Que los tuvo que ver, leche, que el hijo de la Isidora no es de los que corren para atrás, que ése corrió para alante y se dio de bruces con el que tenía la escopeta en la mano. Y la sangre.
A mí me dijo que se manchó al quitarle el arma a don Carlos. Puede usted creerme y también puede no creerme, que es usted muy libre para usar su libertad.
No, no me dijo que le viera disparar. Y eso no se lo he dicho yo a usted. A mí sólo me dijo que estaba con la señorita Aurora, y que le arrancó al abogado la escopeta de las manos, y eso mismo le he dicho yo. Ni una palabra más, ni una menos. Que las palabras de más enredan las que se han dicho justas, y las de menos confunden lo que se ha dicho con lo que falta por decir.
Hará usted bien en enterarse, que a lo mejor pone en claro por qué estaba la escopeta en el chamizo de arriba, cuando en invierno mi nieto sólo usa el de abajo, y por qué estaba su Pardoen el cortijo y quién lo llevó hasta allí, que ese perro no ha conocido en la vida la lejanía de su amo.
¿Se le ofrece a usted otro poquito de vino?
Qué contrariedad, yo no bebo café, que estoy de la tensión, y por no beber no tengo ni pizca en casa, que mi nieto no toma tampoco. Nunca le gustó. Sin embargo mi santa se bebía hasta las zurrapas. ¿Allí le darán café a mi nieto por la mañana? ¿Me haría usted la bondad de decirles que no le gusta, que no se les ocurra obligarle a bebérselo?
Usted me perdonará, pero yo no sé las costumbres que tienen los que se ganan el pan cerrando puertas de hierro detrás de la gente. Y mi Paco es muy suyo, como lo era su madre, que nacieron los dos con el orgullo equivocado y desde el día primero lo llevaron hincado en la frente. Fíjese como sería la Inma, que durmió tres noches en esa silla porque mi Catalina no la dejaba menearse hasta que no se hubiera comido las lentejas. Ella, mi santa, que se quitaba el bocado de la boca para dárselo a los demás, le había puesto la mejor presa de chorizo. A mí me ha extrañado siempre ese empeño en servirse peor que nadie, y me sacaba del quicio cuando mi Catalina mejoraba mi plato a costa del suyo.
Cosa de las madres, sí. Eso será. ¿Usted tiene madre? La Catalina decía que lo peor de perder a una madre es perder sus brazos. Que los brazos de las madres se han hecho para acunar a los chicos y abrazar a los grandes. Y que por eso mi nieto es como es, porque su madre nunca lo abrazó.
Conque la Nina le endilgaba un mamporro a la hija cada vez que pasaba a su vera. Y la Inma apretaba los dientes y miraba al plato con una rabia que no sé cómo las lentejas no se echaron a correr, del susto que metía esa mirada, y eso que era bien chica la Inma. Hasta que la Nina se cansó, y porque vio que las lentejas habían cambiado de color, y en una de éstas, hizo que se tropezaba y ella misma tiró al suelo plato, chorizo y lentejas.
Pero mi nieto no va a esperar tres días. Si a mi nieto se le enfrentan, aunque sea nada más con un café, no se va a quedar arredrado en una silla.
Yo le explico a usted lo que haga falta, ¿qué es lo que no le ha quedado claro?
No se me haga usted el tontaina, señor comisario, que usted hila con madeja de ocho cabos.
Muy simple. El abogado no supo las intenciones que traía la familia hasta que no le pusieron el asunto delante mismo de su persona. Y si él se mudó de la capital a un pueblo como éste, sólo y únicamente para llevar los asuntos de los señores, y se ha quedado sin asuntos que llevar, algo le habrá escocido. ¿Me explico?
¿De verdad? ¿Ya tiene que irse?
Lo comprendo, sí, señor. Es usted un hombre ocupado.
Échese antes otro cigarro.
¿Y un licor? Tengo el de bellota, que está muy rico.
Yo tampoco lo había probado hasta hace unos años.
Ya le he dicho que le comprendo. Vaya usted con Dios.
Aquí estaré si precisa de algo.
36
Era casi de noche cuando Felipe decidió acercarse a «Los Negrales» a visitar a su hermano. Disfrutaba de unos días de permiso y no deseaba pasarlos escuchando reír a Piedad y María, las gemelas habían llegado a la edad de la risa y eran imparables en sus carcajadas sin motivo. Ni quería soportar las lamentaciones de sus tres hermanas mayores, que no encontraban con quién casarse y culpaban a la guerra de la escasez de hombres disponibles; se pasaban una a otra las quejas y se insultaban ente sí llamándose solteronas, apelativo que las acompañaría basta su muerte, muchos años después, tras una brutal convivencia cargada de reproches que comenzaron esa misma tarde cuando a doña Jacinta, su madre, se le ocurrió bromear diciendo que no debían ir siempre juntas, que se parecían a las gemelas cuando eran pequeñas y pretendían casarse las dos con el mismo hombre.
—Asustáis a los pretendientes, porque temen llevarse a una mujer y a dos cuñadas por el mismo precio.
Las gemelas retomaron sus risas y la madre añadió que ellas lo tenían peor aún.
—¿Dónde vais a encontrar a un santo que os aguante a las dos?
El marqués secundó la opinión de su esposa y se retiró a practicar una sonata al violín, huyendo del semblante sombrío que comenzaba a dar señales en sus tres hijas mayores. Felipe aprovechó la escapada de su padre, dejó que sus hermanas comenzaran con una discusión que no acabaría nunca y abandonó la casa después de ensillar su jaca. Le gustaba recorrer el camino hasta el cortijo cabalgando, entrar a galope por la avenida de los álamos y que todos le oyeran llegar, para poder presumir de la precisión de su parada a raya en el mismo umbral de la entrada. Se acercaba al arco de a «Los Negrales» cuando divisó a lo lejos la figura de dos mujeres que caminaban por la alameda. Apresuró la marcha, hundió las espuelas, castigó con la vara a su montura, se detuvo en una de sus precisas frenadas al llegar junto a ellas, y encontró frente a sí a Isidora y a Catalina. Quizá un poco asustadas, se apartaron a un borde del camino para alejarse del animal, que mordisqueaba su bocado soltando espumaradas de baba y subía y bajaba la cabeza rebelándose contra el ronzal que lo sujetaba.
—Felicidades, Nina, me han dicho que has tenido una hija.
—Agradecida, señorito Felipe.
—No tengáis miedo, no os va a morder.
—¿Y quién le ha dicho a usted que tengamos miedo?
Sí, tenían miedo. Y él saboreó el placer que le producía haberlas asustado.
—¿Es guapa tu hija?
—Más que yo.
—¿Y más que Isidora?
Al tiempo que Felipe hablaba, dirigió la cara de su caballo hacia el pecho de Isidora. La jaca cesó en sus movimientos de cabeza y le manchó con la espuma espesa y blanca que rezumaba entre los dientes.
—Un pura sangre reconoce a otro en cuanto lo huele.
Isidora se limpió con las faldas dejando al descubierto la transparencia de sus enaguas. Se cubrió al advertir que Felipe la miraba entornando los ojos, recorriéndola de abajo arriba sin dejar de acariciar el cuello del animal. La suavidad de sus caricias se hizo firmeza cuando Isidora se tapó las piernas. Felipe colocó la palma de la mano abierta sobre la testuz de su jaca, y la obligó a mantener su boca en uno de los hombros de Isidora.
Catalina se tocó la cicatriz de la mejilla antes de sujetar al caballo por las riendas y encarar al jinete.
—No es menester arrimarse tanto, señorito.
—Cuando tuve ocasión no me acerqué lo suficiente, ¿verdad, Isidora? Siempre hay una segunda oportunidad.
—Pues ya se ha acercado lo bastante, de forma y manera que nos deja usted seguir camino ahora mismito, que andamos apresuradas.
La diminuta mano de Catalina intentaba alejar al jinete. Felipe hizo un movimiento rápido con las bridas.
—Suelta, Nina.
Se apartó de Isidora y levantó las manos del caballo. Las mujeres aprovecharon para huir. Pero él se situó frente a ellas cortándoles el paso y se inclinó hacia Catalina.