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Verídico. Sí, señor. Como se lo estoy contando. De forma y manera que no es de extrañar que mi Paco haya crecido metido para adentro. ¿Es, o no es?

Es.

No, hombre de Dios. ¿Cómo va a seguir creyéndolo? El día que le dimos tumba a mi madre, yo le enseñé la de la suya. En el nicho de la loma hay un retrato. Ya estaba muerta cuando se lo hicieron, pero como no teníamos ninguno y parecía dormida, mi santa le dio una poca de color en los labios para que le tiraran una foto y pudiésemos tener un recuerdo de ella. Tenía que haber visto usted a mi nieto cuando le dije que su madre estaba enterrada allí dentro, y que esa cara tenía. Lo aupé en brazos, para que llegase al cristal y pudiera tocarla. Angelito, plantó la manita tullida en el retrato y acarició a su madre. Después, no sé cómo, se hizo añicos el cristal y la sangre le resbaló hasta el codo. Pero no soltó ni un mal quejido. Todavía se acuerda. Para él fue mejor que para nadie decir que su madre era guapa. Y nunca más consintió que los niños del pueblo se la mentaran. Se pegó con todos. Y luego después, no se pegó con ninguno porque siempre andaba solo. Y a nadie más hubo de decirle que su madre era guapa. Y era guapa. Lo era de verdad.

Aunque las madres siempre eran guapas.

Todas, de jóvenes, eran guapas.

Ah, ¿no? ¿Usted ha escuchado a alguien decir que su madre era fea?

¿Era guapa su madre, señor comisario?

42

Desde el momento en que Victoria tomó al niño de Isidora en sus brazos ya no quiso desprenderse de él. Desconocía el impulso que la llevó a pedirle que lo subiera a su habitación. En realidad, no deseaba verlo, pero cuando Isidora se lo mostró, y el niño esbozó una sonrisa, ella se sintió menos triste. La sirvienta fue la que se lo puso en los brazos, al ver que los ojos enrojecidos de Victoria mostraron una emoción que se parecía al consuelo. Se apenó de ella. Y se alegró al verla superar poco a poco el dolor por la muerte de su madre. Isidora no tomó en serio la petición que Victoria le hizo. Ella creyó que hablaba por hablar cuando le propuso adoptar al bebé, y a pesar de los recelos de Catalina, que encontraba la actitud de su señora excesivamente posesiva y le aconsejaba que permitiera que otra mujer lo cuidara, lo llevó con ella al cortijo hasta que el niño cumplió los cinco años. Y una tarde de junio, cuando las hijas gemelas de los marqueses de Senara cumplieron su sueño de casarse las dos el mismo día, Isidora lo arrancó de las manos de Victoria durante el banquete nupcial, sin saber que Victoria se lo reclamaría y que ella no podría negarse a entregárselo, vestido de domingo, antes de que hubiera pasado una semana.

La llegada de las novias a la iglesia parroquial había sido un espectáculo. Todo el pueblo se arremolinó a la puerta para verlas entrar del brazo de sus hermanos. Leandro fue el padrino de Piedad, y Felipe el de María.

 El marqués firmó como testigo de los esponsales, no quiso llevar al altar a ninguna de sus hijas, evitando así el riesgo de estropear la exquisitez del enlace sacando un pañuelo a cada instante, para secarse el sudor que le empapaba siempre que acudía a la parroquia. Al término de la ceremonia, los novios escucharon los vítores de los curiosos que se arremolinaban para ver a las hijas pequeñas de los marqueses de Senara salir de la iglesia, caminando bajo los sables alzados que los compañeros del regimiento de Felipe cruzaban sobre sus cabezas. Las gemelas habían escogido dos trajes de novia muy diferentes. Deseaban disfrutar juntas el día de su matrimonio, pero preferían no parecerse tanto, ser dos, pero ser únicas.

El banquete de la doble boda se celebró en «Los Negrales». Isidora observaba a las novias intentando diferenciarlas, y no miró hacia el vino que escanciaba en la copa de Felipe. Leandro, sentado frente a él, vio cómo lo derramaba.

—Isidora, ¿quieres prestar atención, que parece que estás mirando las musarañas?

—Perdone usted, señorito, estaba mirando a sus hermanas y no me he fijado.

—Pues hay que fijarse. Y haz el favor de no llamar musarañas a mis hermanas.

—¿Yo?

Las carcajadas de Leandro y de Felipe aturdieron a Isidora, y al intentar limpiar con un paño el vino derramado, tumbó la copa y la vertió entera. Victoria observaba la escena desde el otro lado de la mesa, y le indicó que se acercara.

—¿Dónde está el niño?

—En la cocina con Justa, señora.

—¿Lo has vestido con la ropa que te mandé?

—Aviado como un príncipe está con ella.

—Tráemelo.

La expresión de Isidora fue cambiando paulatinamente apenas sin que ella lo advirtiera. Atravesó el jardín llevando orgullosa a su hijo de la mano, y lo condujo hasta la mesa donde Victoria tornaba café con sus tres cuñadas solteras, que no dejaban de abanicarse golpeándose el pecho como si de una penitencia se tratara. En cuanto Victoria vio que la sirvienta se acercaba, se puso en pie, se inclinó hacia el niño y le deshizo el lazo que su madre acababa de anudarle bajo el cuello almidonado de la camisa.

—Hay que hacerlo así. ¿Lo ves?, así. Es una doble lazada. Y las cintas del gorrito deben caerle por atrás, no de este lado. Eres un desastre, Isidora.

La madre quiso rectificar la posición del sombrero, pero Victoria le apartó la mano y le ordenó que continuara atendiendo a los invitados. Se marchaba ya, algo contrariada, cuando el niño comenzó a llorar. Isidora se dio media vuelta. Victoria continuaba inclinada hacia él.

—Yo no quiero ser una niña, mama.

—No se dice mama, eso es una ordinariez, se dice mamá.

Las tres hijas de los marqueses se habían acercado para consolarle.

—¿Te dice mama?

—Sí, desde pequeño, es que pasa más tiempo conmigo que con su madre.

Al oírlas, la cólera de Isidora la llevó a caminar de prisa. Llegó junto a ellas, cogió al niño de la mano, le quitó el sombrero y el lazo que llevaba al cuello, lo cogió en brazos sin decir palabra, y se fue con él a la cocina. Catalina la vio desnudar a su hijo encendida de furia.

—¿Qué ha pasado?

—Que la señora se cree que es suyo.

—Si me hicieras una mijina de caso, no te pasaría lo que te pasa. Déjalo al cuidado de mi suegra, que se haga cargo como de la Inma.

Al día siguiente, Isidora fue sola al cortijo. Y sola le subió el desayuno a Victoria. Ninguna de las dos mujeres se dio los buenos días.

—Dile al niño que venga a darme un beso.

—El niño no está.

—¿Dónde está?

—Está donde tiene que estar.

Y sin dar más explicaciones, salió del dormitorio. Victoria se retiró la bandeja de las piernas. Saltó de la cama, se puso una bata sobre el camisón y sin haber desayunado corrió escaleras abajo. Era la primera vez que abandonaba su habitación recién levantada. En zapatillas, despeinada y sin vestir, caminaba hacia la cocina, pero se detuvo al ver a Catalina al final del pasillo.

—Nina, ven aquí.

Entró en la salita verde. Catalina la siguió asustada, Sabía que Isidora había provocado una tormenta.

—Usted me dirá, señora.

—¿Dónde está el niño?

—¿Qué niño?

—¿Qué niño va a ser?

—Yo qué sé.

—Lo sabes perfectamente.

—Yo no soy quién para contarle a usted de ese niño.

—Catalina, no te consiento que uses ese tono conmigo. ¿Te enteras?

—Sí, señora.

—Dime dónde está.

—Yo no lo sé.

—Está bien, ya veo que es inútil. Dile a Isidora que venga.

Tres días tardó la madre en decir que su hijo estaba al cargo de la suegra de Catalina.

—Vamos a llevarnos bien, Isidora. Vamos a llevarnos bien.