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Me perdonará la franqueza, señor comisario, pero a la Juana se le va el día en su balcón. Y más de una vez se la ha visto alargar el pescuezo, sin mijina de recato, para alcanzar a alguno que se le hubiera pasado de largo sin que ella se percatara de cómo iba y venía o dejaba de ir o venir. Y por mucho que le haya preguntado usted por esa familia, lo del señorito Agustín queda a una hartura de lejos para que le haya contado de él sin ser alcahueta. ¿Es, o no es?

Es.

Es. Efectivamente.

Mujer, y de las que quieren controlar. Primero, lo saben todo; después sueltan lo que les da la real gana; y de últimas, se callan lo que les conviene. Y, de fijo, lo que se quedan es lo que les vale para seguir controlando.

No, hombre de Dios, usted no. Ni yo tampoco, no vayamos a confundirnos de rasero, lo que le estoy refiriendo del señorito Agustín viene al hilo de lo que usted me va preguntando acerca del hijo de la Isidora. Pero si no precisa saberlo, no se lo cuento.

Entonces, le cuento que a mi difunta se le metió en la sesera que era cosa de arriba, que si les hubieran devuelto el hijo a la Isidora, capaz que el señorito Agustín les vivía otros veinte años, cuando menos. Y que la justicia es la justicia. Y que le tocaba penar a doña Victoria, que no tenía perdón de Dios por no haber sentido ni tan así de culpa, ni siquiera cuando mandó derrumbar la casa que levantó el Modesto con sus manos propias, que la mandó tumbar para olvidarse de ellos, a sabiendas de que estaba mal hecho, y le había salido por la culata. Decía que tanto disparate no era de ley que quedara sin castigo, y que no sentir la culpa es un pecado muy grande, y al que no la siente no le dan perdón porque nunca lo pide. Mira si hay Dios arriba, Antonio, que a cada cual le manda su propio pañuelo para limpiarse, me porfiaba, porque yo no soy muy creído. Y no era con maldad que lo decía, que mi Catalina era una santa, que ahí sentada donde usted, la he visto llorar a mares por ese inocente. Pero cuando a la Nina le daba por sus trece, no había quien la sacara. Y en la mitad del lloro, se sonaba, se guardaba el moquero en el canalillo del escote, se acercaba a mí sin levantarse, me miraba muy fijo, y me lamentaba: «Primero la culpa, después el perdón y, luego, que el olvido llegue cuando tenga que llegar. Y solo, sin que nadie lo ayude.» A lo mejor, yo no digo que no. Aunque a mí me parece que el olvido es el único que limpia las culpas.

El perdón sólo distrae por un rato las conciencias.

Sea como sea, los señores, si quisieron limpiarse por dentro, lo hicieron remalamente, porque ni el olvido se hace a la fuerza ni ellos han venido nunca a pedir perdón.

Porque doña Victoria, desde entonces, no ha vuelto al cortijo, y don Leandro, contadas las veces. Me parece a mí que sólo una vez volvió él, con la hija. Por eso me extraña que estuvieran allí.

2

Sus pezones escondidos surgieron bajo la tela de su camisón cuando él los rozó al reconocerla, menudos, erectos, peligrosos como un volcán. Ella se ruborizó, y la madre superiora apartó la mirada. Quién hubiera podido evitar estremecerse ante el candor de la joven enferma. Su rubor provocó en el médico una ternura inquietante. Cómo impedir que sus dedos volvieran a rozar levemente su pecho; cómo ignorar su tibia erupción. El rubor de la novicia aumentaba, y también el desconcierto del medico, que retiró el fonendoscopio y dejó de auscultarla.

Nadie le dijo su nombre. Él se dirigió a ella llamándola hermana.

—Tosa, hermana.

La hermana se acercó un pañuelo a la boca. Tosió, y escondió el pañuelo. El médico sospechó que manchaba al toser y la enferma se lo confirmó antes de que él preguntara.

—Es sólo un poquito de sangre, doctor.

—Enséñemela, hermana.

La fiebre daba un brillo desmesurado a sus ojos y el miedo los mantenía fijos, oscuros y húmedos, en los ojos del médico. Él la arropó sin dejar de mirarla, mientras la madre superiora se aferraba al crucifijo de un rosario que colgaba de su cintura y ella apretaba su pañuelo bajo el colchón.

—Enséñeme ese pañuelo.

Una mujer enlutada, que no se había apartado de la cabecera de la enferma, dejó de enredarse en los dedos los flecos de su mantón y le arrebató el pañuelo a la novicia.

—Mírelo, señor doctor. Hace cuatro días que escupe sangre.

La visita al convento se convirtió para el médico en el momento más esperado de la jornada. Todas las tardes, a excepción de los domingos, llegaba a la clausura a las seis en punto, y la hermana portera le entregaba una campanilla que debía atarse en uno de sus tobillos para que las religiosas se ocultaran a su paso. El médico reprimía el deseo de sonreír al hacer sonar su campanilla, mientras imaginaba el vuelo de los hábitos blancos, las novicias apresuradas buscando rincones donde esconderse, algunas de ellas, quizá, sucumbiendo al temblor de mirar, a la tentación de ver sin ser vistas. Nunca descubrió a ninguna, pero las adivinaba agazapadas después de su carrera, escudriñándolo desde las celosías.

La madre superiora le esperaba en el claustro y le acompañaba a la celda de la enferma. Sólo cuando se acercaban al último pasillo que debían recorrer, el médico comenzaba a avergonzarse de la música diminuta que tañía su tobillo izquierdo; y al llegar a la habitación de la novicia, desataba su campanita y la guardaba a hurtadillas en el bolsillo del chaleco, en tanto la superiora llamaba con los nudillos a la puerta y la empujaba al mismo tiempo.

—Ha venido el médico a verte.

La novicia se incorporaba y cubría sus hombros con una mañanita de algodón.

—¿Estás preparada?

—Sí, madre.

Y cruzaba los brazos sobre el pecho.

Él la observaba desde fuera mientras esperaba a que le dieran permiso para entrar.

—Pase, don Andrés.

—¿Se puede?

—Adelante.

—¿Cómo se encuentra hoy?

—Mejor.

—Ahora vamos a ver si sus pulmones dicen lo mismo, hermana.

El azoramiento de la novicia se fue convirtiendo poco a poco en un placer que la joven no reconocía. El médico sí. El médico descubrió los gestos sensuales que adornaban su ingenuidad cuando la novicia abrió su mañanita de algodón y se apartó el pelo de la frente, antes de retirar hacia los hombros el escapulario que reposaba en su pecho; y supo en ese instante que sólo para él retiraba el escapulario, y sólo para él apartaba el mechón de su frente. Desvió la mirada de los ojos brillantes de la enferma y, sin haberla auscultado, se dirigió a la mujer enlutada.

—Me ha dicho la madre Amparo que es usted quien la cuida.

—Sí, señor, desde que era una niña endeble.

—¿Le ha puesto el termómetro?

—Sí, señor, y está en calentura. Ni de día ni de noche la deja en paz, por muchos pañinos fríos que yo le ponga.

—¿Cómo se llama usted?

—Felisa, para servirle.

—Dígame, Felisa, ¿cómo van las manchas del pañuelo?

—Ya el pañuelo no da a basto, ahora le tengo que arrimar la palangana, que son borbotones de sangre.

—¿Y es sangre roja?

—Roja es, y limpia, señor doctor, como si la niña tuviera una vena abierta en la garganta.

El médico recomendó el ingreso inmediato de la enferma en un hospital. Y la enferma le miró negando con la cabeza. Una súplica silenciosa que aprovechó la madre superiora para decir que ella no podía tomar esa decisión.

—Doctor, no podemos sacarla de aquí si no habla usted antes con sus padres, los señores de Albuera. Su madre, doña Carmen, es una Paredes Soler.

La mirada de la novicia seguía clavada en sus ojos; el médico lo notó en el súbito deseo de volver a mirarla.

3

¿Qué le dije yo antes, que volvió, o que no volvió?

¿Y usted cómo sabe que el hijo de la Isidora volvió para mi casa después del jaleo?