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—Deja el hielo.

—Ando con prisa, señorito.

—Vosotras siempre tenéis prisa.

Hacía tan sólo unas horas que Felipe había presumido ante Leandro de haber ejercido el derecho de pernada al tomar posesión de su título, treinta años atrás.

—Habría que mantener las buenas costumbres. Al pueblo también le gusta. No creas que ella se resistió. Comprendió rápidamente que era mejor para todos que cerrara la boca. Son ignorantes, pero saben más de lo que parece. Ella supo en seguida el peligro que corría Isidora. Y que a Catalina no le gustaría saber que a su madre la violaron antes de matarla.

Hacía tan sólo unas horas que su hermano se había ufanado de haber vencido a las dos mujeres, que la hija de Catalina murió de parto sin haber confesado quién era el padre del niño que nació tullido. Y que no lo dijo nunca porque él la amenazó con la medalla de la Virgen de Guadalupe, aún manchada de sangre reseca y con el nombre de Quica grabado.

—¿Has encontrado el borrego?

—Aquí no está.

—¿Y qué quieres ahora?

—Nada.

—Entonces, puedes irte, ¿no?

—Sí.

—Pues vete.

—Vamos Pardo.

El nieto de Catalina se alejó del pabellón por el sendero de tierra. Leandro le siguió. Él volvía la cabeza a cada paso para mirarle de reojo. Al llegar a la puerta del garaje, se apartó a un lado del camino y se detuvo a mirar un coche que se acercaba. Leandro no apartaba la vista de él, pero el nieto de Catalina ya no le miraba, acarició a su perro mientras observaba a los que llegaban del notario.

El abogado de la familia conducía el vehículo. Victoria y sus dos hijos ocupaban el asiento trasero y su yerno viajaba junto al conductor. Regresaban satisfechos. Todos, excepto Aurora, que hubiera preferido acompañar a su padre en su paseo y no ser testigo de aquella venta. Desde el interior del automóvil, vieron detenerse al nieto de Catalina, que los miraba sujetando a su perro.

—¿Has visto qué hombre tan raro, Aurora?

—Es el nieto de Nina, mamá.

—¿Aún vive Nina?

—No, mamá, hace dos meses que murió.

—Me lo dices como si tuviera obligación de saberlo.

—Lo mismo que me he enterado yo, podrías haberte enterado tú.

—¿Y cómo te has enterado tú?

—Pues llamando a Lorenzo, mira qué cosa más fácil. Coges el teléfono, le preguntas cómo está, y él te cuenta de paso cómo están todos los demás.

—¡Qué cosas se te ocurren!, llamar yo a un criado. ¿Está muy viejo Lorenzo?

—Claro que está viejo, mamá.

A Victoria le contrariaba discutir con su hija, no acababa de acostumbrarse a que Aurora empleara siempre con ella un tono de reproche. El tono que comenzó a usar el día que cumplió los quince años, poco antes de que el hijo de Isidora desapareciera de sus vidas para siempre, poco antes de que Lorenzo se despidiese sin ninguna razón, y volviera al pueblo. Hasta entonces, Aurora se había conformado con las medias respuestas que obtenía, para las preguntas que no se cansaba de formular. Le intrigaba saber por qué el hijo de Isidora vivía con ellos. Sus padres contestaban siempre con evasivas, y cuando la niña iba al cortijo en vacaciones, y le preguntaba a Catalina, Catalina le respondía de la misma forma. Aurora regresaba de sus veraneos en «Los Negrales» cargada de nuevas preguntas.

—¿Por qué tú nunca vienes con nosotros, mamá?

—El campo me sienta mal, hija.

—¿Y por qué no puede venir el hijo de Isidora?

—No querrás que me quede solita, ¿verdad?

Antes de que diera comienzo la fiesta del cumpleaños de Aurora, en una de las pocas ocasiones en las que Victoria consintió en volver al cortijo, vio a su hija salir de su habitación con una carta en la mano. Aurora se acercó ella y le dijo que no se lo perdonaría nunca; que no podía entender cómo había sido capaz de decirle a un hijo que su madre lo había vendido, ni cómo ella tuvo corazón para comprarlo. Y le preguntó qué precio había pagado por él. Pero aquella vez, no esperó a que su madre le diera sus medias respuestas.

—¿Qué has hecho, mamá? ¿Qué has hecho?

—¿De quién es esa carta?

—¿Por qué no dejas a la gente que viva en paz? ¿Por qué te crees que tienes derecho a manejar la vida de los demás? ¿Por qué?

—Aurora, no te consiento que me hables así.

Aurora echó a correr, y se refugió en el comedor de la casa central. Allí encontró a doña Ida contemplando tras la ventana las tierras que ya no eran suyas, la alameda que se extendía hasta perderse de su vista. La anciana intentó consolarla. Aurora le mostró la carta.

—No volverá, tía Ida. Nunca volverá.

—Aurora, hijita, tienes que aprender a perder. Todos perdemos algo.

Compadecía a su sobrina nieta, al joven que había escrito aquella carta, y a la madre que se había visto obligada a vender algo más que un puñado de tierra. Hacía mucho tiempo que no veía a Isidora. Creía recordar que la última vez que se vieron fue al acabar la guerra, porque todos reían, y estaban muy contentos, y ella cantó un cuplé. O quizá no había acabado aún. Quizá fue cuando su hermana Carmen consiguió un salvoconducto para Federico. Sí. Era ella la que estaba muy contenta, y abrazó a Isidora. Después la empujó hacia ese mismo comedor, donde se encontraba en aquel momento con su sobrina nieta. Isidora había recibido también una buena noticia. No, no fue en el comedor. Fue en el gabinete, y aún no había acabado la guerra, aunque esa noche, en el patio del pabellón, ella hubiera cantado un cuplé.

—Y también tienes que aprender a que nadie te pase por agua tus fiestas, Aurora. Vuelve allí, sigue cantando, y que nadie sepa que has llorado.

Cuando Aurora se calmó, doña Ida la acompañó al porche del pabellón, donde sus amigas coreaban las canciones que su tío ciego cantaba. Al regresar hacia la casa central, doña Ida vio cómo Victoria le daba la espalda a Isidora y la dejaba mirando a un lado y a otro como si buscase a alguien.

—Cuánto tiempo sin verte, Isidora, ¿cómo estás?

—¿Ha visto a mi hijo?

Le costaba creer que Isidora hubiera entregado a su hijo a cambio de algo. Se preguntaba qué argucias le habrían servido a su sobrina Victoria para convencerla de que lo daba a buen precio.

—¿Ha visto a mi hijo, señorita Ida?

—No lo he visto. Y no vendrá.