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Y en la fuente las encontró Antonio a las dos juntas el día que acabó la guerra. Isidora escuchó el fandango que el hijo de Lourdes cantó para Catalina, y vio cómo ella le ofrecía un sorbo de agua de su cántaro.

29

Ese don Carlos vino aquí a emponzoñarlo todo. La familia se llevaba bien hasta que llegó, cuando se murió la madre de doña Victoria y él se encargó del reparto. Y estaba en el cortijo la noche que los mataron, señor comisario. Estaba en el comedor, lo mismo que la señorita. Y el hijo de la Isidora estaba en el pasillo.

No sé por qué no se lo han dicho ellos. Yo no sé por qué la señorita Aurora se empeña en decir que ella estaba en la cama cuando escuchó los disparos, y que el abogado ya se había ido para el pueblo. Yo no lo sé. Yo no sé por qué quieren decir que ellos no estaban allí. Yo únicamente le puedo explicar por qué no se lo he dicho yo antes.

Porque a mí no me gusta meter las narices en pleitos ajenos. Pero ahora que mi nieto está encerrado, y me pertenece el pleito, le digo que allí estaba ese liante, que el hijo de la Isidora no tenía motivos para decirme que allí lo vio sin haberlo visto.

Lástima de no habérselo referido la primera vez que hablé con usted, porque puede dar en creerse que hoy le ando con inventados para que suelte a mi Paco.Pero lo que le cuento es verídico, cosas verídicas y bien verídicas.

Como que el hijo de la Isidora le quitó al abogado la escopeta de las manos cuando llegó al comedor, que estaba manchada de sangre y por eso él vino a mi casa manchado.

Sangre había en la escopeta, sí. ¿Le extraña? Y mucha, como de haber pegado más de un fogonazo a bocajarro y el que recibió los tiros hubiera salpicado.

Los reventaron de cerca, ¿verdad usted?

Ahí lo tiene.

Nadie me lo ha contado. Yo sólo tiro del hilo y saco la madeja. Y a esos pobres desgraciados les tuvieron que estallar las venas. Igualito que hacen los niños con las tripas en las matanzas, las que sobran de hacer la chacina, que las llenan primero de agua y después las estrumpen.

Oiga, ¿y es verdad que al señorito Manuel, el marido de la señorita Aurora, se le escapaban las asaduras por las espaldas?

Eso van largando algunas lenguas que no gastan cuidado.

Claro, claro. Mayormente, las malsanas. Y dicen también que ése sólo buscaba los dineros, y que andaba en negocios más turbios que claros con el señorito Julián, el hermano de la señorita Aurora. ¿No le da a usted que se podría mirar por esa pista? Porque dicen que los cuñados eran uña y carne, y que entre los dos querían quitarse de en medio a don Carlos.

Por doquier hay que mirar, que mi nieto no ha sido, leche. Se lo digo yo.

¿Decía usted?

¿Y qué me quiere decir con eso?

Algo me quiere decir, y no puede. Por el sumario ése, secreto, ¿no?

Si tiro del hilo de la sangre, no sé.

Mancha algo más que la escopeta, sí. Y más allá de las manos.

El hijo de la Isidora no traía más que la que se fue con el agua por el pilón.

La ropa. La ropa tiene que manchar, señor comisario. Y los zapatos.

Quiere decirse que a mi nieto no lo han prendido sólo por la escopeta. Quiere decirse que lo ha señalado la sangre. Y que por eso no lo han de soltar. Y que usted lo sabe, como lo sabe mi Paco.

Yo no sé qué carajo demuestra eso. Pero sé que le queda a usted por demostrar que todo el que lleve cadenas merece estar encadenado, y que malo ha de ser.

Ya estamos llegando, sí, señor.

Recontra que viene dificultoso bajar de semejante trasto.

Que no. Que no me da esta pierna. Abra usted más la puerta, por el amor de Dios.

¿Cómo quiere que me fije en la forma y manera que ha bajado usted que tiene las caderas la mar de sanitas?

¿No está viendo que no? ¿Que me he quedado retorcido como animal en la trampa?

A ver.

No me coja de los sobacos, leche. ¿Qué ha de tirar de ahí, si no planto antes los pies? Usted déjese donde está, que yo me apoyo en su brazo.

Bueno, sí. Ya estamos, pero sabía yo que tenía que haber venido andando.

Antes de entrar, me va a permitir usted que le dé una conseja.

¿Me permite que se la dé, señor comisario, antes de dar por cierto que no he de ver nunca más a mi nieto sacudirse el barro en este umbral?

Porque si la cosa sigue como sigue, yo me habré muerto ya cuando él salga. Si es que antes mi Paco no se ahoga sin aire allí dentro.

Pues entonces, permítame que le diga que si yo fuera usted, no me quedaría tranquilo hasta no haber abierto el ropero del señor abogado. Busque.

Porque hay manchas que se ven en seguida. Pero por muy aseado que uno parezca, no tiene por qué ser menos guarro. Y hay limpios y limpios. Y hay otros. Los hay que saben esconder la roña. Que también se tapa lo negro con blanco.

30

Acabada la guerra, el ejército victorioso decidió celebrar un desfile por el triunfo conseguido. La gran parada marcharía al son de la orquesta municipal, y militares y civiles entonarían los himnos a su paso, glorificando la muerte en canciones que algunos traían aprendidas y otros se vieron obligados a aprender.

Los marqueses de Senara habían regresado de su exilio justo a tiempo de presenciar el júbilo militar Se dirigían con sus cinco hijas al ayuntamiento, donde verían desfilar a Leandro y a Felipe desde el palco de honor que les habían reservado junto a las autoridades. Al llegar a la acera del casino, encontraron a los Albuera sentados al abrigo de un velador. Don Ángel abandonó la rigidez de su postura al verlos llegar y se separó del respaldo de su sillón. Su esposa y su hija se inclinaban hacia él en una actitud, según le pareció a la marquesa, que indicaba que las mujeres intentaban convencerle de que cediera en algo. Los marqueses los saludaron, y la familia se levantó para corresponder al saludo.

—¿Como está Aurora?

—Mejor, mejor. Gracias.

Doña Carmen mintió. Desvió el interés de doña Jacinta por la enferma jugando a reconocer a sus hijas gemelas.

—Tú eres María, la de los pendientes azules. Y tú, Piedad.

—No, María es la de los pendientes blancos. Siempre te equivocas.

Las niñas rieron, les divertía el juego de la confusión. Se llevaron la mano a las turquesas y a las perlas que adornaban los lóbulos de sus respectivas orejas y encogieron los hombros. Doña Carmen les acarició las mejillas, y Victoria se dirigió a la marquesa.

—Jacinta, ¿verdad que podemos ir con vosotros al palco presidencial?

Su padre la recriminó diciendo que ya habían discutido ese tema, le rogó que no entretuviera a sus suegros, e insistió en asistir al desfile desde el lugar en el que se encontraban.

—Pero, papá, desde aquí no vamos a ver nada.

Los marqueses sugirieron que Victoria los acompañara. Don Ángel accedió a que su hija presenciara el desfile junto a la familia de su prometido, y él permaneció con su esposa en el velador.

Cuando los estandartes pasaron ante el casino, doña Carmen se puso en pie y, como todos los presentes, alzó la mano para cantar. No había reparado en que su marido apretó las espaldas contra su asiento y levantó únicamente la barbilla. Y no supo que lo habían detenido hasta que no vio cómo dos soldados se lo llevaban en volandas, sentado en el mismo sillón que se negó a abandonar cuando le ordenaron ponerse en pie, gritando que él sólo se levantaba ante el rey. Victoria tampoco dio crédito a sus ojos, y temió un nuevo aplazamiento de su boda, una nueva catástrofe, al ver a su padre bamboleándose aferrado a los brazos de su asiento camino de las dependencias carcelarias, entre el asombro del público que le escuchaba vociferar que el ejército no cumpliría su promesa de restituir la monarquía.