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Victoria intentó convencerla de que volviera a llevarlo al cortijo, le prometió que lo trataría como a uno más de la familia, que lo educaría en los mejores colegios y, ante su negativa, la acusó de egoísmo al impedir que recibiera la educación que haría de él un hombre de provecho. Ningún argumento era válido para Isidora, que respondió que hacía tiempo que Catalina le estaba enseñando a su hijo a leer y a escribir. Victoria continuó buscando la forma de convencerla, la amenazó con despedirla, como también a Catalina. Y las dos le contestaron lo mismo:

—Haga usted lo que crea menester, señora.

Pero Victoria lo pensó mejor, despedirlas supondría reconocer su derrota. Debía encontrar la manera de someterlas. Además, no le convenía perder a dos criadas al mismo tiempo. Recordó las palabras de su madre cuando le aconsejaba cómo tratar a la servidumbre. Las criadas son enemigos pagados, decía siempre. Hay que ganarse su respeto demostrando autoridad, y hay que procurar no darles a conocer las propias debilidades. Isidora y Catalina la habían visto débil, ella debía recuperar su fuerza. Y recordó la firmeza de su madre ante Isidora, cuando la sirvienta regresó del frente del sur. Y recordó que, antes de marcharse a la capital, le había abierto el secreter del gabinete para mostrarle unos documentos. Le pidió que los guardara siempre, a no ser que Isidora y Modesto los necesitaran. Y le enseñó el cofre con la medalla de Quica, haciéndole jurar sobre la Biblia que nadie sabría de su existencia. Victoria sacó los avales que certificaban que Isidora y su marido eran afectos al régimen, le exigió a Leandro que se los mostrara a Modesto, y le puso en las manos el cofre, el secreto que hasta entonces había guardado. Catalina los oyó gritar a los dos, dejó la ropa que se disponía a tender al sol y se acercó a la puerta del gabinete.

—Y enséñale esta medalla.

—¿Por qué no lo haces tú?

—Porque estas cosas las resuelven mejor los hombres. Habla con Modesto, dile que lo traiga mañana. Y mañana mismo nos vamos.

—Ese niño no es tuyo.

—Ni ése ni ninguno, porque tú no eres capaz de dármelos.

—¿No será que tú no eres capaz de dármelos a mí?

—Me voy con mi padre, Leandro, con el niño o sin él. Pero te advierto que si me voy sola, no volveré a verte en lo que me queda de vida. Si no me lo llevo, ya te puedes buscar otro cortijo, porque te voy a dejar en la calle.

Catalina corrió a buscar a Isidora y le advirtió de que Victoria tramaba robarle a su hijo. Isidora buscó a Modesto, le dijo que se negara a llevar al niño al cortijo si el señorito se lo pedía, y él no pudo dar crédito a lo que su mujer le contó hasta que Leandro le mostró los documentos, diciéndole que aún bastaba un solo dedo para mandar a prisión a los traidores a la patria.

—¿No querrás pudrirte en la cárcel, verdad?

—Ha pasado mucho tiempo de eso.

—La traición no se olvida, Modesto. Podéis ir los dos a prisión, si os denuncia cualquiera y yo rompo estos avales. ¿Qué sería del niño entonces?

—Usted no sería capaz, señorito.

Leandro le reveló entonces que sabía que Isidora había matado a un hombre. Sacó del cofre la medalla de Quica. Se la mostró. Y le amenazó con entregar a su mujer a la justicia. Añadió que el asesinato tampoco se olvida, y que Isidora podría ir al patíbulo.

—Tu mujer puede acabar en el garrote vil.

—No diga eso, señorito.

—Tráeme al niño.

43

Ya le he dicho que hable con don José María. Y va a hablar con él. Le va a contar lo que a mí me ha contado. Que fue al cortijo esa tarde, le va a contar. Y que vio a todos los muertos cuando no les quedaba ni una hora para conocer otro mundo. Y que hasta habló unas palabras con el señorito Leandro. Y que tuvo la escopeta en las manos. Eso me ha dicho. Y que él la cargó. Pero él no disparó. Él sólo la tuvo en las manos. Sólo quiso saber qué se sentía. Lo mismo que cuando chico. Y le he visto yo el susto en la cara. Un susto muy grande, grandísimo. Pero hoy me ha contado de dónde le viene. Y me ha pedido que yo se lo cuente al señor abogado que le han puesto.

Todo me lo ha relatado, señor comisario.

Andaba buscando un borrego que se le había extraviado, el Botaslo llama él, porque tiene las patas negras y es todo blanco. Estaba allí nada más que por eso. Y entró en el caserón porque lo habían dejado de par en par. Entonces vio la escopeta en un armario que tiene las puertas de cristal, tal que unos escaparates que todavía le están hediendo, porque él se acercó sólo a mirar, pero no supo resistir y cogió una escopeta. Había más, pero sólo cogió una. Luego después, la cargó, salió al patio y se encontró con el señorito Leandro. Pero él no disparó. Dejó el arma arrimadita a uno de los pilares de los arcos. Hablaron. Poco, ya sabe usted. Y cuando mi Paco se fue del cortijo, llegaron los otros que iban a morir. El reconoció a la madre y al hermano de la señorita, que al marido no lo conocía. Con el abogado don Carlos y con la señorita Aurora iban, en un coche, todos juntos.

Se ve que le ha valido que yo le relatara lo que el hijo de la Isidora me contó la otra noche, que en cuanto yo acabé de hablar, empezó él.

Ya le he dicho que le va un perjuicio en callarse. Y que usted me ha asegurado redondamente que don José María es el único que puede ayudarle. Pero mi nieto se empeña en que habla conmigo, y sólo conmigo.

¿Y usted no puede decirle a don José María que haga como que yo soy mi nieto?

¿Y si yo se lo cuento primero, y después él tira del hilo para que mi nieto suelte lo que tiene en enredo? Capaz es que si el abogado entra sabiendo lo que ha de saber, y mi nieto sabe que lo sabe, lo cuenta otra vez.

¿Cómo va a pensar eso, hombre de Dios? ¿Cómo va a pensar nadie que esto es un juego, leche, cuando lo tienen guardado con siete cerrojos?, que los techos que tiene por cima yo no sé cuántos serán, pero las puertas que he pasado al salir las he contado, y eran siete.

Hoy ha hablado lo suyo, sí. Pero no quiere hablar más.

Me da a mí que me ha soltado el repertorio porque quiere que yo vuelva mañana. Él no tiene por costumbre pedir. Pero yo iba a llegarme a verle aunque no me lo hubiera pedido. Mañana, pasado y al otro. Y todos los días hasta que le dejen salir.

¿Se lo llevan?

¿Cuándo?

¿Dónde se lo llevan pasado mañana?

¿Y es mejor ese sitio que éste?

Aquí me ha dicho que le tratan bien.

¿Por qué se lo llevan tan lejos?

Me gustaría ir con él.

Ya me figuro que no puede ser.

¿Lo traerán pronto de vuelta?

Entonces, iré yo hasta allí.

Está lejos.

Yo no he ido nunca.

Pero sé que está lejos.

Lejos está.

CUARTA PARTE

44

Había paseado por las tierras que en otro tiempo consideró como propias. El abandono lo sintió en las piernas, cuando se negaron a seguir caminando. Leandro sabía que no era la edad la que le había fatigado. Eran los ojos, que no deseaban ver la desolación que se mostraba ante él. Regresó al pabellón de caza; recordó su antiguo esplendor en las tinajas de la entrada, milagrosamente repletas de plantas que nadie cuidaba; y se sentó en el porche a contemplar el cielo. Le extrañó el color de las nubes, presagiaba nieve. Pero no sería la primera vez. Mañana nevaría. Y en esta ocasión, Victoria sería testigo de un fenómeno atmosférico casi desconocido en la comarca. Nevaría. Sí. Hacía demasiado frío. Entró a buscar una manta. Volvió a sentarse y se cubrió las piernas. Leandro hubiera preferido no haber regresado a «Los Negrales», pero su esposa quiso despedirse de las tierras que habían pertenecido a su familia durante generaciones, e insistió en firmar en el notario del pueblo los documentos de venta. Pronto regresaría, con los demás. Él no quiso acompañarla al notario, se quedó en casa de sus hermanos y, después de asistir a las interminables discusiones de las solteras y de mantener una charla con Felipe, se fue caminando al cortijo.