—Tu hermana te envía un abrazo.
—¿Y no va a venir a verme?
—Cuando estés mejor.
—Pero si ya estoy mejor.
—Ya sabes cómo es Victoria, hija. Además, está ocupadísima con los preparativos de su boda.
Al médico le gustaban más las visitas de los días de diario, con la sirvienta como único testigo. La hermana portera le acompañaba a la habitación de la novicia, lo esperaba fuera y le guardaba la campanilla que él volvía a anudarse al salir de la celda.
—Voy a tener que enfadarme. Si vuelven a decirme que no quiere comer, dejaré de venir a verla.
—No diga eso, que me pondré triste y la tristeza no es buena medicina.
—Pero la comida sí, tiene que alimentarse bien si quiere curarse.
—Es que no tengo apetito, la comida no me pasa de aquí.
—Haría bien en enfadarse usted, señor doctor, que ayer escondió el jamón en lo hondo del pan y lo tapó luego con la miga, la muy ladina.
El médico miró a la novicia a los ojos, habían perdido parte del brillo de la fiebre pero conservaban una intensidad que le intimidó. La enferma le miró también, y evitó mantener su mirada.
Sin saberlo, él comenzó a acudir a su visita diaria con el deseo de que ella no apartara sus ojos de él. Ella le recibía con el mismo deseo. Y ambos apartaban la vista cuando se encontraban con los ojos del otro. Ninguno de los dos hubiera reconocido entonces que aquellas eran miradas fugitivas que gozaban al huir.
5
Ayer no se lo quise decir yo a usted, señor comisario, porque no le tenía mucha confianza. Pero hoy sí, hoy se lo voy a decir, porque esta noche me ha dado en pensar que es usted una persona de las buenas.
Sí, de las que andan con la pena quitada y te ponen bueno el talante nada más verlas, aunque no digan nada. Hay personas, yo no digo que sea mala gente, ni que lo hagan a propio intento, lo hacen sin querer, pero en cuanto aparecen, te cambian el cuerpo. Dicen los que saben que eso que tiene uno cuando no sabe qué tiene, se llama melancolía. Pues así me pongo yo cuando aparece el Tomás, sin ir más lejos. Melancolía. ¿No se lo cree? Es verídico. El hombre que está estudiado sabe decir muchas cosas. Yo no sé nada, pero le digo que gente que sabe lo dice, y lo ha puesto en los escritos, por si no se lo cree. ¿Se lo cree, o no se lo cree?
Melancolía. ¿No le pasa a usted con nadie?
A mí, con el Tomás. Se me quitan las ganas de hablar en cuanto llega, y cuando se va, me quedo más solo que si no hubiera venido. Con usted me pasa al revés. Anoche, cuando me metí en el catre, todavía rondaban palabras que me dieron compañía hasta que me dormí.
Sí, se lo voy a contar. Pero antes quiero que sepa usted que ayer me guardé algunas verdades por pensarlas antes de referirlas, no fueran a perjudicar al hijo de la lsidora, que lo que se está diciendo que él hizo es un contradiós sin fundamento. Y se lo voy a contar a usted porque sé que sería incapaz de desgraciarlo, como hicieron con mi Paco los guardiñas cuando lo tuvieron preso.
Pues que cuando acabaron de dar las doce y él dio un respingo, me dijo que iba a coger el tren de y media, pero que no podía subir así, y me pidió que le dejara entrar al cuarto de baño. Chacho, qué fino te has vuelto, le espeté yo muy serio, aquí no usamos de eso, aquí sólo te puedo ofrecer el retrete del corral. Pero él no precisaba hacer sus necesidades, él sólo quería lavarse.
Sí, lavarse he dicho.
Porque traía sangre en las manos.
Lo que oye. Y entonces fue cuando me dijo que él no había sido. Se limpió en el pilón, y me repitió que él no había sido. Yo no sabía de qué carajo me estaba hablando, pero fuera lo que fuera, yo le creí, por cómo me lo dijo, por la verdad que se le veía salir de la boca y de las arrugas de la frente. Los han matado a todos, y Aurora estaba delante, señor Antonio. Por la verdad, y por la muerte que traía en los ojos, que era únicamente la propia. Se lo digo yo, que lo sé, que él me lo dijo. Yo sólo quería morirme en mi tierra, señor Antonio, pero ni eso me dejan.
Eso mismo, que la hija de doña Victoria vio cómo los mataban a todos. Pero no la llamó señorita Aurora. Dijo sólo Aurora, que me extrañó a mí esa confianza y se me vino a la mente mi difunta. Esos dos se tienen demasiada confianza, porfiaba siempre.
Se lo juro por mi santa, que en gloria esté.
No, yo le juré ayer que la última vez que lo vieron estos ojos fue en el camino de su casa.
Eso fue lo único que le juré.
Ya. Y el camino de su casa, si usted lo sigue todo recto, por donde las chumberas, llega a la estación. De forma, que no juré en falso.
No sé por qué traía sangre en las manos. Pero cuando yo le vi lavarse en el pilón, era sangre lo que corría con el agua. Sangre era, de fijo.
¿Cómo se va a ir? Si acaba de llegar como aquel que dice.
Sí que le ha entrado a usted prisa, carajo.
Que usted siga bien, señor comisario. Y vaya usted con Dios.
Vuelva cuando se le ofrezca. Aquí tiene su casa de usted.
Ande tranquilo, claro que estaré aquí mañana a la misma hora. ¿Dónde iba a estar?
6
La diminuta ventana de la celda iluminaba tan sólo los pies de la cama de la enferma. Había llegado el verano, pero el calor se detenía en los muros del convento y la habitación conservaba la frescura de una media penumbra.
—Felisa, ¿qué hora es?
—La misma que ayer a estas horas. Es pronto todavía, niña.
—Pronto, ¿para qué?
—¿Te hace falta que yo te lo diga?
—No andes con adivinanzas, Felisa.
Se acercaban las seis, y la sirvienta sabía que se acercaba también la visita del médico. Nada había que adivinar.
—Dime qué hora es.
—No han dado las cinco.
—Dame el rosario.
—Pero si va lo hemos rezado tres veces.
Felisa se dispuso a recoger la bandeja con los restos de la merienda. Había observado a lo largo de los últimos días que la novicia no dejaba nada en los platos.
Comía sin ganas, como siempre, pero engullía la comida, la tragaba con ansia, y no sólo por el deseo de recuperar la salud, sino para contarle al médico lo que había comido.
—Dame el rosario, ya recogerás luego la bandeja.
—Yo no pienso rezar otra vez el rosario, niña.
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Nada, ahora no tienes que hacer nada. Descansar, que es lo que manda el médico.
—Si supieras leer...
—Pero no sé leer.
—Deberías haber aprendido.
—Cucha con el empeño que le ha dado ahora.
—¿Quieres aprender?
—¿Para qué había de servirme?
—Para leerme algo.
—Mira, confórmate con lo que tienes, niña, que hay mucha gente que está mala, y más mala que tú, y no tienen tu misma suerte.
—Dame agua.
—Nadie al lado, nadie que los cuide.
—Y colócame las almohadas.
—Ni que les coloque las almohadas.
—Quítame ese sol de los pies, tengo calor.
—Aquí no hace calor. Es la calentura, que le está costando mucho irse del todo.
Antes de entornar las contraventanas, Felisa miró hacia fuera y susurró para sí.
—La calentura, amén de otro fuego que te ha prendido en el pecho, niña.
Y de pie, asomada a la rendija que dejó abierta, observó la tierra roja. El olivar. Los árboles alineados. Las copas blanquecinas por el brillo de las últimas hojas. Los troncos que se elevaban caprichosos, manteniendo un duelo con la tierra: crecer hacia lo alto y regresar apenas hacia el suelo, para volver a crecer, retorcidos, como su propio cuerpo. Y le vinieron de un golpe sus años mozos, cuando un fuego la consumía también a ella. Y se vio vareando la aceituna, en una tarde de invierno y de sol. Una tarde de sol, como ésta.