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El superintendente hizo una pausa.

—Bueno —dijo, con tono belicoso—, ¿encuentra usted algo raro en todo eso?

Dijo Poirot:

—Nada en absoluto.

—¡Pues entonces!

Estas dos palabras fueron pronunciadas de una forma expresiva a más no poder.

—No obstante —agregó Poirot—, voy a convencerme por mí mismo. Yo...

—¿Qué va usted a hacer?

—Voy a visitar a esas cinco personas... y a cada una de ellas le voy a hacer que cuente su historia.

El superintendente Hale suspiró con profunda melancolía.

Dijo:

—¡Está usted loco, hombre de Dios! ¡No habrá dos relatos que estén de acuerdo! ¿No se da usted cuenta de ese hecho elemental? No hay dos personas que recuerden una cosa en el mismo orden. ¡Y después de todo este tiempo! ¡Si lo que usted oirá será cinco relatos de cinco asesinatos distintos!

—Con eso cuento —aseguró Poirot—. Resulta muy instructivo.

Capítulo VI

Este cerdito fue al mercado...

Felipe Blake concordaba lo suficiente con la descripción hecha de él por Montague Depleach para que pudiera reconocérsele. Un hombre perspicaz, astuto, de aspecto jovial, con cierta tendencia a la obesidad cual un multimillonario.

Hércules Poirot había combinado la cita para las seis y inedia de un sábado por la tarde. Felipe Blake acababa de terminar el partido de golf y había estado de buenas, ganándole a su contrincante cinco libras esterlinas. Se hallaba de humor para mostrarse amistoso y expansivo.

El detective dio a conocer su misión. Esta vez, por lo menos, no dio muestras de un cariño excesivo a la verdad. Se trataba, según entendió Blake, de escribir una serie de libros que trataran de crímenes famosos.

Felipe frunció el entrecejo. Preguntó:

—¡Cielos! ¿Y por qué escribir obras semejantes?

Hércules Poirot se encogió de hombros. Jamás había parecido más extranjero que aquel día. Era su intención conseguir que le despreciaran; pero que lo tratasen con aire protector. , Murmuró:

—Es el público. Esa clase de literatura la devora; sí, la devora.

—¡Qué gente! ¡Se alimenta de la carroña! —exclamó Felipe.

Pero lo dijo de buen humor, no con la delicadeza y el asco que un hombre más susceptible hubiera podido exteriorizar.

Poirot respondió, encogiéndose nuevamente de hombros:

—La naturaleza humana es así. Usted y yo, señor Blake, que conocemos el mundo, no nos hacemos ilusiones en cuanto se refiere a nuestros semejantes. No es mala gente la mayoría; pero no como para idealizarla, desde luego.

Blake dijo, de todo corazón:

—Me despedí de mis ilusiones hace mucho tiempo ya.

—Y ahora es usted un excelentereconteur, según me dicen.

—¡Ah! —Titilaron los ojos de Blake—. ¿Conoce usted este chiste?

Poirot se rió en el momento oportuno. No era un chiste muy edificante, pero era gracioso.

Felipe Blake se retrepó en su asiento, exudando jovialidad.

Al detective se le ocurrió de pronto que aquel hombre tenía el aspecto de un cerdo satisfecho.

Un cerdo. Este cerdito fue al mercado.

¿Cómo era aquel hombre, aquel Felipe Blake? Un hombre, se diría sin la menor preocupación. Próspero, satisfecho. Sin remordimientos, sin punzadas de conciencia por cosas hechas en el pasado, sin recuerdos que le turbaran. No; un cerdo bien alimentado que había ido al mercado... y obtenido de él todo su valor.

Pero en otros tiempos, quizá Felipe Blake había sido algo más que eso. Debió ser, de joven, un hombre muy bien parecido. Los ojos siempre demasiado pequeños, un poquitín demasiado juntos quizá..., pero, aparte de eso, un joven bien formado y bien plantado. ¿Qué edad tenía ahora? De cincuenta a sesenta años seguramente. Cerca de los cuarenta por consiguiente, en la fecha de la muerte de Crale. Menos embrutecido entonces; menos entregado a los placeres del momento. Pediría más a la vida por entonces quizá... Y obtendría menos...

Poirot murmuró, por decir algo:

—Comprenderá usted mi posición.

—No, la verdad, maldito sea si la comprendo —el corredor de Bolsa se irguió de nuevo; su mirada volvió a tornarse perspicaz—. ¿Por qué usted? Usted no es escritor.

—No; no soy escritor precisamente. Soy detective en realidad.

La modestia de esta aseveración probablemente no había tenido igual antes de eso en la conversación de Poirot.

—¡Claro que lo es! Eso ya lo sabemos todos! ¡El famoso Hércules Poirot!

Pero su tono tenía un dejo sutilmente burlón. Intrínsecamente, Felipe Blake era demasiado inglés para tomar en serio las pretensiones de un extranjero.

A sus íntimos les hubiese dicho:

«Un charlatán la mar de original. Bueno; supongo que las mujeres se tragarán todo lo que le dé la gana de decir.»

Y, aunque era precisamente esa actitud protectora y despectiva la que Poirot habría querido conseguir, se sintió herido por ella.

¡A aquel hombre, a aquel próspero hombre de negocios no le causaba la menor impresión Hércules Poirot! Era un escándalo.

—Me halaga —dijo Poirot sin la menor sinceridad— ser tan conocido de usted. Mis éxitos, permítame que le diga, han tenido por base la psicología... el eterno ¿por qué? del comportamiento humano. Eso, monsieur Blake, es lo que interesa al mundo hoy en cuestiones criminales. En otros tiempos era la parte romántica. Los crímenes famosos se relataban desde un punto de vista tan solo: el idilio amoroso relacionado con ellos. Hoy en día es muy distinto, la gente lee con interés que el doctor Crippen[2] asesinó a su esposa porque era una mujer alta y corpulenta y él, pequeño e insignificante, por lo que ella le hacía sentirse inferior. Leen de alguna criminal famosa que asesinó a su padre porque le había hecho un desprecio cuando tenía tres años. Como digo, es el porqué del crimen lo que interesa hoy en día.

Felipe Blake dijo, con un leve bostezo:

—El porqué de la mayoría de los crímenes salta a la vista, se me antoja a mí. Por regla general el móvil es el dinero.

Poirot exclamó:

— ¡Ah, señor mío! ¡Es que el porqué no debe saltar nunca a la vista! ¡Ahí está la cosa precisamente! —Y ¿ahí es donde usted entra?

—Y ahí, como usted dice, es donde entro yo. Existe el propósito de volver a escribir el relato de ciertos crímenes pasados... desde el punto de vista psicológico. La psicología en asuntos criminales es mi especialidad. He aceptado el encargo.

Felipe Blake rió.

—Es bastante lucrativo eso, supongo.

—Espero que sí... desde luego espero que sí.

—Le felicito. Ahora quizá tendrá usted la amabilidad de decirme qué pinto yo en el asunto.

—Claro que sí. El caso Crale, monsieur.

Felipe Blake no pareció sobresaltarse. Pero apareció en su semblante una expresión pensativa.

Dijo:

—Sí, claro, el caso Crale...

—¿Espero que no le resulte desagradable, señor Blake? —¡Oh, en cuanto a eso...! —Blake se encogió de hombros—. Es inútil mostrarse resentido por una cosa que uno no tiene el poder de evitar. El juicio de Carolina Crale es del dominio público. Cualquiera puede escribir acerca de él si quiere. De nada sirve que yo proteste. Hasta cierto punto... no tengo inconveniente en decírselo... sí que me desagrada, y mucho. Amyas Crale era uno de mis mejores amigos. Siento que haya necesidad de resucitar todo el asunto. Pero esas cosas pasan.

—Es usted un filósofo, señor Blake.

—No, no, lo que pasa es que tengo suficiente sentido común para no dar coces contra el aguijón. Seguramente será usted menos ofensivo haciéndolo que muchas otras personas.

—Espero, por lo menos, escribir con delicadeza y buen gusto —dijo Poirot.

Felipe Blake soltó una ruidosa carcajada, aunque un poco insincera.