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—¿Se lo dijo ella a usted?

—No con palabras. Pero siempre veré su rostro como estaba aquella tarde. Pálido y en tensión, con una especie de alegría desesperada. Hablaba y reía mucho. Pero sus ojos... había en ellos una expresión de angustia que resultaba lo más conmovedor que en mi vida he conocido. ¡Era una criatura tan dulce, además!

Hércules Poirot le miró unos instantes sin hablar. Era evidente que aquel hombre no encontraba incongruente hablar así de la mujer que al día siguiente había matado deliberadamente a su esposo.

Meredith Blake siguió su relato. Había desaparecido ya por completo su primer acceso de desconfianza y hostilidad. Hércules Poirot tenía el don de saber escuchar. Para hombres como Blake, el revivir el pasado tiene cierto atractivo. Habló más para sí que para su compañero.

—Debía haber sospechado algo, supongo. Fue Carolina quien hizo versar la conversación sobre... sobre mi distracción favorita. Era, confieso, una cosa que me entusiasmaba. Los antiguos herbolarios ingleses resultan un estudio interesante. ¡Hay tantas plantas que se usaban antaño en la Medicina y que hoy han desaparecido de la Farmacopea oficial! Y es asombroso, en verdad, ver cómo una simple decocción de tal o cual planta hace maravillas. La mitad del tiempo no hacen falta los médicos para nada. Los franceses entienden de eso... algunas de sus tisanas son de primera.

Se había lanzado de lleno ya a hablar de su tema favorito.

—El té de amargón, por ejemplo. Es maravilloso. Y una decocción de frutos de escaramujo... Leí no sé dónde el otro día que empieza a ponerse eso de moda otra vez entre los médicos. Ah, sí, he de confesar que hallaba mucho placer en mis pócimas. Recogiendo las plantas en el momento más indicado, secándolas... macerándolas... todo eso. He caído en la superstición a veces, incluso, y recogido las raíces en luna llena o en el momento que aconsejaran los antiguos. Recuerdo que aquel día di a mis invitados una conferencia sobre la cicuta. Florece dos veces al año. Se recoge el fruto cuando está madurado, antes de que se vuelva amarillo. La conicina, ¿sabe?, es una droga que se ha abandonado por completo. No creo que figure ningún preparado a base de eso en la última Farmacopea oficial... pero yo he demostrado su utilidad en la tos ferina... y en el asma también, si a eso viene...

—¿Habló de todo eso en su laboratorio?

—Sí... les enseñé todo... les expliqué las propiedades de las distintas drogas... la valeriana, y cómo atrae a los gatos... con olería un instante se conformaron y no quisieron saber más de ella. Luego me preguntaron acerca de la dulcamara y yo les hablé de la belladona y de la atropina. Dieron muestras de gran interés.

—¿Dieron, dice? ¿A quiénes se refiere usted exactamente?

Meredith Blake pareció levemente sorprendido, como si hubiese olvidado que el que escuchaba no había presenciado la escena.

—Oh, a todo el grupo. Deje que piense... Estaba Felipe... y Amyas también... y Carolina, claro está... Angela... y Elsa Greer.

—¿Nadie más?

—No... creo que no. No; estoy seguro de que no —Blake le miró con curiosidad—. ¿Qué otra persona iba a haber? —Pensé que a lo mejor la institutriz...

—Ah, ya. No; no estaba allí aquella tarde. Me parece que he olvidado su nombre. Una mujer muy simpática. Tomaba su obligación muy en serio. Creo que Angela la tenía muy preocupada. — ¿Por qué?

—Verá... Ángela era una cría muy simpática... pero un poco alocada. Siempre andaba haciendo alguna travesura. Le metió una babosa por el cuello a Amyas un día cuando estaba pintando. Él se puso hecho un energúmeno. La colmó de improperios. Fue después de eso cuando se le ocurrió la idea del colegio.

—¿De mandarla al colegio quiere decir?

—Sí. No es que no le profesase cariño, sino que la encontraba un poco cargante a veces. Y creo... siempre he creído...

—¿Qué?

—Que estaba un poco celoso. Carolina, ¿sabe?, era esclava de Ángela. Hasta cierto punto, quizás. Angela era antes que nada ni que nadie para ella y a Amyas no le gustaba eso. Había sus razones para ello, claro está. No me meteré a hablar de eso pero...

Poirot le interrumpió:

—La razón era que Carolina Crale se reprochaba el haber desfigurado a la muchacha, ¿verdad? Blake exclamó:

—¡Ah! ¿Sabe usted eso? No pensaba mencionarlo. Pasó ya a la historia. Pero, sí, yo creo que ésa era la causa de su actitud. Siempre parecía creer que todo lo que ella pudiera hacer sería poco para reparar el mal que había hecho.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza. Preguntó:

—¿Y Ángela? ¿Le guardaba rencor a su hermanastra?

—Oh, no... Que no se le meta esa idea en la cabeza. Ángela le tenía mucho afecto a Carolina. Jamás se le ocurrió pensar en el asunto ése, estoy seguro. Era Carolina la que no podía perdonarse.

—¿Acogió Ángela bien la idea de ir a un internado?

—No, señor. Se enfureció con Amyas. Carolina se puso de su parte. Pero Amyas había tomado ya la decisión con carácter irrevocable. A pesar de tener mal genio, Amyas era muy tolerante en la mayoría de las cosas; pero cuando se enfadaba de verdad, tenía que ceder todo el mundo. Tanto Carolina como Ángela cedieron.

—Había de ir al colegio..., ¿cuándo?

—Para el curso de otoño... Recuerdo que le estaban preparando el equipo. Supongo que de no haber sido por la tragedia, se hubiera marchado unos cuantos días más tarde. Se había hablado incluso de hacerle el equipaje la mañana de aquel día.

Dijo Poirot:

—¿Y la institutriz? .

—¿La institutriz?

—¿Qué tal; le gustó la idea? La dejaba sin trabajo, ¿verdad?

—Sí... es decir, supongo que sí, hasta cierto punto. La pequeña Carla tomaba algunas lecciones; pero claro, sólo contaba..., ¿cuántos años...? Seis o por ahí. Tenía aya. No hubiesen seguido pagando a la señorita Williams nada más que por ella. Sí, así se llamaba... Williams. Es raro cómo recuerda uno las cosas cuando empieza a hablar de ellas.

—En efecto. Se encuentra usted ahora de nuevo en el pasado, ¿verdad? Revive usted las escenas... vuelve a oír las palabras que se dijeron y a ver los gestos de la gente... y la expresión de los semblantes, ¿verdad?

Meredith respondió muy despacio:

—Hasta cierto punto... sí... Pero hay lagunas. Faltan trozos grandes... Recuerdo, por ejemplo, cuánto me impresioné al principio de enterarnos que Amyas iba a dejar a Carolina... pero no me acuerdo de si él fue quien me lo dijo o fue Elsa. Sí que recuerdo haber discutido con Elsa acerca de ello... intentando hacerle ver que era una canallada. Y ella se limitó a reír con aquella tranquilidad que le era peculiar y me llamó anticuado. Bueno, puede ser que yo sea anticuado; pero sigo creyendo que tuve razón. Amyas tenía mujer e hija... debiera haber seguido a su lado sin titubeos de ninguna clase. No así como así, se destruye una familia.

—Pero... ¿la señorita Greer opinaba que semejante punto de vista resultaba anticuado?

—Sí. No crea, hace dieciséis años no se consideraba el divorcio una cosa tan natural como en estos tiempos. Pero Elsa era una de esas muchachas que hacen profesión de ser modernas. Su punto de vista era que, cuando dos personas no son felices juntas, es preferible que se separen. Decía que Amyas y Carolina siempre estaban regañando y que resultaría mucho mejor para la niña no criarse en un ambiente falto de armonía.

—¿Y sus razonamientos no le causaron a usted la menor impresión?

Meredith dijo lentamente:

—Me hacía el efecto siempre de que, en realidad, Elsa no sabía lo que se decía. Soltaba las cosas a guisa de loro... cosas que había leído en libros o escuchado de labios de sus amistades. Resultaba... ¡qué cosa más rara de decir...!, resultaba algo patética. ¡Tan joven y tan segura de sí...! La juventud tiene algo, monsieur Poirot, que es... que puede ser... terriblemente conmovedor, desconcertante.

Hércules Poirot dijo, mirándole con cierto interés: