—Me hace reír el oírle decir a usted eso.
—Le aseguro a usted, señor Blake, que me interesa el asunto de verdad. No se trata simplemente de ganar dinero en mi caso. Deseo verdaderamente volver a crear el pasado, sentir y ver los sucesos que ocurrieron... percibir lo que se oculta tras lo evidente... escudriñar los pensamientos y sentimientos de los actores del drama.
Dijo Felipe Blake:
—No creo que hubiera mucha sutileza en el asunto. Fue una cosa bastante clara. Celos femeninos: he ahí todo.
—Me interesaría enormemente, señor Blake, conocer las reacciones de usted en el asunto.
Felipe Blake exclamó, con repentino acaloramiento, encendiéndosele el rostro aún más.
—¡Reacciones! ¡Reacciones! ¡No hable de una forma tan pedante! Yo me limité a estar ahí parado sin reaccionar. No parece usted comprender que mi amigo... mi amigo, ¿lo oye...?, había muerto... envenenado. Y que si yo hubiera obrado con más rapidez hubiese podido salvarle.
—¿Cómo saca usted esa consecuencia, señor Blake?
—De la siguiente manera. ¿Deduzco que habrá leído usted ya lo publicado referente al asunto?
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—Bien. Pues aquella mañana, mi hermano Meredith me telefoneó. Estaba bastante trastornado... Una de esas pócimas infernales había desaparecido... y era una pócima bastante peligrosa. ¿Qué hice yo? Le dije que viniera a verme y que discutiríamos el asunto. Decidiríamos qué era lo que convenía hacer. ¡Decidir lo que era mejor! No concibo ahora cómo pude ser tan imbécil. Debía haber comprendido que no había tiempo que perder. Debí haber ido a ver a Amyas inmediatamente para ponerle en guardia. Debí haberle dicho: «Carolina le ha robado a Meredith uno de sus venenos; con que más vale que tú y Elsa andéis con cuidado».
Blake se puso en pie. Paseó de un lado para otro en su excitación.
—¡Dios mío! ¿Cree usted que no he repasado vez tras vez el asunto mentalmente? Yo lo sabía. Tuve ocasión de salvarle y anduve tocándome las narices... aguardando a Meredith. ¿Por qué no tuve sentido común para comprender que Carolina no iba a tener escrúpulos ni vacilar un instante? Se había llevado el veneno para usarlo... y lo usaría en la primera oportunidad que se le presentase. No aguardaría a que Meredith echara de menos la pócima. Yo sabía... ¡claro que lo sabía...!, que Amyas corría un peligro mortal... ¡y no hice nada!
—Creo que se culpa usted más de lo debido, monsieur. No tuvo mucho tiempo...
El otro le interrumpió:
—¿Tiempo? Tuve tiempo de sobra. Disponía de una serie de recursos. Podía haber ido a ver a Amyas, como he dicho..., pero existía la probabilidad, claro está, de que no quisiera creerme. Amyas no era uno de esos hombres que creen con facilidad en su propio peligro. Se hubiera reído de semejante idea. Y jamás comprendió por completo la clase de demonio que era Carolina. Pero hubiera podido ir a verla a ella, hubiese podido decirle: «Sé lo que pretendes. Sé lo que proyectas hacer. Pero si Amyas o Elsa mueren envenenados con conicina... ¡morirás en la horca!» Eso le hubiera parado los pies. O hubiese podido telefonear a la policía. ¡Oh! ¡Podían haberse hecho muchas cosas! Y en lugar de hacerlas, me dejé sugestionar por los métodos lentos y cautelosos de Meredith. Hemos de estar seguros..., discutirlo..., asegurarnos de quién puede habérselo llevado... ¡El muy idiota! ¡En su vida ha tomado una decisión con rapidez! Suerte ha tenido de ser el hijo mayor y poseer bienes inmuebles, de cuyas rentas vive. Si hubiese probado alguna vez el ganar dinero, hubiese perdido hasta la camisa.
Poirot preguntó:
—¿A usted no le cupo duda de quién se había llevado el veneno?
—¡Claro que no! Comprendí inmediatamente que tenía que haber sido Carolina. Y es que conocía a Carolina.
—Eso es muy interesante. Quisiera saber, señor Blake, qué clase de mujer era Carolina Crale.
Blake contestó vivamente:
—No era una inocente ultrajada como la creyó la gente en la época en que se vio la causa.
—¿Qué era, entonces? • Blake volvió a sentarse. Dijo, muy serio:
—¿Querría usted saberlo de verdad?
—Realmente, sí.
—Carolina era una sinvergüenza. Una sinvergüenza de tomo y lomo. No crea, tenía su encanto a pesar de todo. Poseía unos modales tan dulces que engañaban por completo a todos. Su aspecto frágil, indefenso, despertaba a la gente un sentido de caballerosidad. A veces, cuando leo algo de historia, creo que María Estuardo debía de haber sido algo parecido a ella. Siempre dulce, desgraciada y magnética... y, en realidad, una mujer fría, calculadora... una intrigante que preparó el asesinato de Darnley y salió airosa del trance. Carolina era así..., una intrigante fría y calculadora. Y tenía un genio vil.
»No sé si se lo habrán dicho... , no constituye punto vital del juicio, pero que descubre como era... ¿sabe lo que le hizo a su hermanita? Estaba celosa, ¿sabe? Su madre había vuelto a casarse, y todo su afecto y todas sus consideraciones fueron para la pequeña Ángela. Carolina no pudo soportarlo. Intentó matar a la criatura con un pisapapeles... aplastarle el cráneo. Afortunadamente el golpe no fue mortal. Pero fue una acción terrible.
—En efecto, en efecto...
—En efecto, pues ésa era la verdadera Carolina. Tenía que ser ella la primera. Era eso precisamente lo que no podía soportar: el ser postergada. Y llevaba dentro un demonio frío, egoísta, capaz de llegar a extremos criminales.
«Parecía impulsiva, ¿sabe?, pero, en realidad, era calculadora. Cuando pasó unos días en Alderbury, de niña, nos echó a todos una mirada e hizo sus planes. No tenía dinero propio. A mí no me miró dos veces. Era el hijo menor, sin un penique, y tendría que ganarme la vida. (Tiene gracia eso. Hoy, probablemente, tengo más dinero que Meredith y Amyas juntos.) Pensó en Meredith primero; pero acabó decidiéndose por Amyas. Amyas tendría Alderbury y, aunque no heredaría mucho dinero con la finca, se daba cuenta de que su talento como pintor se salía de lo corriente. Cabía la posibilidad de que no sólo fuera un genio, sino que también resultara un éxito desde el punto de vista económico. Concienzudamente se lo jugó todo a esa carta.
»Y ganó. Amyas triunfó enseguida. No era un pintor de moda precisamente, pero se reconocía su genio y se vendían sus cuadros. ¿Ha visto usted algunos de ellos? Hay uno aquí. Venga a verlo.
Le condujo al comedor y señaló hacia la pared de la izquierda.
—Ahí lo tiene. Ése es Amyas.
Poirot miró en silencio. Volvió a experimentar asombro al pensar que un hombre pudiera imbuir a un asunto convencional su propia magia. Un jarrón de rosas sobre una mesa de caoba pulimentada. El socorrido asunto de los que pintan naturaleza muerta. ¿Cómo, pues, se las había arreglado Crale para hacer que sus rosas llamearan y ardieran con desenfrenada, casi obscena vida? Porque el cuadro excitaba. Las proporciones de la mesa hubieran angustiado al superintendente Hale; se hubiese quejado que ninguna rosa conocida tenía exactamente esa forma ni ese colorido. Y, luego hubiera ido por ahí preguntándose vagamente por qué las rosas que fuera viendo le resultaban tan poco satisfactorias. Y las mesas redondas de caoba le hubiesen molestado sin que supiera explicarse la causa.
Poirot exhaló un suspiro.
Murmuró : —Sí... todo está ahí.
Blake volvió al lugar en que había estado antes. Masculló tranquilamente:
—Nunca he entendido una palabra de arte, ésa es la verdad. No sé por qué me gusta mirar ese cuadro tanto... pero me gusta. Es... ¡qué rayos!, ¡es bueno!
Poirot asintió moviendo enfáticamente la cabeza.
Blake le ofreció un cigarrillo y al mismo tiempo encendió otro él. Dijo:
—Y ése es el hombre... el hombre que pintó esas rosas... el hombre que pintó «La mujer con el mezclador de combinados...», el hombre que pintó esa sorprendentemente dolorosa «Natividad...», ése es el hombre a quien pararon en seco en toda su plenitud, a quien privaron de su vívida y dinámica vida... ¡todo ello por culpa de una mujer vengativa y miserable! Hizo una pausa.