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—Una mujer no debe sujetar la montura de un hombre. Nunca, Catalina.

Nunca sujetes mi montura. ¿Has entendido?

—Pues baje del púlpito ése, si quiere usted hablarme.

—Es con Isidora con quien yo quiero hablar. Y se ve que eres tú la que lleva prisa. ¿Por qué no te adelantas y nos dejas solos? Seguro que tu hija está berreando. Anda, ve a darle de mamar, que no te va a quedar ni gota cuando llegues. Mira cómo vas.

La camisa de Catalina dejaba ver un cerco empapado en el centro de sus dos pechos. Isidora se colocó delante de ella, y la ocultó de Felipe.

—Nada tenemos que hablar usted y yo, señorito.

Los ojos de Catalina asomaban furiosos por detrás de uno de los hombros de Isidora. Se había puesto de puntillas para poder ver a Felipe y se encaramaba sobre el cuerpo de su compañera intentando mantener el equilibrio.

—Dicho está. Siga usted su camino, que me da a mí que es usted el que lleva más que una mijina de prisa.

—Isidora sabe que no, que hace años que la estoy esperando. Adelántate, Nina, y espérala en su casa, que ella y yo tenemos pendientes unas palabras.

—Ni media palabra tengo que decirle yo a usted, y lo mismo debería decirme usted a mí.

—Vaya dos hembras con las que he ido a toparme.

—Dos hembras que tienen marido.

Felipe se echó a reír, saltó del caballo y acercó sus ojos a los de Isidora.

—Ya sé que te dieron un marido, pero antes te dieron otra cosa, que entonces no quise darte yo, y ahora sí te la quiero dar. Dile a Nina que se vaya.

Isidora sintió que sus piernas temblaban, intentó moverlas pero no la obedecieron. Quiso controlar la parálisis que se adueñó de ella y alargó los brazos hacia atrás. Así la sujetaban ellos, desde atrás. Así le impedían moverse. Así la besaron, y la acariciaron, y le separaron uno a uno las piernas mientras otro la sujetaba desde atrás. Felipe advirtió cómo la sirvienta se abandonaba aferrándose a Catalina sin oponer apenas resistencia, sin retirarse de su mano, que ya le había desabrochado la blusa y buscaba su carne estremecida. Consiguió acariciar su pecho, apretarlo, y llegar a uno de sus pezones, mientras acercaba sus labios al escote que se le ofrecía recién abierto.

—¿Te gusta, eh? Dile a Nina que se vaya. Te voy a dar lo que no te dieron esos brutos. Ven aquí. Ven.

No supo nunca que Catalina cogió una piedra. Ni pudo saber cuál de las mujeres le golpeó en la nuca cuando acababa de quitarse el sombrero y hundió su boca en el pecho de Isidora. No podría recordar cómo lo subieron al caballo, ni en qué estado lo condujeron hacia el cortijo. Pero recordaría los susurros de Isidora y el apremio en la voz de Catalina al colocarle las botas en los estribos.

—¿Lo habremos matado, Nina?

—Con vida lo hemos subido al caballo, y con vida ha de llegar al cortijo.

—¿Y si se cae?

—Ya se levantará. Y si no, que no se levante, que si no lo hemos matado nosotras, lo ha de matar el Modesto cuando se entere.

—El Modesto no ha de enterarse. Ni yo se lo voy a contar ni tú tampoco, Nina.

—Pues mi Antonio lo acaba.

—Tampoco el Antonio va a enterarse. Júramelo.

—Si no he de poder contarlo, reviento.

—Es de preferir que revientes tú sola, y que no te revienten los otros.

—¿Qué otros?

—Los que cierran la boca, y te la hacen cerrar.

—Pero el señorito no se va a quedar callado cuando despierte.

—Callará. Él sabe mejor que nadie que hay cosas que no conviene contar. Y tú lo tienes que aprender. Júramelo por tu hija ahora mismo.

No supo nunca qué manos le sujetaban la cabeza contra la crin del caballo, y quién le puso la brida entre los dedos. Pero sabe que una de las mujeres golpeó la grupa del animal y gritó.

—Arre, bonito.

Y que él abrió los ojos un momento, y que las mujeres habían desaparecido cuando se divisaba ya el cortijo y resbaló de la silla. Y supo lo que le contaron cuando despertó: que fueron Justa y Joaquina las que lo vieron llegar desde la alameda a lomos del caballo desbocado. Y que su hermano lo descabalgó ante la presencia aterrada de Victoria. Ambos habían acudido a los gritos de Justa y de Joaquina, que pidieron auxilio al verlo caer, al ver cómo el caballo lo llevaba arrastrando de un estribo. Felipe no quiso admitir la humillación que sentía. Dijo que había sufrido un desmayo, y que no recordaba nada más. La caída le ocasionó una lesión que le mantuvo postrado en cama durante más de un año, y una ostensible cojera que se agudizaba, sin que él pudiera controlarlo, cuando caminaba por «Los Negrales». A partir de entonces, sólo visitaba el cortijo cuando se veía obligado a ir, cuando no conseguía ninguna excusa razonable para evitar el compromiso. Temía encontrarse con las mujeres que lo habían vencido. Temía no poder ocultar la ira que le provocaba la sola presencia de Isidora. Temía enfrentarse a los ojos de Catalina, que Felipe adivinaba rebosantes de una rabia imposible de retener.

37

Mire usted, yo he aprendido lo mío en toda una vida que se me hace ya larga. Y sólo cuento los días que me faltan para que no me sirva de nada lo que sé, ni lo que no sé. ¿Para qué quiero aprender ahora a tener confianza?

Desconfío, sí. Porque eso es lo que me enseñó a mí mi madre, y a ella su gente. Lo que debería haber aprendido mi hija, y no aprendió, que entregó su confianza y se la devolvieron negándola. ¿Quién me dice que mi nieto no vaya a tener el mismo pago que su madre?

¿Y dice usted que le han puesto a ese abogado sin que él lo haya pedido?

Me extraña a mí que lo acepte, que él no tiene costumbre de semejantes usanzas.

Las usanzas de dar como propio lo que no se ha requerido siquiera.

¿Y cuánto he de abonarle? ¿Alguien le ha dicho que no tenemos una perra chica?

Rediós, no me venga con ésas, que no es buena hora para que se guasee de mí.

¿Cómo va a trabajar nadie sin un beneficio, leche?

Por mucho que usted me diga, señor comisario, no me va a hacer creer que se tomará la molestia de defender a un penado que ni le va ni le deja de venir, que eso no es corriente.

¿De buena fe? ¿Y es que puede ser fe si no es buena? Quien juntó esas dos palabras sabía que ni a la fe se puede agarrar uno, y que cuando se quiebra ya no se recompone.

Yo diré ante quien haga falta lo que sea menester.

¿Y usted puede entrar conmigo?

No sé. Me da a mí que no voy a saber referírselo con un orden.

Es que yo no soy bien hablado. Y he de mal colocar las ideas, de fijo.

Ya le dije el otro día que la primera persona de su condición que ha cruzado palabras conmigo ha sido usted, señor comisario.

Ya. Respiro, sí. Pero no es lo mismo. Con usted es de muy distinta manera. Hay amistad.

Y dígame, ¿podré ver a mi nieto después de hablar con el abogado?

¿Y me da su permiso para contarle a mi Paco lo que usted me ha referido?

Que don Carlos tiene una dentellada en la mano. Y que usted se la ha visto. Y que ese picapleitos alargó el dedo hacia el primer chucho que vio cuando usted le preguntó por qué estaba maltrecho, y era un perro muy chico para una mordida muy grande.

Aunque usted no pueda dar de fijo que no fue el Pardoel que le mordió, me da a mí que mi nieto va a descansar sabiendo que su perro no se fue por cuenta propia de su vera. Y le voy a decir que, el mismo que se lo llevó, bien pudo colocar la escopeta en el chamizo de arriba. Y que usted sigue buscando al hijo de la Isidora, para que le diga lo que a mí me dijo esa noche, que fue a don Carlos a quien se la quitó de las manos.

Yo le puedo decir que le hable a ese abogado que le han puesto, sí, señor, pero ya le expliqué cómo es parco. Mi Catalina decía que era más cortado que un jamón, y si hoy también le da por callarse, no hay cuchillo que le arranque tajada.

¿Ya tengo que entrar?

¿Y de fijo que no puede usted venir conmigo?