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Se preparaban ya para regresar a la capital, cuando el hijo mayor de los marqueses de Senara llegó a «Los Negrales». Felipe ostentaba un alto cargo militar, había decidido permanecer en el ejército una vez acabada la guerra y su ascenso fue rápido, probó su lealtad, paralela a su ambición, demostrando su valía con la dureza sistemática que empleaba en las misiones de represalia que le fueron asignadas. Acudió de uniforme al cortijo, y reunió a la familia en el gabinete para comunicarles, extraoficialmente, que Federico había sido detenido. El horror prendió en los ojos de doña Carmen que, sin darse cuenta, dirigió sus pasos hacia él.

—Acabo de enterarme. No puedo hacer nada, Carmen.

Doña Ida y su marido se habían marchado a Pamplona el día anterior, inmediatamente después del entierro de su sobrina, pero a él lo esperaban en la puerta de su casa y no había llegado a entrar. Doña Carmen intercedió ante Felipe. Y él insistió en que no podía hacer nada. Lo habían condenado a la pena capital enjuicio sumarísimo, y no tardarían en llevar a cabo su ejecución.

—Te aconsejo que dejes las cosas como están. Os estáis significando políticamente, Carmen. Tu marido armó una comedia en el desfile, pero lo de tu cuñado es alta traición. Lo mejor sería que os fueseis inmediatamente como teníais pensado.

—Pero tienes que hacer algo.

—Federico se ha metido donde nadie le ha llamado, y de ahí no hay quien lo saque. Ha sido condenado en un Consejo de Guerra.

—No puedo creerlo, Felipe. Es el marido de mi hermana. Habla con quien tengas que hablar.

—Escucha, esta vez no es tan fácil. Se trata de un separatista, de un traidor, de un canalla que ha puesto en peligro a su familia.

—¿A su familia? Pero ¿y mi hermana? ¿Dónde está mi hermana?

—No te preocupes, no le pasará nada. La he llamado personalmente. Ida no debe hablar con vosotros, y nadie deber saber que yo he hablado con ella.

Federico fue fusilado a la mañana siguiente. Y su viuda siguió el consejo de Felipe. Abandonó el país uniéndose a los vencidos en su huida, sin entender muy bien por qué debía marcharse, aumentando la larga fila de hombres y mujeres que se protegían del frío envueltos en mantas. Una extensa caminata, inexplicable, urgente e imprevista, la aguardaba. Atravesó a pie la frontera con Francia, ignorando las causas que habían llevado a su marido al paredón, confusa, desorientada y perpleja, con la más pequeña de sus hijas de una mano y cargando en la otra un bolso de viaje donde la premura le hizo guardar apenas algo de ropa, sus joyas y unas cuantas fotografías. Caminó detrás de su sirvienta, que llevaba a sus otras dos hijas de las manos y un fardo en la cabeza como único equipaje, una manta anudada en sus extremos, con sus escasas pertenencias y dos panes y un queso en su interior. Doña Ida acompañó la marcha de los hombres y mujeres que caminaban junto a ella en un silencio tristísimo. La derrota arrastraba carros rebosantes de enseres, los que los fugitivos habían podido cargar, donde aupaban a los niños coronando con ellos baluartes de colchones. Algunos padres conducían a sus hijos de la mano, y otros llevaban a hombros a los que no podían caminar.

33

Dese usted cuenta, señor comisario, dese usted cuenta que aquí todo llega a saberse por mucho que uno se empeñe en esconderlo.

Yo no le ando con acertijos. Ni a usted ni a nadie. Pero todo el mundo sabe más cuando se acuesta que cuando se levanta. Y ayer me enteré yo, como se enteró todo el pueblo, de que la familia vino entera para despedirse de las tierras, y de él.

Sí, señor. El duque ciego les compró el cortijo justo antes de que los mataran a todos. Ayer mismo me lo dijo a mí la Juana, después de irse usted.

Ya le dije que la hija va a casarse. Para ella ha comprado las tierras, que ese padre puede darle una dote la mar de redonda a la niña.

Hile usted los cuatro cabos, señor comisario. Si han vendido las tierras, ya no necesitan que el abogado don Carlos les lleve los asuntos en el pueblo. Y me extraña a mí que ése se quede tan campante. Que algo retorcido se le ve en los ojos, se lo digo yo. La primera vez que vino, recién muerta la madre de doña Victoria, a nadie le dio en pensar que detrás de esa cara de ángel se escondía la maldad, la maldad mismísima. ¿Cómo no voy a desconfiar de él? De esta baza a mí no me engaña, carajo, que ya estoy avisado y sé de qué pie le viene la cojera. Que mi santa no escuchó en vano lo que ese picapleitos recién salido de la escuela le dijo a don Leandro.

Ella, mi Catalina, escuchó que nombraba a la doña Ida y, como mi santa le tenía aprecio, se acercó, arrimó la oreja y se puso a escuchar muy atenta junto por junto de una ventana donde estaban los dos; una del caserón. El abogado le estaba diciendo al señorito que era de preferir que todo estuviera arreglado cuando a la tía Ida le diera por volver. Hacía más de media docena de años que estaba en Francia, y ellos hubieran querido que allí se quedara, pero no se quedó.

A doña Carmen, la madre de la señora, ya le habían dado tierra cuando a la hermana le llegó el aviso de que había muerto. Pero ella se cogió a sus hijas y a la muchacha que se había llevado, que estaba por casarse con un gabacho y dejó al novio más plantado que un olivo, y se vino para acá. Y luego después, se largaron todas para la capital. Pero se quedaron en el cortijo unos cuantos de días, y entonces fue cuando la Nina se apercibió de cómo era ese tunante. Y que lo que había de arreglar se dio prisa en arreglarlo.

Mire usted, las tierras que se ven desde el cortijo eran de las dos hermanas, unas cuantas de miles de fanegas, todas las que los ojos le den a ver desde arriba.

Todas, hasta que se le cansen los ojos de mirar. Todas, sí, señor. Y cuando la una se murió, que le dieron unas fiebres de esas que te dejan en dos días en el penúltimo aliento; la otra se quedó con lo justo para poner una casa de huéspedes que, por bien que estuviera, no dejaba de ser un trabajo para una señora que en la vida había sabido qué era eso de tener que ganarse las perras, ni las gordas, ni las chicas.

A Francia le mandaba el señorito Leandro los dineros que ella precisaba.

Porque desde que el suegro se quedó más allá que acá, cuando la hija que iba para monja se les fue para el otro mundo, el señorito era quien manejaba las tierras y controlaba los cuartos.

Todo se sabe, señor comisario. Lo que la Catalina no escuchaba detrás de la reja lo escuchaba la Justa, cuando no la Joaquina, y se lo contaban entre ellas. Lo referido al cortijo, en el cortijo se conocía; y lo de la capital nos lo hacía saber el Lorenzo, que entre idas y venidas nos ponía al tanto de los aconteceres de la doña Ida, que más de una vez y más de doscientas se llegó a la pensión a llevarle vino de aquí, y chacina, y aceite, y toda clase de viandas que encargaba doña Victoria que le mandaran.

¿No la han de querer? Pero si no había más remedio que quererla. Aunque según mi santa, no era por eso que la sobrina la llenaba de cestos.

Era que la conciencia es la conciencia, y por fuerza ha de doler cuando se lleva atravesada. Y ese mangante le ayudó a doña Victoria a meterse el sable en la suya, cuando su madre faltó y le compró a su tía su parte correspondiente. La doña Ida se conformó, que era de buen conformar, pero las hijas le pidieron cuentas a la prima, y la armaron gorda cuando el abogado les dio con los números, que los había apañado bien y requetebién, y les explicó que su madre no había salido malamente del reparto, que el campo no valía nada y que ni siquiera le habían desquitado lo que le mandaban a Francia. Y eso no lo escuchó únicamente mi santa, lo escucharon todas desde la cocina, que hasta allí llegaban los chillos que daban.

34

El tiempo que pasaba hacía languidecer en Victoria la apariencia de perfección de su matrimonio. Su marido administraba las fincas desde que su padre se postró en un estado de melancolía del que no deseaba salir, a raíz de la muerte de su hermana. Leandro había adquirido ante sus suegros un respeto que crecía a medida que los ingresos que generaban sus propiedades aumentaban, y doña Carmen, reticente en un principio a dejarlas en sus manos, no tardó en comprobar que su yerno era muy capaz de hacerse cargo de ellas y de sacarles más rendimiento que nunca, superando las dificultades que ocasionaba la penuria posterior a la guerra. Victoria presumía de su marido, que poco a poco se estaba convirtiendo en el sostén de la familia, y de la pasión por la tierra que ni ella misma sentía. Gozó de su primer año de matrimonio entregada a saborear su posición, y al orgullo de haber entrado a formar parte de una familia aristocrática. Disfrutaba visitando a sus suegros, asistiendo con ellos a misa los domingos, o paseando por la calle Real cuando el hijo de los marqueses de Senara la llevaba del brazo. Y cuando doña Amalia regresó de Portugal por un breve período de tiempo, justo el necesario para acompañar a su hijo ciego en la toma de posesión de su título, Victoria acudió a la casa azul a presentar sus respetos, y aceptó la invitación de doña Amalia, que propuso que los recién casados los acompañaran en su viaje de regreso para que Victoria pudiera conocer su casa de la playa.