—Dirá usted que estoy amargado... que tengo prejuicios injustificados contra Carolina. Ella tenía encanto, fascinación... Yo lo he sentido. Pero conocía... siempre conocí la verdadera personalidad que se ocultaba tras ese aspecto. Y esa mujer, monsieur Poirot, era malvada. ¡Era cruel, y maligna, y acaparadora!
—Y, sin embargo, se me ha dicho que la señora Crale aguantó cosas muy duras durante su vida de casada. —Sí; ¡y ya se encargaba ella de que se enterara todo el mundo! ¡Siempre la mártir! Pobre Amyas. Su vida matrimonial fue un infierno largo y perpetuo... o mejor dicho, lo hubiera sido a no ser por su excepcional cualidad. Su arte, ¿comprende? Siempre le quedaba eso. Era un refugio. Estando entregado a su arte, nada le importaba. Desterraba de su recuerdo a Carolina, a sus encocoradoras palabras, a las riñas y peleas incesantes. Éstas nunca tenían fin. No transcurría una semana sin que tuvieran una riña gorda por una razón o por otra. Ella gozaba así. Las riñas la estimulaban en mi opinión. Eran un desahogo. Podía decir todas las cosas duras, acerbas e hirientes que tuviese ganas de soltar. Después de cada una de estas peleas ronroneaba como un gato... se largaba con todas las apariencias de un gato bien alimentado y satisfecho. Pero a él le consumía. Él quería paz... descanso... una vida apacible. Claro está que un hombre así no debiera haberse casado... Un hombre como Crale debe tener devaneos, pero ningún lazo que le sujete... los lazos han de irritarle forzosamente.
—¿Le hizo alguna confidencia?
—Verá... sabía que yo era un amigo muy leal. Me dejaba entrever cosas. No se quejaba. No era de los que se quejan. A veces decía: «¡Al diablo con todas las mujeres!» O bien: «No te cases nunca, chico. Aguarda a morir para conocer el infierno».
—¿Estaba usted enterado de sus relaciones con la señorita Greer?
—Sí..., por lo menos lo vi venir todo. Me dijo que había conocido a una muchacha maravillosa. Era distinta, me dijo, a toda persona que hubiera conocido antes. Y no es que hiciera yo gran caso a eso. Amyas siempre se estaba encontrando con alguna mujer que según él era distinta a las demás. Por regla general, si uno las mencionaba un mes más tarde, él se quedaba mirando boquiabierto, sin saber de qué le hablaban. Pero Elsa Greer era distinta a las demás, en efecto. Me di cuenta de ello cuando fui a Alderbury a pasar unos días. Le tenía bien cogido. Amyas se había tragado el anzuelo. El pobre infeliz hubiese andado de cabeza si ella se lo hubiera pedido.
—¿Tampoco encontraba agradable usted a Elsa Greer?
—Tampoco. Era, sin duda, un ave de rapiña. Ella también quería adueñarse de Crale, en cuerpo y alma. Pero creo, no obstante, que le hubiera convenido a él más que Carolina. Quizá le hubiese dejado en paz una vez hubiera estado segura de él. O tal vez se hubiese cansado de él y buscado a otro. Lo mejor para Amyas hubiera sido poderse ver libre por completo de todo lazo femenino.
—Pero eso, al parecer, estaba en pugna con sus gustos.
Felipe contestó, con un suspiro:
—El muy loco andaba enredándose siempre con una mujer o con otra. Y, sin embargo, en cierto modo, las mujeres significaban muy poco para él en realidad. Las únicas dos mujeres que hicieron alguna impresión en él durante su vida fueron Carolina y Elsa.
Preguntó Poirot:
—¿Quería a la niña?
—¿A Ángela? Oh, todos queríamos a Ángela. ¡Era tan atrevida! ¡Siempre estaba dispuesta a todo! La vida que le daba a esa institutriz suya! Sí; Amyas quería a Ángela... pero a veces se extralimitaba demasiado la muchacha y entonces se enfurecía con ella. Carolina solía intervenir. Siempre se ponía de parte de Ángela, cosa que acababa de exasperar a Amyas. Detestaba que Carolina se uniera a Ángela contra él. Todos eran un poco celosos, ¿sabe? Amyas tenía celos porque Carolina anteponía siempre a Ángela y estaba dispuesta en toda ocasión a hacer cualquier cosa por ella. Y Ángela estaba celosa de Amyas y se rebelaba contra sus aires autoritarios. Era él quien había decidido que fuese al colegio en otoño, y la muchacha estaba furiosa. No era que no le gustase ir al colegio, yo creo que tenía muchas ganas de ir... lo que la enfurecía era que Amyas lo hubiese decidido todo así, sin más ni más, y sin consultar a nadie. Le hizo toda clase de jugarretas en venganza. Una vez le metió diez babosas en la cama. En conjunto, yo creo que Amyas tenía razón. Ya iba siendo hora de que aprendiese lo que era la disciplina. La señorita Williams era muy eficiente, pero hasta ella hubo de confesar que empezaba a no poder ya con Ángela.
Hizo una pausa. Poirot dijo:
—Cuando pregunté si Amyas quería a la niña, me refería a su propia hija.
—¡Ah! ¿Se refiere usted a Carla? Sí; era gran favorita suya. Gozaba jugando con ella cuando se hallaba de humor. Pero el cariño que le tuviese no le hubiera impedido casarse con Elsa, si es eso lo que quiere usted decir. No le profesaba esa clase de cariño.
—¿Quería Carolina Crale mucho a la niña?
Una especie de espasmo contrajo el rostro de Felipe.
—No puedo decir que no fuera una buena madre. No; no puedo decir eso. Es la cosa que más...
—Diga, señor Blake.
Felipe Blake dijo lentamente y con cierta dificultad:
—En realidad es la cosa que más... siento... en este asunto: la muchacha. ¡Un fondo tan trágico a su vida...! La mandaron al extranjero, a casa de una prima de Amyas, casada. Espero... espero de todo corazón... que habrán logrado mantenerla en ignorancia de lo sucedido.
Poirot sacudió la cabeza. Dijo:
—La verdad, señor Blake, tiene la costumbre de darse a conocer siempre. Aun al cabo de muchos años.
Murmuró el corredor de Bolsa:
—Quizá tenga usted razón.
Poirot prosiguió:
—Para que la verdad se imponga, señor Blake, voy a pedirle que haga una cosa.
—¿De qué se trata?
—Voy a suplicarle que dé usted por escrito un relato exacto de lo que ocurrió en aquellos días en Alderbury. Es decir: voy a pedirle que escriba la historia completa del asesinato y de las circunstancias que concurrieron.
—Pero, amigo mío, ¿después de tantos años? Mi relato estaría lleno de inexactitudes, sin duda.
—No necesariamente.
—Con toda seguridad que sí.
—No; en primer lugar, con el transcurso del tiempo, la mente se aferra a los puntos esenciales y rechaza los superficiales.
—¡Ah! ¿Quiere usted decir que le haga una reseña a grandes rasgos?
—De ninguna manera. Quiero que me dé usted una relación detallada y concienzuda de cada suceso a medida que ocurrió y de todas las conversaciones que pueda recordar.
—¿Y si las recordara mal?
—Puede usted mencionar las palabras que recuerde, por lo menos. Podrá haber lagunas; pero eso no puede evitarse.
Blake le miró con curiosidad.
—No comprendo su idea —dijo—. En el archivo de la policía podría usted encontrar todo el asunto relatado con mucha mayor exactitud.
—No, señor Blake. Hablamos ahora desde el punto de vista psicológico. Yo no deseo hechos a secas. Quiero la selección de hechos que usted haga. El tiempo y la memoria serán responsables de esa selección. Pueden haberse hecho cosas, pueden haberse dicho palabras que no hallaría en los archivos de la policía. Cosas y palabras que usted no mencionó nunca porque quizá pensó que nada tenían que ver con el asunto o porque prefirió no repetirlas.
Blake preguntó vivamente: —¿Va a ser publicado mi relato?
—Claro que no. El único que lo leerá seré yo. Él me ayudará, en forma eficaz, a hacer deducciones por mi cuenta.
—¿Y no citará parte alguna de él sin mi consentimiento?
—Naturalmente que no.
—¡Hum! —murmuró Blake—. Soy hombre de muchas ocupaciones, monsieur Poirot. —Comprendo que eso le ocupará tiempo y le dará trabajo. Con mucho gusto estaría dispuesto a... abonar unos honorarios razonables.