—¿Cómo se llama?
—María Inmaculada de la Purísima Concepción.
—Como la Virgen.
—Como la mismísima Virgen, señora.
Acompañó a Catalina a su casa caminando, tras invitar inútilmente a la sirvienta a subir a su automóvil. Regresó cargada de cántaros y botijos y se marchó esa misma tarde. Al abandonar «Los Negrales», en el mismo instante en que dejaron atrás la alameda, sus hijas le pusieron al corriente de la discusión que habían mantenido con Victoria y con su abogado. Indignadas por el precio que habían puesto a sus tierras, se interrumpían unas a otras lanzando improperios contra su prima. La madre intentaba calmarlas, pero ellas no permitían la calma. Doña Ida nunca quiso conocer los detalles de aquella discusión, pero las jóvenes aprovechaban cualquier circunstancia para reprochar el comportamiento de Victoria de forma recurrente. Y cuando doña Ida decidió abrir una pensión en la capital y se enfrentó a los primeros contratiempos, o incluso cuando los problemas se solucionaban, su nombre aparecía siempre cargado de un violento rencor.
—Nos irá bien, no os preocupéis.
—Mejor le irá a Victoria, mamá.
Ninguna de las tres regresaría jamás a «Los Negrales». Doña Ida les recriminaba su actitud, e intentaba hacerles comprender que gracias a aquella venta pudo poner el negocio que les permitía vivir.
—Victoria es la que ha hecho un magnífico negocio, mamá.
E insistían en que rechazara las cestas que enviaba. Pero la madre les ordenaba callar, alegando que no consentía que hablaran mal de su familia y que los productos que le llegaban suponían una importante ayuda para su economía. Ninguna de las tres volvería a ver a su prima. Y cuando Victoria decidió instalarse en la capital, ninguna respondería a sus llamadas. Desaparecían al tiempo que anunciaba su visita, y regresaban después de que ella se hubiera marchado. Se negaron a conocer a sus hijos, ignoraban las invitaciones a sus fiestas, y al llegarles el momento de casarse, ninguna la invitó a su boda. Doña Ida fue la única que mantuvo una discreta relación con su sobrina, y fue la única que regresó a «Los Negrales» en dos ocasiones: para asistir a la fiesta de la hija mayor de Victoria, cuando la niña cumplió los quince años y la invitó personalmente, y para acompañar a su sobrina en su dolor por la pérdida de su hijo Agustín. Ni siquiera entonces pudo convencer a sus hijas de que la acompañaran. Doña Ida acudió del brazo de Aurora al cementerio del convento, y tras el entierro de Agustín, depositó unas flores en la sepultura de su hermana Carmen, sabiendo que era la última vez que la visitaba. Se sentía cansada. Sabía que los años la habían llevado a la vejez, aunque ella no se hubiera dado cuenta hasta ese momento. Le pidió a Aurora que la ayudara a inclinarse hacia la lápida y se despidió de su hermana en voz baja.
—Te veré pronto, Carmen, pero no aquí. Aquí hace tiempo que no hay sitio para mí.
Poco después, murió rodeada de sus hijas y de sus nietos en el pequeño apartamento que había habilitado en la pensión que seguía regentando con la ayuda de Elo, la sirvienta que la siguió hasta Francia, la mujer que en tiempos de penuria la ayudó a vender perrunillas por las calles de Elne, horneadas por ellas mismas en la pequeña cocina del apartamento que alquiló hasta que pudo permitirse una casa más apropiada, cuando comenzó a llegar la renta que le enviaba Leandro. Elo tenía su mano apretada entre las suyas durante su agonía.
—Elo, hijita, haz un último esfuerzo por mí.
—Lo que usted mande, señora.
—Dile a las niñas que recen por su prima Victoria.
Las hijas no olvidaron incluirla en sus plegarias, pero ninguna de las tres quiso avisarla de que su madre había fallecido.
Doña Ida dejó escrito en sus últimas voluntades que deseaba ser enterrada en la capital. Y sus hijas interpretaron el gesto como un triunfo que su madre les brindaba. Ella fue la primera Paredes Soler que negó el privilegio de ocupar el panteón familiar. El hueco que tenía reservado en el cementerio del convento permanecería vacío. Su madre había protestado, finalmente, y en el silencio de aquella lejana tumba había hecho oír su protesta.
41
Nunca había tenido tanto frío. Ni tan siquiera cuando las noches se cierran y él no tiene dónde encerrarse. Eso me ha dicho. Que el frío que le ha entrado ahí abajo no hay manta que lo tape. Y que está solo. Solo me ha dicho que está. Y que únicamente hablando conmigo se le pasa un dolor mal puesto que tiene. Que se le han abierto las honduras y es por ahí por donde se le cuela el frío. Y le duele. ¿Sabe por qué, señor comisario? Porque es buena gente. Y a la gente que es buena no le pasa de largo estar donde mi nieto. Me ha dicho que no puede dormir, y me ha preguntado cuántos techos habrá por encima de su celda, que capaz que por eso no puede, que él únicamente ha dormido al raso, o con un solo techo tapándole el cielo. Nunca le he oído hablar tanto. Nunca me había dicho antes que de chico lloraba a escondidas, que se pasaba las noches debajo del catre mirándose la mano, lo mismo que ha hecho ahí adentro. Los zagales querían tocársela, y él huía de ellos porque no daba en encontrar las palabras para explicarles por qué no se dejaba tocar. Nunca me había dicho que empezó a callarse cuando supo que no las encontraría, que él tampoco sabía por qué no le gustaba que nadie se la tocara. Nunca me había relatado que más de una vez y más de doscientas mi Catalina le hubo de aclarar que su madre había muerto y que no vendría a por él, y que no era una loba, y que su mano no era la mano de un lobo como le decían los niños del pueblo. Y que su padre tampoco era un lobo, aunque nadie supiera si llevaba un animal en las entrañas. Tal que así me lo ha referido, que los niños le metían espanto diciéndole que una loba vendría a buscarlo.
Cosas de chiquillos, sí. Pero yo nunca supe, y hoy lo he sabido, que a mi Paco le asustaba la Mano Negra más que a los otros, y que no se la debería de haber mentado cuando chico. ¿Quién iba a figurarse que un cuento chino con el que asustan los padres a los hijos lo iba a dar por cierto mi nieto a pies juntos? Y hoy he sabido que ahí no estuve acertado. No, señor. No estuve acertado en decirle que la Mano Negra se lo iba a comer, y que vivía allí arriba. Más me hubiera valido asustarlo con La Peleca, como todos hacían, o con La Peregrina, una pobre mujer que andaba siempre por los destrozos del palacio. El mismo partido habría sacado cuando me rompía un cacharro recién cocido, que roto estaba y nadie lo iba a componer. ¿Quién iba a figurarse que el niño creía que las lobas tenían negras las manos? ¿Cómo iba yo a saber que estaba asustando a mi nieto con mi propia hija, con su propia madre? Y también he sabido que mi santa se lo llevaba al cortijo cuando los señoritos no estaban para que el niño viera que allí no vivía, y que le hizo jurar a mi Catalina que en la vida se lo contaría a su abuelo. Y no me lo contó. Ninguno de los dos me dijo nunca que mi Paco no podía dar por cierto que yo le mintiera. Y ella, que reventaba por dentro si no soltaba lo que sabía, se fue a la tumba sin decirme que mi nieto no era un cobarde, que de la mano de su abuela se iba para allá arriba, con el susto calado en el alma, a buscar las patrañas que yo le decía, y que no las encontró nunca.
¿Sabe, señor comisario? Cuando mi Catalina lo dejaba con los juguetes de los señoritos, él se iba a buscar las escopetas de verdad.
Sí, señor. Se iba al caserón y cogía las escopetas por si aparecía la Mano Negra y no era su madre. Y dice que un día disparó. Que apoyó el arma en la mano mala y metió dos dedos de la buena en el guardamonte y apretó el gatillo. Pero no salió ningún tiro porque él no sabía que era menester cargarlas. La víspera que murió mi madre fue eso. Mi santa se lo subió para arriba por quitarlo de en medio. Y cuando mi nieto volvió, ya había muerto una madre de las dos que tenía. Y se hizo mayor barruntando que la madre que no llegó a conocer seguía viva, y que vivía allí arriba.