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«Queridísimo señor Antonio. Me alegrará que a la llegada de ésta se encuentre bien. Yo quedo bien gracias a Dios.» ¿No me ha dicho usted que la escribió ayer mismo?

Pues que si no he entendido mal, ayer fue cuando se tumbó en un banco de la calle y se quedó muerto. Recontra con la fórmula de cortesía. Usted me perdonará que le haya cortado. Siga, si me hace el favor. Y tenga en mente lo que le he dicho.

Que lea despacino, y me pare usted si me confundo en alguna palabra. Si no repito una por una, conforme usted las va leyendo, me lo dice sin ningún reparo, que las quiero todas en la memoria correctamente.

«La presente es para decirle que escribo ésta porque es de justicia que usted sepa lo que pasó la otra noche, que le debo un favor por acogerme en su casa y no sé cómo pagárselo. Y quiero que sepa que yo no he matado a nadie, señor Antonio.

Y que hubiera sido mejor quedarme en el jergón que me ofreció. Mejor hubiera sido, para no ver lo que vieron mis ojos en el cortijo.»

Siga, señor comisario, siga. ¿Ya me he confundido?

¿En ‹Los Negrales» ha escrito él?

Espere entonces, que lo repito. «Mejor hubiera sido, para no ver lo que vieron mis ojos en "Los Negrales".» Siga, por caridad.

«Yo había ido allí porque quería recordar la cara de mi madre, que no la recuerdo. Y en mi casa sólo vi las chumberas, ni una piedra de mi casa hay en pie. Me fui por la alameda para arriba, por ver si en el cortijo quedaba algo de ella. La puerta principal estaba abierta. Y entré. Desde el pasillo escuché tres tiros de escopeta. Ojalá hubiera tenido miedo, señor Antonio. A Aurora la vi la primera, la reconocí en seguida, a pesar de que la última vez que nos vimos fue cuando se marchó a "Los Negrales" para celebrar la fiesta de sus quince años. Se la veía tan guapa como entonces, aunque la desesperación asomaba a sus ojos. Su madre estaba muerta. Y su marido. Y su hermano. Los tres muertos. Y ella tenía una escopeta en la mano, y le gritaba a su padre que se había vuelto loco. Y como loco eran los ojos con los que él la miraba. Ese hombre tenía los ojos de loco. Y el labio de abajo se le movía como si no lo pudiera parar. Mátame, hija. Mátame. Le decía. Aurora no estaba en sí. Un hombre que yo no conocía le dijo que soltara la escopeta, que se le podía disparar, y antes de que hubiera acabado de decirlo, se disparó. Y el padre de Aurora cayó muerto. Ellos se quedaron pasmados, lo mismo que yo. Y Aurora cayó desmayada. Y el hombre que no conocía le quitó la escopeta. Y yo se la quité a él, porque no sabía cuándo iban a acabar los tiros. Pero yo no he matado a nadie, señor Antonio. Yo sólo vi cómo Aurora mató a su padre. Y se cayó desmayada después.» Ahí lo tiene, señor comisario. Mi nieto no fue.

Claro que quiero que siga, faltaría más.

«El hombre que yo no conocía me dijo que soltara la escopeta, que él no había matado a ninguno, que no le tuviese miedo. Y me preguntó que quién era yo y que si quería ayudar a Aurora. Yo le dije mi nombre, y le contesté que sí, que quería ayudarla, que la conocía desde que nació. Y entonces me pidió que escondiera la escopeta en el chamizo de arriba, el que usan los pastores en verano, que él se encargaba de todo lo demás.»

¿Y sacarán a mi nieto con eso?

¿Usted cree? Sabía yo que no todos los ojos lloran el mismo día. Le dije yo que ése era un liante, se lo dije, señor comisario. Y ya ve que andaba en lo cierto. Ese abogado supo en seguida cómo liarnos a todos debajo de la manta, y arropar a la señorita Aurora quedándola fuera. Y para evitarle la cárcel a ella, apañó que el hijo de la Isidora señalara a mi nieto sin saberlo. Ya lo tiene usted. El picapleitos ése mentó a mi Paco cuando le preguntaron. Después se fue a por el Pardo, lo dejó en las narices de los guardiñas que estaban rebuscando en el cortijo, y el perro los llevó hasta la escopeta, y hasta las ropas manchadas de sangre. Lo que no me explico yo es cómo se las habrá apañado ese sinvergüenza para que estuvieran las ropas de mi Paco en el chamizo de arriba, cuando él las deja siempre en el de abajo; y cómo habrá conseguido llevar al perro al cortijo, y cuándo. De fijo que cuando el Pardose quedó solo, sin su amo, cuando el abogado señaló a mi nieto y lo apresaron nada más y únicamente porque él lo había visto en el camino esa noche.

¿Cuenta algo más en la carta?

«Decirle, señor Antonio, que cuando yo fui a su casa la otra noche por segunda vez, llevaba la intención de contárselo, pero no me atreví. Cuando lo tuve delante me dio por pensar que era mejor no meterle a usted en un asunto tan malo. Y por eso le pedí únicamente que me dejase lavarme, porque no encontré una excusa mejor para explicarle el porqué volví para su casa.» Pobrecino, y se fue con esa angustia en lo hondo.

«Y decirle que no desmienta usted a nadie cuando digan que yo los maté. Que a mi no podrán encerrarme. Que a mí no habrán de llevarme más que a la tumba. Pero quiero que usted sepa que yo no maté a nadie. Y que lo tenga presente cuando lo oiga decir, señor Antonio. Yo no maté a nadie. Y sólo me queda despedirme de usted. Y pedirle que tenga en su recuerdo a éste, su amigo que lo es. Y que Dios le conserve la salud.»

¿Y ésta es la firma del hijo de la Isidora?

46

Caminaba despacio, mirando al suelo. Posando un pie tras otro con sumo cuidado arrastraba su torpeza ayudándose de su bastón para no resbalar en la nieve que aún quedaba en la acera. La figura de don Antonio se alejaba del umbral de su casa para visitara su nieto antes de que se lo llevaran del cuartelillo. El comisario le había prometido que iría a buscarlo, pero se retrasaba, y la impaciencia por llegar a tiempo le indicó que no debía esperarlo más. Se extrañaba de que no hubiera acudido a su cita. Y dudó de haberle entendido bien. Pensó que quizá le había dicho que lo recogería en el cuartelillo. Se lo dijo después de haberle leído la carta, la tarde del día anterior, y después de explicarle que debía seguir investigando. Le había dicho también que era muy posible que el abogado y Aurora confesaran lo que ocurrió realmente en el cortijo cuando supieran que el hijo de Isidora lo había contado todo. Y que entonces su nieto recobraría la libertad. Las cosas de palacio andan despacio, le advirtió. Y él había comprendido que su nieto dormiría bajo llave también esa noche. Y quizá muchas noches más.

Don Antonio maldecía su suerte. Golpeaba sin cesar la punta de su bastón contra la acera. Imaginaba que el comisario no había acudido a su cita por no atreverse a decirle que la carta no servía como prueba de la inocencia de su nieto, sin saber que mientras él caminaba hacia el cuartelillo, el comisario se encontraba leyendo la carta en la casa del marqués de Senara. Aurora la escuchaba en silencio, a diferencia de su abogado, que pensó rápidamente que la mejor defensa es un buen ataque e interrumpía a cada instante la lectura.

Ningún argumento escapó a la sagacidad del abogado, que exigió un perito calígrafo y cuestionó la imparcialidad del testigo por su relación con la familia asesinada. Y añadió que aquella artimaña se trataba de una astuta venganza.

Durante las interrupciones de la lectura, el abogado observaba las reacciones de Aurora. Su actitud la delataba, miraba alternativamente a cada uno de los presentes sin poder ocultar su desconcierto, y cuando sus ojos se posaban en los del comisario, retiraba de inmediato la mirada.

Don Antonio sorteaba los restos de nieve con dificultad. Deseaba ir aprisa, pero debía ir despacio. Movía su desesperación con la cabeza y golpeaba el suelo con la punta de goma de su tranca. Cruzó la calle desconfiando de sus piernas, se llevó la mano a la boina, y se rascó pensando en la carta del hijo de Isidora, preguntándose si el comisario sería capaz de lograr que su nieto pudiera dormir algún día mirando al cielo. Alzó los ojos buscando una respuesta, y habló en voz alta.

—Meloncina, tú que tienes a Dios a mano, podrías preguntarle por qué hace las cosas tan malamente.