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—Allí estamos muy solos los dos. Podríais pasar con nosotros todo el verano.

—Me encantaría, tía Amalia.

—Pues no se hable más.

Fue la primera vez que la llamó tía. Viajó a Portugal con ella, y se sintió dichosa. Y más dichosa aún cuando el nuevo duque contrajo matrimonio y regresó a la casa azul, porque ella comenzó a frecuentarla, o cuando su suegra aceptaba celebrar en «Los Negrales» la puesta de largo de alguna de sus hijas, y Victoria se consideraba anfitriona de las fiestas de la marquesa. Se convirtió en una perfecta anfitriona también de las cacerías, que volvieron a ser un punto de encuentro para las personalidades de la comarca y de fuera de ella, y para los altos cargos militares que aportaba su cuñado Felipe como invitados. Su vida transcurría dedicada a la gozosa tarea de representar con dignidad su papel de señora de la casa. Pero algo había en su marido que la inquietaba. Leandro parecía no tener prisa por formar una familia, la suya, y su falta de interés la apreciaba en su escasa preocupación ante un embarazo que no llegaba. Pasados los primeros años, la inquietud se convirtió en angustia; y cuando Catalina se casó y dio a luz una niña, Victoria comenzó a sentirse avergonzada ante Leandro. Y sospechó que él también sentía idéntica vergüenza, aunque la escondiera como un vendaje oculta una herida purulenta. Y lo supo un día que su cuñado fue a «Los Negrales» para acompañar a Leandro al molino después de comer. En la sobremesa, Felipe bromeó acerca de la descendencia al enterarse de que la hija de la antigua lavandera de su madre había tenido una niña.

—¿Catalina, la hija de la que violaron?

—Sí, pero no lo digas tan alto, que ella no sabe que a su madre la violaron antes de matarla.

—Pero si lo sabe todo el mundo.

—Pues ella no, y no hay ninguna necesidad de que lo sepa.

—¿Y ésa es la que ha tenido una niña? Pero si hace nada llevaba dos trenzas.

—Pues ahora sólo lleva una.

—Que no se diga, Leandro, ya ves que no es tan difícil, cuando hasta los criados saben hacerlo, que si me muero antes que tú y heredas el título, no tienes a quién dejárselo.

Felipe reía de su propia gracia sin advertir que Leandro había enfurecido y apretaba la servilleta contra la mesa intentando fingir que también reía.

—No seas grosero, Felipe, estamos con una dama.

Victoria enrojeció. Por cortesía a su invitado, esbozó una sonrisa. Y se levantó para decir que se encontraba fatigada.

—Si me perdonáis, voy a echarme una siesta. Isidora os servirá el café en la salita verde.

Los hombres se pusieron en pie para despedirla. Su marido se acercó a ella y ella se acercó a la puerta sin atreverse a mirarlo.

Sentados ya en la salita verde, Leandro le recriminó a Felipe su indiscreción y aceptó sus excusas mostrando una indiferencia por el tema que no llegó a convencer a ninguno de los dos. Desvió la conversación ofreciéndole un cigarro habano y cuando se disponía a encendérselo, Isidora pidió permiso para entrar. Él mismo le abrió la puerta, la miró depositar la bandeja sobre la mesa de centro y, al ver que se disponía a retirarse, le pidió que les sirviera el café. Los movimientos pausados de la criada parecían fascinar a ambos hermanos, que la miraban sin decir nada mientras ella llenaba las tazas, inclinada sobre la mesa. Y siguieron mirándola cuando les ofreció una a cada uno, y mientras caminaba para salir después de preguntar si a los señoritos se les ofrecía algo más. Los dos hombres la siguieron con la mirada hasta que Isidora cerró la puerta tras de sí. Sus ojos cazadores parecían lamentar un trofeo que se escapa. Pasaron unos minutos en silencio. Felipe se dirigió a Leandro, una vez que los pasos de la sirvienta dejaron de oírse.

—Vaya hembra.

—Pura sangre.

—Lástima de no haberla cabalgado cuando tuvimos oportunidad.

Isidora entró en la cocina llevando sus miradas en la espalda, cargando el peso de un fardo que no deseaba cargar,

—Chacha, qué susto nos has metido.

Justa se apresuraba a coser el borde de una esquina de un saco de trigo, y Catalina hacía lo propio con otro. De cada uno de ellos habían extraído unos cuantos granos que ya habían escondido en la alacena cuidadosamente envueltos en papel de estraza.

—¿Ya habéis hecho los cucuruchos?

—Hechos están.

—Hay tiempo, acaban de encenderse un puro. ¿Cuántos faltan?

—Los últimos eran éstos.

Una vez restaurada la arpillera que habían abierto, las mujeres depositaron los costales de trigo en el patio trasero junto a otros que se encontraban apilados contra la pared, en los que poco antes habían realizado la misma operación. Al cabo de una hora, dos jornaleros que habían llenado un carro con ellos se dirigían hacia el molino cantando al compás de las esquilas de las mulas que tiraban de la carga, escoltados por los hijos del marqués de Senara. Felipe cabalgaba delante vestido de militar y Leandro cerraba la comitiva llevando las riendas de su caballo en una mano y metiendo los dedos de la otra en un bolsillo de la chaquetilla de su traje corto, donde guardaba la autorización que le permitía moler el trigo. Felipe entregaría a la pareja de la Guardia Civil, apostada a las puertas del molino, el certificado extendido por las autoridades donde constaba que las cosechas no habían sido requisadas. Los hermanos marchaban al trote, mirándose en silencio de reojo. Competían entre sí de su destreza en el galope corto, ajenos al reparto que tenía lugar en la cocina de «Los Negrales», donde uno a uno, y discretamente, los peones del cortijo se acercaban a recoger un pequeño envoltorio de papel de estraza que se llevarían a sus casas. Sus mujeres tostarían en una sartén los escasos granos recibidos para hacer un simulacro de café, o los molerían en un molinillo fabricado por ellas mismas sujeto entre las piernas, dándole vueltas con un palo, con la paciencia sostenida por el deseo de conseguir un poco de harina para amasar un pan.

35

Es usted un hombre cabal, y eso se le nota al pronto. Por eso me extraña que haya dejado de buscar al hijo de la Isidora, que es quien podría hablarle de lo que pasó allí arriba; y que se empeñe en tener a mi nieto encerrado, que es quien no le va a hablar a usted, ni de eso ni de nada, señor comisario.

¿Conque sí, eh? ¿Conque lo siguen buscando?

¿Y es tan grande la capital como para no dar con él? Lástima. Porque él podría contarle mejor que ninguno lo que pasó aquella noche. Que me caiga muerto ahora mismo si no sabe él quién disparó la escopeta que reventó a los cuatro que han tomado tierra.

Es de suponer que, si estaba en el pasillo, el primer tiro lo tuvo que oír, por fuerza y sin más remedio. Y uno no se queda tan campante si escucha un tiro de cerca. Yo le digo a usted que el segundo lo escuchó casi junto por junto del que tenía la escopeta, y que el tercero y el cuarto los vio.