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Y yo le digo que no hay ley que se pueda comer, ni de antes, ni de ahora.

Lo que mis ojos han visto hasta aquí es que las escuelas se las han repartido siempre los mismos.

Y dale con la ley. Qué ley ni qué ley. Dígame de qué nos ha servido a nosotros la ley. Ni ésa, ni ninguna. ¿De qué me está hablando?

Pues si está escrita, escrita se puede quedar. La ley será la ley. Y yo no sé si habrá ley. Qué leche voy a saber yo.

No me venga con jerigonzas. Hábleme usted con palabras que yo pueda entender, no me ponga como ejemplo a mi nieto y no mezcle la ley con la justicia, que me está buscando la boca y me la va a encontrar.

¿Ah, sí? Pues entonces, dígame cómo es posible que mi Paco no intente salir del callejón donde le han metido. Dígame por qué no intenta salvarse. Y por qué no ha querido hablar con usted que lleva la ley en la cara. Dígame, ¿no será que sabe que no hay justicia que lo salve de la sangre que llevaba encima? Y dígame, señor comisario, dígame si usted va a buscar otras manchas. Y si el abogado las tiene, si lo ha de prender. Que la justicia será la justicia cuando el que haya tenido una escopeta en las manos lo mismo que mi nieto, y el que lleve la mancha de sangre lo mismo que él, acabe lo mismo en la cárcel. Y si yo veo que ése de camisa flamante acaba donde mi nieto, entonces no me hará falta saber qué carajo es la ley, y cuál es la diferencia con la justicia.

32

Los acontecimientos se sucedieron precipitados tras la marcha de los Albuera a la capital. Su hija pequeña empeoraba de forma alarmante. Los médicos se veían incapaces y Aurora deseaba regresar al cortijo, convencida de que iba a morir. Su madre llamó a Victoria y, al comunicarle los deseos de su hermana, la despojó del sueño que había madurado durante su luna de miel y que se concretó al entrar en el cortijo convertida en señora de la casa. Victoria se vio obligada a aceptar de mala gana que su familia se instalase de nuevo en «Los Negrales» creyendo que era un capricho de la enferma, sospechando incluso una secreta intención: fastidiar con su presencia su recién estrenada soberanía al obligar a su madre a regresar. Pero no había entendido bien. Únicamente Aurora regresaría. Sus padres no debían abandonar la capital hasta que el incidente del desfile dejara de suponer un riesgo para don Ángel. El alivio al escucharlo hizo que Victoria recuperara la autoridad perdida por un momento, y se sintió de nuevo dueña y señora de «Los Negrales».

—No te preocupes, mamá. Isidora y Catalina se harán cargo de ella, y la cuidarán, como antes. Tú quédate con papá. Y tranquila.

—¿Catalina? ¿Pero no se la has devuelto a tu suegra? ¿No le dijiste que te quedabas con ella hasta después de la boda?

La hija le contó, orgullosa de saber solucionar los problemas que acarrea el gobierno de una casa, cómo había resuelto el primer conflicto doméstico que se le había presentado. Cuando Catalina no quiso separarse de Isidora, ni de Justa, ni de Joaquina, Victoria habló con la marquesa de Senara.

—Ya sabes que Jacinta es un encanto, mamá. Y lo ha entendido perfectamente.

Catalina continuó al servicio de Victoria. Atendió de nuevo a la señorita enferma en cuanto regresó, y asistió impotente a su paulatino deterioro. Le llevaba las bandejas con la comida, y las retiraba sin conseguir que comiera. Leía para ella aunque no la escuchara. Repasaba palabra a palabra la Historia Sagrada, y las vidas de los santos en los libros donde Aurora le había enseñado a leer. Martirios y milagros; glorias, pecados, culpas, venganzas, castigos y arrepentimientos se mezclaban para salir despacio de los labios de Catalina, mientras Aurora se golpeaba el pecho con su escapulario apresado en un puño, sin oírla siquiera, desde su místico arrebato.

—¿Quiere que le cuente el cuento de la buena pipa?

Ella intentaba distraerla de su aflicción con otros cuentos, los que había aprendido de Isidora en las tardes de domingo.

—Yo no digo que se calle ni que no se calle, sino que si quiere que le cuente el cuento de la buena pipa.

Se ovillaba en el suelo junto a la mecedora de la enferma y la arrullaba con el tono de su voz hasta que se quedaba dormida. Dormida. Y así la vio por última vez. Dormida. Y corrió a buscar a la señorita que se había convertido en señora, para decirle que no despertaba.

—¿Cómo que no despierta?

—Que no despierta. Que no. Que siempre que me voy levanta los ojos y me dice gracias, Nina, y ahora no los levanta ni mijita

Victoria subió la escalera tan aprisa como su estrecho vestido se lo permitió, pero no pudo alcanzar a Catalina, que se encontraba arrodillada a los pies de la hamaca cuando ella entró en la habitación, acercando las puntas de sus dedos a un brazo de Aurora.

—¿Lo ve? A mí me da por barruntar que este sueño que tiene se parece mucho a la muerte.

Parecía dormida. Parecía abandonada a la comodidad de su mecedora.

—Calla, Nina, por Dios.

Su cabeza reclinada se deslizó hacia uno de sus hombros y sus manos resbalaron de sus piernas. La hamaca se movió con la presión que los dedos de Catalina ejercieron en el brazo de la enferma. Y Catalina apartó la mano como si la retirara del fuego.

—¿No está viendo que se menea el butacón, pero la señorita no se menea?

Victoria se acercó a su hermana sin atreverse a tocarla. Incapaz de comprobar si dormía, o no dormía.

Unas horas después, llegaron los Albuera. Encontraron a su hija menor en el pabellón de invitados rodeada de cirios encendidos en un catafalco improvisado. Yacía sobre un manto negro en la mesa del comedor de los trofeos, vestida con un hábito blanco, con el escapulario de la Virgen del Carmen sobre el pecho y las manos entrelazadas en su rosario de cuentas de cristal.

Las pompas fúnebres se celebraron con el mayor boato. Una carroza tirada por ocho caballos trasladó a Aurora al convento. Novicia de nuevo. Doña Carmen y Victoria la vieron alejarse por la avenida de álamos y no pudieron contar los automóviles que la seguían despacio, ni los jornaleros que culminaban a pie el cortejo detrás de los deudos. El padre de la novicia ocupaba el primer vehículo.Cuando supo que se encontraba fuera del alcance de la vista de su esposa, retiró de sus piernas la capa española que lo cubría y sacó de uno de los bolsillos de su chaqueta una petaca de plata. Su cuñado Federico, el marido de doña Ida, viajaba junto a él. Le observó beber con prisas, y esconder la petaca mientras se secaba una lágrima. Ambos cargaron el ataúd a hombros cuando la comitiva llegó al convento, ayudados por el marqués de Senara y sus dos hijos varones, y lo introdujeron en la capilla adornada con crespones negros. En el primer banco, don Ángel no cesó de acariciar la cinta de su sombrero, dándole vueltas con la misma lentitud con la que parpadeaba sin dejar de mirar al frente con un gesto de rencor, con los ojos clavados en el retablo del altar, en el Cristo que no le miraba, mientras don Matías celebraba la misa y rociaba con un hisopo el féretro de caoba cubierto de coronas de azahar que ocultaba a su hija. Las religiosas de la comunidad cantaban en el coro y, tras la celosía, la madre Amparo consolaba a la hermana portera. Los hombres cargaron el féretro de nuevo cuando el oficiante lo indicó y salieron con él de la capilla al paso de un réquiem. El padre entró al panteón del pequeño cementerio llevando en el hombro a su hija por última vez. Y fue el primero en ver la tumba abierta, el abismo que acogería al miembro más joven de su familia, y la lápida que no señalaba su nombre, ya que su esposa había decidido que la enterraran como sor Eulalia. Y en el mármol blanco que selló el hueco recién cubierto, fue el primero en leer la fecha de su muerte en letras grabadas en cobre, diez días antes de que llegase a cumplir los veinte años.

Pero ésa no sería la única pérdida que la familia debería afrontar. Antes de que hubieran podido asumir el dolor, antes incluso de conocerlo a fondo, cuando la salmodia en los rezos de Aurora no había enmudecido del todo, otra pérdida señalaría a los Albuera y Paredes Soler.