

aunque se vean en la ruina,

nunca se les cae el polvillo de esa harina.

La niña contenía la respiración, y mantuvo sus ojos abiertos permitiéndose tan sólo los parpadeos voluntarios, para escuchar que el banquero había llegado al puerto de Barcelona con su familia, y con poco dinero. Y antes de embarcar, gastó lo que llevaba en un boleto de lotería. Catalina habría actuado como el banquero. Lo habría arriesgado todo en buscar la suerte. Pero el abuelo del duque se arrepintió de haberlo hecho y vendió la mitad del número al día siguiente de zarpar, ante el temor de llegar sin nada a Filipinas. Selló el acuerdo con un desconocido apretando su mano. Ni el abuelo del duque le dijo el número, ni el caballero le abonó el importe de su medio boleto. Y cuando el barco arribó a puerto en Manila, y el abuelo del duque se enteró de que había sido premiado, buscó al caballero desconocido para repartir el premio. Catalina abrió aún más sus ojos asombrados cuando escuchó que a pesar de que el caballero se negó a cobrar su parte diciendo que no la había pagado, el abuelo del duque insistió en que había sido un pacto de honor y repartió el premio. El caballero le dijo entonces que necesitaba un socio honesto para montar un negocio, que pensaba buscarlo una vez instalado en Manila, pero que creía que no iba a ser necesario buscarlo.

—Y montaron un negocio juntos. Y se hicieron riquísimos los dos.

—Qué idiota.

—¿Quién?

—El abuelo del duque.

Catalina no habría vendido la mitad del boleto en plena travesía. O al menos, no habría insistido en repartir el premio con aquel señor que lo compró sin conocer el número y sin haber pagado su parte siquiera. Ella habría puesto sola el negocio, y habría vuelto al pueblo el doble de rica de lo que el abuelo del ciego volvió. Ella no habría demostrado a nadie que era honesta diciendo que el apretón de manos es un pacto de honor.

—Fo, qué burra eres, Nina. Le había vendido el número.

—Pero no se lo había pagado.

—Cucha, ¿y qué? Aunque no se lo hubiera pagado, era de ley que repartiera con el otro. La palabra de un caballero es la palabra de un caballero.

—Pero yo no soy un caballero. Y no se dice cucha, ni fo.

Las mujeres reían con ella. Y apenas sin darse cuenta, Catalina recuperó en aquella casa lo que había perdido en la suya. Isidora le enseñó a coser. Sentada junto a ella en una pequeña silla de madera escuchaba las historias que le seguía contando los domingos, cuando se la llevaba a su casa para pasar la tarde con ella y Modesto. Y le contaba también los cuentos que a Isidora le había contado su madre.

—¿Quieres que te cuente el cuento de la buena pipa?

—Sí.

—Yo no digo que sí ni que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa.

—Que te he dicho que sí.

—Yo no digo ni que te he dicho que sí ni que te he dicho que no, sino que si quieres que te cuente el cuento de la buena pipa.

Pasado un tiempo, la niña pidió ir también a casa de Isidora las tardes de los jueves. Isidora le hacía compañía, y ella acompañaba a Isidora. En ocasiones, iban juntas a la fuente. Isidora caminaba junto a ella, orgullosa del peso que podía cargar, un cántaro en la cadera izquierda y un botijo en la mano derecha. La veía tomar carrera y aminorar la marcha cuando llegaban a la casa de Lourdes, la viuda del alfarero. Su hijo estaba en la puerta cada vez que ellas pasaban.