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Ante la puerta principal, las dos mujeres permanecieron hablando un largo rato, mientras Victoria las observaba, atisbando tras las rejas de la ventana del comedor, ocultándose con las cortinas. Sería la última vez que doña Ida pudiera hablar con Isidora. Unos años después, Aurora le contó que no hacía un mes que había muerto, ni dos meses que lo había hecho Modesto.

—Mi madre ordenó derrumbar su casa, tía Ida. Dijo que afeaba la entrada a «Los Negrales», y que tapaba el cruce.

Se lo contó al regresar del cementerio del convento, donde acababan de enterrar a Agustín. El hijo de Victoria se había estrellado en un accidente de motocicleta cuando intentaba ganar una carrera contra su hermano. Aurora se lamentaba ante su tía, intentando encontrar una explicación para una muerte absurda.

—Supongo que Agustín se confió. Antes siempre paraba ahí, porque la casa tapaba el cruce. Si la casa hubiera estado en pie, Agustín no se habría matado.

Del brazo de su sobrina, doña Ida reflexionaba sobre las ironías que cumplía el azar, mientras caminaba despacio hacia el comedor, poco antes de que la familia se congregara allí; poco antes de que la desesperación buscara un culpable entre los que llegaron, para una muerte que ninguno de ellos era capaz de aceptar.

Leandro culpó a Julián por haber retado a su hermano.

—Nos has quitado la vida.

Y Victoria culpó a Leandro, por su insistencia en pasar las vacaciones en el cortijo, en aquellas tierras que ella había llegado a aborrecer.

—Tú los obligaste a venir. Tú los obligaste.

Las voces se avivaron, doña Ida no encontró fuerzas para pedir calma. Pensó en alejar a Aurora de la crueldad de aquella discusión, y le rogó que la acompañase a su dormitorio cuando sintió que los reproches pasaban de unos a otros como palabras en llamas.

El silencio obstinado los acompañó en su viaje al día siguiente del entierro de Agustín. Doña Ida se marchó por la mañana, y el resto de la familia lo hizo por la tarde, después de que Victoria convocara a la servidumbre para comunicarles que el cortijo se cerraba. En el mismo momento en que Aurora se acomodó en el automóvil, supo que el dolor que su padre se llevaba con él no era únicamente por la muerte de su hijo. Le observó mirar los viñedos, los olivares, los campos crecidos de espigas. Y sintió su mismo dolor. Porque ella le había acompañado siempre en sus paseos. Había jugado con él a esconderse en los trigales que la cubrían por entero cuando era una niña. Y en las eras, donde su padre le permitía subir a los carros que transportaban el trigo y encaramarse a las montañas de grano recién trillado, para resbalar después hasta sus brazos. Le había acompañado en las cacerías, se había apostado con él de madrugada, había pasado frío con él, y habían disparado juntos. Aurora no era como sus hermanos, que se negaban a acompañarlo al campo cuando él se ofrecía a llevarlos, y le exigieron que construyera una piscina y una pista de tenis, porque no querían renunciar a las diversiones a las que estaban acostumbrados en la capital. Julián y Agustín crecieron ignorando la pasión por la tierra que sentía su padre, y el dolor que le acompañaba siempre que se marchaba.

A raíz del accidente, la familia dejó de pasar las vacaciones en «Los Negrales». A Leandro no le abandonó nunca el deseo de regresar, a pesar de la tragedia. Y Aurora fue la única que lo supo; y la única que le acompañó en su nostalgia a lo largo de los años en que se negó a ese deseo.

—Papá, no puedo creer que no quieras volver a «Los Negrales». Hace ya mucho tiempo que murió Agustín. ¿Es por mamá?

—Tu madre no soporta siquiera hablar del tema. Ya ha sufrido bastante.

—Si ella no lo soporta, que no vaya, pero ¿y tú?

—Yo no quiero hacerla sufrir más.

—Nunca ha sufrido porque tú te vayas, papá.

—No seas tan dura, hija. Nos estamos haciendo mayores los dos, y a tu madre le gusta cada día menos quedarse sola.

—Eso no es justo.

—Algún día iré. Y tú vendrás conmigo, no te enfades.

Y ese indeterminado algún día llegó, cuando su salud comenzó a resentirse tras sufrir un ataque de gota, debido a la medicación que tomaba desde que padeció una crisis cardiaca. El médico le recomendó tranquilidad y reposo absoluto. Él creyó que iba a morir, y quiso marcharse a «Los Negrales». Y Aurora acompañó a su padre, pero no para morir. Su hija observó que la estancia en el cortijo le hizo recuperar energías y, al cabo de dos meses, le acompañó a pasear por los olivares.

Y a su regreso a la capital, asistió impotente a su tristeza, cuando hubo de renunciar a la administración de las fincas tras el litigio que perdió contra su hijo Julián.

No hacía un año que Aurora se había casado. Su marido había congeniado con su hermano casi en el mismo momento en que fueron presentados, e intimaron de inmediato. Su amistad crecía con el paso del tiempo, y los domingos, cuando el matrimonio iba a comer a casa de los padres de Aurora, los cuñados se retiraban al despacho de Julián y pasaban las horas hablando de negocios. Únicamente su madre se sumaba en alguna ocasión a aquellas interminables conversaciones. Se sentaba con ellos, mientras padre e hija aprovechaban que los habían dejado solos para saborear la añoranza de «Los Negrales», pues en presencia de Victoria y de Julián no podían dar rienda suelta a los recuerdos sin escuchar las lamentaciones del hijo y de la madre.

—Siempre estáis hablando de lo mismo.

Cuando a Leandro le sobrevino el ataque de gota, Aurora se ofreció a ir con él al cortijo. Y fue su hermano quien los animó, ante la extrañeza de ambos, sin que ninguno de los dos pudiera suponer que Julián comenzaba una batalla contra su padre.

—Es una buena ocasión para que estéis en «Los Negrales» durante unos meses. A los dos os gusta el campo, y es una estupidez mantener la finca si nunca vamos ninguno. Yo cuidaré de Manuel, Aurora, por tu marido no tienes que preocuparte.

Las palabras solidarias de Julián no le hicieron sospechar a Aurora que su hermano aprovecharía la ausencia de su padre para actuar con manos libres. Y a su regreso, aprovechó la debilidad del enfermo para presentarle un proyecto de ayuda para las fincas que destruyeran los cultivos. Un proyecto que había elaborado Manuel. Para ello, era necesario dar instrucciones a Carlos, el abogado de la familia, conseguir que su madre firmara unos poderes, y que su padre apoyara la iniciativa, o fuera relegado de sus funciones.

—Estamos perdiendo mucho dinero, papá. El campo ya no es lo que era, y tú estás cansado.

—¿El abogado ha visto esto?

—Sí, y mamá está de acuerdo.

A partir de entonces, Leandro se limitó a observar cómo su hijo se hacía cargo de las propiedades de Victoria. Y desdeñando sus protestas, y las de Aurora, solicitó las subvenciones para arrancar los olivos. Y los arrancaron, sin que Julián sintiera que algo se le quebraba por dentro, como a él, como a Aurora.

—Acabarás perdiendo las tierras de tu madre.

—Perdiéndolas, no, papá. Pero vete acostumbrando a la idea de que lo mejor sería venderlas.

—No consentiré que hagas esa barbaridad.

—Cuando llegue el momento, lo discutiremos.

La muerte de su tía Amalia, la duquesa viuda de Augusta, le daría a Julián la oportunidad que esperaba. El duque ciego recibió de su madre una herencia millonaria, y quiso comprar «Los Negrales» como regalo de bodas para su hija.

Leandro protestó airadamente ante la posibilidad de plantearse siquiera la oferta.

Nada más pudo hacer. Julián convenció a su madre de que las fincas ya no eran rentables. Y hasta el último momento rebatió las protestas de su padre, su pleno rechazo a aceptar que la venta fuera una oportunidad única para invertir el capital en nuevos negocios.

—Él sabe lo que compra, y tú no sabes lo que vendes.

—El compra porque no sabe qué hacer con el dinero, papá.

Sin asumir la derrota, Leandro acudió por última vez al cortijo con toda la familia. Pero no quiso ser testigo de cómo perdían las tierras que Victoria se disponía a vender.