Hubo un momento de pausa. Luego Felipe Blake dijo:
—No. Si se lo hago... lo haré gratuitamente.
—¿Y lo hará usted?
Blake advirtió:
—No olvide que no puedo garantizarle que mi memoria me sea fiel.
—Eso queda bien entendido.
—Entonces creo que me gustaría hacerlo. Creo que le debo eso... en cierto modo... a Amyas Crale.
Capítulo VII
Este cerdito se quedó en casa
Hércules Poirot no era hombre que descuidara detalles. Meditó cuidadosamente la forma en que debía abordar a Meredith Blake. Estaba seguro de que éste se diferenciaba bastante de su hermano. De nada le valdría intentar tomarle por asalto en su casa. El asedio había de ser lento.
Hércules Poirot sabía que sólo había una manera de penetrar en la plaza fuerte. Tendría que acercarse a Meredith Blake con las credenciales necesarias. Éstas habían de ser sociales, no profesionales. Afortunadamente, en el transcurso de su carrera, Poirot había hecho amistades en muchas partes. Devonshire no era una excepción. Como consecuencia, descubrió a dos personas que eran conocidas o amigas de Meredith Blake. Por consiguiente, cayó sobre él armado con dos cartas, una de lady María Lytton—Gore, una aristócrata viuda de medios limitados, la más tímida de las criaturas; y la otra de un almirante retirado, cuya familia llevaba asentada en el condado desde cuatro generaciones antes.
Meredith Blake recibió a Poirot algo perplejo.
Como habían pasado con frecuencia últimamente, las cosas no eran ya como fueran en otros tiempos. ¡Qué rayos! Los detectives particulares solían ser antaño detectives particulares, gente a la que uno acudía para que custodiaran los regalos de boda durante una recepción... gente a la que uno recurría, algo avergonzado, cuando sucedía algo anormal y deseaba uno descubrir de qué se trataba.
Pero he aquí que lady María Lytton—Gore le escribía: «Hércules Poirot es un viejo y apreciado amigo mío. Le suplico que haga todo lo que pueda por ayudarle, ¿querrá?» Y lady María Lytton— Gore no era, ¡ya lo creo que no!, la clase de mujer que uno asociaba con detectives particulares y todo lo que éstos representaban. Y el almirante Cronsham escribía: «Muy buena persona, completamente sana. Le agradeceré que haga lo que pueda por él. Es un hombre la mar de divertido; puede contarle a usted infinidad de cuentos y chistes magníficos.»
Y ahora, allí estaba el hombre en persona. ¡La persona más imposible del mundo, en verdad...! Ropa pasada de moda... ¡gorra con botones...!, ¡un bigote increíble! No era de su clase ni mucho menos. No parecía haber cazado nunca... ni haber practicado ningún deporte decente. Un extranjero.
Hércules Poirot, levemente regocijado, leyó con exactitud los pensamientos que cruzaban por la mente del otro.
Había sentido cómo se acrecentaba considerablemente su interés, al conducirle el tren hacia la comarca occidental. Veía ahora, por sus propios ojos, el lugar en que se habían desarrollado aquellos acontecimientos luengos años antes.
Era allí, en Handcross Manor, donde habían vivido dos hermanos jóvenes. Y desde donde habían ido a Alderbury y bromeado y jugado al tenis, y fraternizado con el joven Amyas Crale y una muchacha llamada Carolina. Era desde allí desde donde Meredith había emprendido el paseo a Alderbury la mañana de la tragedia. Dieciséis años antes. Hércules Poirot miró con interés al hombre que le contemplaba con cortesía y cierta inquietud.
Le encontraba tal como se lo había imaginado. Meredith Blake se parecía, superficialmente, a todos los demás caballeros rurales ingleses de poca fortuna y amantes del aire libre.
Una chaqueta raída, de mezclilla; un rostro agradable, de edad madura, curtido por el sol y el aire; ojos azules algo apagados; boca débil, medio oculta por un bigote bastante largo. Poirot encontró un contraste muy grande entre Meredith Blake y su hermano. Tenía cierto aire de vacilación. Era evidente que el cerebro le funcionaba pausadamente, como si el tiempo hubiese ido frenando su marcha, mientras aceleraba la del cerebro de su hermano.
Como ya había adivinado Poirot, era un hombre al que no podían dársele prisas. La vida pausada del campo inglés se le había metido en los huesos.
Parecía, pensó el detective, mucho más viejo que su hermano. Aunque, por lo que había dicho el señor Jonathan, sólo debía haber un par de años de diferencia.
Hércules Poirot se jactaba de saber cómo manejar a un hombre de aquel calibre. No era momento para intentar parecer inglés. No; uno había de ser extranjero, abiertamente extranjero, y conseguir que se le perdonara magnánimamente por serlo. «Claro está, los extranjeros no conocen bien las costumbres. Se empeñan en dar a uno la mano a la hora del desayuno. No obstante, es una persona decente en realidad... »
Poirot inició la tarea de crear tal impresión de sí mismo. Los dos hombres hablaron con cautela de lady María Lytton—Gore y del almirante Cronsham. Se mencionaron otros nombres. Afortunadamente, Poirot conocía la prima de alguien y le habían presentado a la cuñada de Fulano de Tal. Observó que empezaba a brillar algo de cordialidad en los ojos del mayorazgo. Aquel extranjero parecía conocer a gente importante.
Con gentileza, con insidia, el detective introdujo el objeto de su visita. Fue rápido en contrarrestar la inevitable sacudida. El libro, por desgracia, iba a ser escrito. La señorita Crale, o Lemarchant, como se llamaba ahora, tenía vivos deseos de que dirigiera él, juiciosamente, su publicación. Los hechos pertenecían ya al dominio público. Pero podía hacerse mucho, al presentarlos, para no herir susceptibilidades. Poirot murmuró que no sería la primera vez que se hallara en situación de ejercer cierta influencia discreta y evitar que apareciesen párrafos algo escandalosos en una obra de «Memorias».
Meredith se puso colorado de ira. Le tembló un poco la mano al cargar la pipa. Dijo, tartamudeando levemente:
—Es... es horrible que desentierren esas cosas. Hace dieciséis años ya. ¿Por qué no lo dejan en paz?
Poirot se encogió de hombros. Dijo:
—Estoy de acuerdo con usted. Pero, ¿qué quiere? El público pide esas cosas. Y cualquiera tiene derecho a reconstruir un crimen probado y a hacer comentarios sobre él.
—A mí me parece vergonzoso.
Murmuró Poirot:
—Por desgracia, no vivimos en una época de delicadezas... Le asombraría saber, señor Blake, la cantidad de publicaciones desagradables que he logrado... ah... suavizar. Tengo vivos deseos de hacer todo lo que pueda por proteger a la señorita Crale en este asunto.
Meredith Blake musitó:
—¡La pequeña Carla! ¡Esa criatura! Una mujer hecha y derecha. Cuesta trabajo creerlo.
—Lo sé. El tiempo vuela, ¿no es cierto?
Meredith suspiró. Dijo:
—Demasiado aprisa.
Poirot continuó:
—Como habrá visto por la carta de la señorita Crale que le entregué, tiene muchos deseos de saber todo lo posible acerca de los tristes acontecimientos del pasado.
—¿Por qué? ¿A qué resucitar todo eso? ¡Cuánto mejor sería que se olvidara por completa!
—Usted dice eso, señor Blake, porque conoce todo el pasado demasiado bien. La señorita Crale, no lo olvide, no sabe una palabra. Es decir, sólo conoce la historia tal como ha podido leerla en las informaciones periodísticas.
Blake hizo un gesto. Dijo:
—Sí. Lo olvidaba. Pobre niña. ¡Qué situación más detestable para ella! La impresión de saber la verdad. Y, luego... esos informes duros, sin alma, de la vista de la causa.
—Nunca —aseguró el detective— puede hacérsele justicia a la verdad en un simple relato legal. Son las cosas que se omiten las que importan. Las emocionales, son sentimientos... el carácter de los personajes del drama. Las circunstancias atenuantes...