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Pero voy a casarme con Elsa. Siempre hemos acordado dejarnos mutuamente en completa libertad.» La señora Crale respondió a eso: «Como quieras; pero no digas luego que no te he avisado.» Dijo éclass="underline" «¿Qué quieres decir?» Y ella respondió: «Quiero decir que te quiero y que no pienso perderte. Prefiero matarte a consentir que te vayas con esa muchacha.»

Poirot hizo un gesto.

—Se me ocurre —murmuró— que la señorita Greer fue muy poco prudente al suscitar la cuestión. La señora Crale hubiera podido negarle el divorcio a su esposo.

—Teníamos pruebas relacionadas con ese punto —anunció Hale—. La señora Crale, al parecer, hizo algunas confidencias a Meredith Blake. Era un amigo antiguo y de confianza. Le produjo un gran disgusto lo que la señora le dijo y consiguió hablar con el señor Crale del asunto. Esto, séase dicho de paso, ocurrió la tarde anterior. El señor Blake reconvino, con delicadeza, a su amigo. Le dijo cuan grande sería su disgusto si el matrimonio se deshacía de una forma tan desastrosa. También insistió sobre el hecho de que la señorita Greer era muy joven y que era una cosa muy seria arrastrar a una muchacha por un tribunal de divorcios. A esto replicó Crale riendo (¡qué bestia más insensible debió ser!): «No es ésa la idea que tiene Elsa. Ella no va a comparecer. Lo combinaremos de la forma usual.»

Dijo Poirot:

—Por consiguiente, todavía resulta más imprudente por parte de la señorita Greer el haber dicho lo que dijo.

Respondió Hale:

—Oh, ya sabe usted lo que son las mujeres. No saben contenerse. Han de agarrarse del moño para quedar satisfechas. Tiene que haber sido una situación difícil de todas formas. No comprendo cómo consintió el señor Crale que subsistiera. Según Meredith Blake, él quería terminar su cuadro. ¿Le parece a usted eso de sentido común?

—Sí, amigo mío, creo que sí.

—Pues yo no. ¡Ese hombre estaba pidiendo jaleo!

—Estaría, probablemente, muy enfadado con la muchacha por haberse ido ésta de la lengua.

—Sí que lo estaba; lo dijo Meredith. Si tenía que terminar su cuadro, no veo por qué no había de poder sacar unas fotografías y usarlas en lugar de la modelo. Conozco a un hombre... pinta acuarelas de paisajes... él hace eso.

Poirot sacudió negativamente la cabeza.

—No... Yo comprendo perfectamente a Crale el artista. Ha de darse usted cuenta, amigo mío, que probablemente en aquel momento el cuadro era lo único que le importaba a Crale. Por muchas ganas que tuviese de casarse con la muchacha, el cuadro era primero. Por eso esperaba él que transcurriera su estancia allí, sin que se suscitara la cuestión. La muchacha, claro está, no era de su parecer. Con las mujeres, el amor ocupa el primer lugar.

—¡Si lo sabré yo! —exclamó el superintendente de todo corazón.

—Los hombres —continuó Poirot—, y los artistas especialmente, son de otro mundo distinto.

—¡El arte! —dijo el superintendente con desdén—; ¡tanto hablar del arte! ¡Yo nunca lo he comprendido ni lo comprenderé jamás! ¡Habría de haber visto usted el cuadro que estaba pintando Crale! ¡Todo desproporcionado! Había pintado a la muchacha como si tuviera dolor de muelas y las almenas parecían torcidas. El conjunto tenía un aspecto desagradable. Me fue imposible olvidarlo durante mucho tiempo después. Hasta lo veía en sueños. Y, aún más, llegó incluso a afectarme la vista... Empecé a ver almenas, y paredes, y cosas todas desdibujadas. Sí, ¡y mujeres también!

Poirot sonrió. Dijo:

—Aunque usted no se da cuenta de ello, está tributando honores a la grandeza de Amyas Crale.

—No diga tonterías. ¿Por qué no puede pintar un pintor algo alegre a la vista? ¿Por qué salirse de su camino en busca de la fealdad?

—Algunos de nosotros,mon cheri, vemos belleza en lugares raros.

—La muchacha era guapa de verdad —dijo Hale—. Muy compuesta y casi sin ropa. No es decente la forma en que esas muchachas andan por ahí. Y esto fue hace dieciséis años, fíjese usted bien. Hoy en día uno no le daría importancia. Pero entonces... La verdad, me escandalicé. Un pantalón y una de esas camisas de lana, de cuello abierto... ¡y ni un trapo más, creo yo!

—Parece recordar usted esos detalles muy bien —murmuró Poirot con malicia.

El superintendente se puso colorado.

—No hago más que darle a conocer la impresión que causó en mí —dijo con austeridad.

—Comprendo... comprendo —respondió Poirot, apaciguador.

Prosiguió:

—Aunque parece ser que los principales testigos de cargo fueron Felipe Blake y Elsa Greer, ¿no es eso?

—Sí. Y muy vehementes que se mostraron los dos. Pero la institutriz fue citada por la fiscalía también y su declaración tenía más peso que la de los otros dos. Estaba por completo de parte de la señora Crale, ¿comprende? Pero era una mujer honrada y declaró la verdad, sin intentar quitarle importancia en forma alguna.

—¿Y Meredith Blake?

—Estaba angustiado, pobre anciano. Y razón tenía para estarlo. Se culpaba a sí mismo por haber destilado la droga... y el juez le culpó también. La conicina va comprendida en la Lista Primera del Decreto sobre Venenos. Fue objeto de una censura bastante acerba. Era amigo de ambas partes, y la cosa le impresionó mucho... aparte de que era uno de esos señores rurales que huyen de la notoriedad y de la publicidad.

—¿No prestó declaración la hermana de la señora Crale?

—No; no era necesario. No se hallaba presente cuando la señora Crale amenazó a su marido, y nada podía decirnos que no pudiésemos averiguar con igual facilidad de otras personas. Vio a la señora Crale dirigirse a la nevera y sacar la botella de cerveza y, claro está, la defensa hubiera podido citarla como testigo de descargo para que declarase que la señora Crale se llevó la cerveza de la nevera y marchó inmediatamente con ella al jardín sin destaparla ni hacer nada con ella. Pero eso no hacía al caso, porque nosotros nunca dijimos que la conicina estuviese en la botella.

—¿Cómo se las arregló para introducirla en el vaso con dos testigos de vista?

—En primer lugar, ninguno de los dos estaba mirando. Es decir, el señor Crale estaba pintando... mirando al lienzo y a su modelo. Y la señorita Greer estaba colocada casi de espaldas a la señora Crale, mirando por encima del hombro del señor Crale.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza.

—Como digo, ninguno de los dos estaba mirando a la señora Crale. Llevaba el veneno en uno de esos cuentagotas o jeringas. Lo encontramos aplastado y roto en el camino que conducía a la casa.

Murmuró Poirot:

—Tiene usted contestación para todo.

—¡Vamos, monsieur Poirot! Sin prejuicios. Ella le amenaza de muerte. Ella se lleva el veneno del laboratorio. El frasco vacío se encuentra en la alcoba de ella y nadie lo ha tocado más que ella. Le baja de casa una botella de cerveza helada... cosa rara en cualquier caso, si tiene uno en cuenta que no se hablaban...

—Una cosa muy curiosa en efecto. Ya había reparado en ello.

—Sí, un poco delatora... ¿Por qué se tornó tan amable de pronto? Él se queja del sabor de la cerveza... y la conicina tiene un sabor muy desagradable. Se las arregla para descubrir ella el cadáver y manda a la otra mujer a telefonear. ¿Por qué? Para tener ocasión de limpiar la botella y vaso y apretar los dedos del cadáver con el cristal para que queden sus huellas. Después de eso puede decir que se trata de un caso de remordimiento y suicidio. ¡Plausible historia!

—No es una historia muy bien urdida, en efecto.

—No. Y, si quiere que le dé mi opinión, ella no se tomó la molestia de pensar. Le consumían tanto el odio y los celos que no pensaba más que en acabar con él. Y cuando todo ha terminado, cuando le ve allí muerto... Bueno, pues fue entonces, en mi opinión, cuando volvió en sí de pronto y se dio cuenta de que lo que acababa de cometer era un asesinato... y que a los asesinos se les ahorca. Y desesperada, se agarra a ciegas a la única cosa que se le ocurre: la idea del suicidio.