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Al bajar del automóvil donde regresaban del notario, Aurora fue la única en advertir la cólera reprimida de su padre. Conocía los verdaderos motivos que le habían llevado a negarse a presenciar la venta. El había argumentado que su mujer ya no necesitaba su consentimiento para disponer de sus propiedades, y que aprovecharía para ver a su hermano Felipe. Pero sus excusas no convencieron a Aurora, a ella no podía ocultarle la auténtica razón de su negativa. La venta de aquellas tierras suponía para su hermano Julián un nuevo triunfo que a su padre le dolía admitir. Él había negado las ventajas de aceptar la oferta, al igual que negó en su tiempo las de arrancar los olivos, pero no pudo hacer nada ante la decisión de su esposa, como no pudo impedir que recibieran las subvenciones. Julián había vencido. Y viajó a «Los Negrales» empuñando su triunfo como un arma que blandía lleno de orgullo.

Aurora le ofreció el brazo a su padre, le acompañó al comedor de la casa central y le ayudó a sentarse a la mesa.

—Hija, no seas pesada, que yo puedo solo.

Julián llegó tras ellos del brazo de su madre. Se sentó frente a él, con el contrato de compraventa en las manos. Mientras, Leandro calentaba las suyas sobre las piernas, bajo la misma manta con la que se había cubierto en el porche. Guardó silencio, manteniendo oculta su irritación ante su hijo, que había regresado del notario con una expresión de euforia que le hirió en lo hondo. Y su labio inferior comenzó a temblar.

Julián no le miraba, pero sentía los ojos de su padre, su desprecio. Y quiso aliviar la asfixia que le provocaba su ira contenida hablando con su madre. Pero el mutismo de su padre presidía la mesa, llevando cualquier intento de conversación hacia el silencio. Fue el marido de Aurora el que provocó que padre e hijo se gritaran. Intentó resolver la situación, mencionando la necesidad de contratar a un nuevo abogado en la capital, un especialista en asuntos financieros.

—¿Y ya le habéis dicho a Carlos que le vais a dar la patada en el culo, lo mismo que hicisteis conmigo?

—Nadie te ha dado una patada, papá. Recibes la renta más alta que has conseguido en tu vida.

—Dinero. Dinero. De eso es de lo único que sabes hablar.

La tensión que destilaban las palabras que padre e hijo se cruzaban no disminuyó con la intervención de Aurora; ni con las réplicas que Victoria buscó para seguirla en su intento.

—Va a nevar. ¿Te acuerdas de la foto que te mandamos, mamá?

—Sí, claro que me acuerdo.

—Por fin vas a ver nieve en tu tierra.

—¿Estás segura de que va a nevar?

—Sí, va a nevar.

El labio inferior de Leandro seguía temblando. Aurora se apretó las manos bajo la mesa. Nunca había visto a su padre así, a un paso de perder el control, mirando a unos y a otros con los ojos desorbitados, e intentando detener con la lengua la saliva que escapaba por la comisura de su boca.

—¿Verdad que va a nevar, papá?

—Sí, hija. Va a nevar. Pero tu madre no va a ver nieve en su tierra. Tu madre ya no tiene tierra.

Las mujeres guardaron silencio. El marido de Aurora dejó la botella que tenía en la mano, abandonó la idea de abrirla y le ofreció un cigarro a Julián. Leandro miró a su yerno con el mismo desdén que utilizó al hablarle.

—¿Ya no queréis brindar por el éxito de esta magnífica operación, Manuel?

—Ya está bien, papá. Cierra la boca de una puñetera vez.

La intempestiva respuesta de Julián sorprendió a Leandro. Hubiera querido responderle con severidad, exigirle respeto, pero sus palabras sonaron débiles, apagadas bajo el sonido del puño cerrado que descargó sobre la mesa.

—¿Cómo te atreves?

Julián no supo qué decir. Deseó escapar de la mirada de su padre, huir, alejarse del cortijo en ese mismo instante. Pero debía esperar a Carlos, el abogado que dejaría de representar a la familia esa misma noche y que había ido al pabellón de caza a comprobar un error que creía haber cometido en el inventario. Julián mantuvo los ojos fijos en su padre, y cruzó los brazos apretando los dientes.

Cuando Carlos llegó al comedor, llevaba una escopeta en la mano, pero sólo Leandro le prestó atención.

—¡Vaya! Con él no lo vais a tener fácil. Viene dispuesto a defenderse.

Su labio inferior seguía temblando. La ira contenida le subió a las mejillas.

Enrojeció. La salivación que se le escapaba era ya espesa, y destacó su color blanco en la boca que no cesaba de temblar. Julián le miró, contagiándose del fuego de su mirada.

—La he encontrado en el patio, apoyada en un arco.

Padre e hijo se levantaron, sin escuchar las palabras de Carlos, enfrentándose el uno al otro.

—Siéntate, papá. Siéntate.

—Siéntame tú.

Victoria sintió la inquina con la que se retaban, se apoyó en el brazo de su yerno y éste la ayudó a levantarse.

—Tranquilízate, Leandro.

—Te va a dar una congestión.

Julián se acercó a su madre y a su cuñado, ninguno de los tres vio cómo Carlos levantó el arma para dejarla sobre la mesa. Antes de que llegara a soltarla, Leandro se la arrebató bruscamente de las manos.

—Sois los tres iguales.

Julián seguía retando a su padre con la mirada. Victoria y Manuel permanecían de pie junto a él. Y antes de que el abogado llegara a comprender qué pasaba, escuchó un disparo. Y luego otro, y otro.

Las manos temblorosas de Aurora sujetaron el arma, su padre se la había puesto en las manos pidiéndole que la usara contra él. Y la boca de la escopeta volvió a tronar.

45

¿Cómo dice usted? ¿Tan grave estaba? Madre mía de mi alma. Qué Dios lo acoja. De ahí que era verdad que regresaba para morir, y que era su muerte la que le vi en los ojos. Pero ¿quién iba a figurarse que la traía tan hecha?

En el páncreas. Dicen que ése es muy traicionero, que acaba con todo antes casi de entrar en uno, y más siendo joven como era el hijo de la Isidora.

¿Pero qué me está diciendo, señor comisario?

No me entra a mí en las entendederas que la capital sea tan grande para que nadie lo haya visto, rediós. ¿La gente de allí no tiene ojos? Es de suponer que si un hombre está tumbado en un banco es que algo le pasa, carajo, que para dormir están los colchones.

Qué lástima más grande, señor, terminar de esa manera. Si su santa madre lo ha llegado a ver desde arriba, por fuerza ha perdido la paz por un rato largo.

¿Para mí?

¿Está usted seguro, señor comisario?

Sí, señor, desde mi nacimiento, y para servirle, Antonio Angulo Ramos me llaman.

¿Y en el sobre pone todo eso? ¿Señor don Antonio Angulo Ramos? ¿Y el nombre de mi calle, y el número de mi casa?

Carajo.

Y si es mía, ¿por qué viene abierta?

¿Así había de ser? Pues a mí me hubiera gustado abrir la única carta que me han escrito en mi vida.

La única, sí, señor, con lo que yo hubiera dado por escuchar al Zacarías voceando mi nombre siquiera una vez.

¿Y el juez se la ha leído a usted?

A mí se me antoja un poco raro que teniendo sello y todo no la echara al correo, ¿a usted no?

Que el cielo nos valga, y no consienta que en nuestra última hora no tengamos un minuto siquiera para hacer nuestra voluntad. Pobrecino, quedarse tumbado en un banco, tirado y solo, a dos pasos de un buzón con una carta en la mano.

Dios se lo pague, señor comisario, pero si no le es mucha molestia, y ya que ha venido a traérmela, ¿me la podría usted leer a mí?

Tenía que habérmelo figurado, que ése era su propósito.

Le escucho.

Perdone, si no es abusar, ¿puede ir más despacio? Usted la va leyendo despacino despacino, y yo la voy repitiendo. Y tenga la bondad de pararme si me equivoco.

Para aprenderme todas las palabras, que no sé yo si alguien podrá leérmela otra vez.