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—Sé lo que quiere usted decir...

Blake continuó hablando en voz baja, más para sí que para Poirot:

—Yo creo que fue en parte por eso por lo que abordé a Crale. Él le llevaba a la muchacha cerca de veinte años. No parecía justo.

Poirot murmuró:

—¡Ah...! ¡Cuán pocas veces consigue uno hacer mella! Cuando una persona ha decidido seguir un camino determinado... sobre todo cuando median faldas... no es fácil conseguir que se desvíe.

Meredith respondió con amargura:

—Cierto. Nada adelanté, desde luego, con mi intervención. Pero después de todo, no soy persona que sepa convencer. Nunca lo he sido.

Poirot le dirigió una rápida mirada. Leyó en aquella amargura de la voz el descontento de un hombre susceptible por su falta de personalidad.

Y reconoció para sí la verdad de lo que Blake acababa de decir. Meredith Blake no era hombre para persuadir a nadie a que se apartara de un camino determinado, a conseguir que lo siguiera. Sus esfuerzos bien intencionados serían siempre echados a un lado... con indulgencia generalmente, sin ira; pero echados a un lado definitivamente. No tendrían peso. Era esencialmente un hombre ineficaz.

Poirot dijo como quien procura desterrar de la conversación un tema doloroso:

—¿Aún posee el laboratorio de medicina y cordiales?

—No.

La palabra fue pronunciada con viveza... casi con angustiosa rapidez. Meredith dijo rápidamente, poniéndose colorado:

—Lo abandoné todo... lo desmonté. No pude continuar con él... ¿Cómo iba a poder... , después de lo ocurrido? Todo el asunto, ¿comprende?, podía haberse dicho ser culpa mía, ¡era terrible!

—No, no, señor Blake. Es usted demasiado susceptible.

—Pero ¿no comprende? Si yo no hubiese coleccionado esas malditas drogas... si no hubiese hablado con tanta insistencia de ellas... si no me hubiera jactado de su elaboración ni les hubiese obligado a parar mientes en ellas aquella tarde a mis invitados... Pero nunca pensé... nunca soñé... cómo iba a poder...

—¿Cómo?

—Seguí hablando de las plantas. Orgulloso de mis escasos conocimientos de la materia. ¡Qué ciego! ¡Qué imbécil! ¡Qué presumido! Señalé aquella maldita conicina. Llegué incluso... ¡si sería imbécil...!, a conducirlos a la biblioteca y leerles esos párrafos de Fedón en que describe la muerte de Sócrates. ¡Maravillosa descripción! Siempre la he admirado. Pero su recuerdo me persigue desde entonces.

—¿Encontraron huellas dactilares en su botella de conicina?

—Las de ella.

—¿Las de Carolina Crale?

—Sí.

—¿No las de usted?

—No. Yo no toqué la botella. Sólo la señalé.

—Pero alguna vez la habría usted tocado.

—Oh, naturalmente; pero solía quitarles el polvo a los frascos de vez en cuando... Nunca dejaba entrar allí a la servidumbre, claro está... Y había hecho limpieza cuatro o cinco días antes.

—¿Conservaba usted la habitación cerrada con llave?

—Invariablemente.

—¿Cuándo tomó Carolina Crale la conicina de la botella?

Meredith repuso a regañadientes:

—Fue la última en salir del cuarto. La llamé, recuerdo, y ella salió apresuradamente. Tenía las mejillas algo encendidas... y los ojos muy abiertos y excitados. ¡Dios mío! ¡Me parece estar viéndola ahora!

Preguntó Poirot:

—¿Tuvo usted con ella alguna conversación aquella tarde? Quiero decir con esto que si discutió con ella la situación existente entre ella y su marido.

Repuso Blake despacio:

—No inmediatamente. Parecía, como le he dicho... muy trastornada. Le pregunté en un momento en que estábamos más o menos lejos: «¿Te sucede algo, querida?» Ella contestó: «No me puede suceder más ni peor...» Me hubiera gustado que hubiese podido oír usted la desesperación que delataba su voz. Aquellas palabras expresaban literalmente la verdad. No podía negarse. Amyas Crale lo era todo para Carolina. Dijo: «Todo desapareció... acabó. Y yo acabé también, Meredith.» Y rompió a reír... y se volvió a los demás... y... y se tornó de pronto alegre... con una alegría forzada... anormal...

Hércules Poirot movió la cabeza lentamente en señal afirmativa. Parecía un mandarín de porcelana. Dijo:

—Sí... comprendo... fue así...

Meredith Blake descargó de pronto un puñetazo sobre la mesa. Alzó la voz. Casi gritó:

—Y una cosa le diré, monsieur Poirot...; cuando Carolina Crale declaró ante el Tribunal que había robado el veneno para tomárselo ella, [juro que estaba diciendo la verdad! No había entrado en su cabeza idea alguna de cometer ese asesinato por entonces. Lo juraría yo. El pensamiento ése se presentó después.

Hércules Poirot inquirió:

—¿Está usted seguro de que se presentó, en efecto, después?

Blake le miró boquiabierto. Dijo:

—Usted perdone. No acabo de comprender... ¿Qué quiere decir?

Dijo Poirot:

—Le pregunto si está seguro de que llegó a tener alguna vez pensamiento de asesinar. ¿Está usted convencido, completamente convencido, de que Carolina Crale cometió deliberadamente el asesinato?

La respiración de Meredith se tornó irregular. Preguntó:

—Pero si no... si no... ¿es que insinúa usted un... bueno... un accidente quizá?

—No necesariamente.

—Es extraordinario lo que usted dice.

—¿Usted cree? Ha dicho usted mismo que Carolina era una mujer muy dulce. ¿Cometen asesinatos las personas dulces?

—Era una mujer muy dulce... No obstante... bueno, hubo riñas muy violentas.

—No era una mujer tan dulce entonces, dejándose llevar de la violencia.

—Sí que lo era... ¡Oh! ¡Cuán difíciles de explicar son estas cosas!

—Estoy intentando comprender.

—Carolina tenía una lengua mordaz... una forma muy vehemente de hablar. Podría decir: «Te odio. Ojalá estuvieses muerto.» Pero no significaría... no implicaría acción.

—Conque, en opinión suya, el cometer un asesinato resultaba una cosa muy poco característica de la señora Crale.

—Tiene usted una forma extraordinaria de decir las cosas, monsieur Poirot. Sólo puedo decir que... sí... sí que me parece poco característico de ella. Sólo consigo explicármelo diciéndome que la provocación fue extrema. Adoraba a su marido. En tales circunstancias, una mujer pudiera... ah... matar.

Poirot asintió con la cabeza.

—Sí; estoy de acuerdo.

—Quedé estupefacto al principio. No me parecía que pudiera ser verdad. Y no era verdad... no sé si me comprende... No fue la verdadera Carolina la que hizo eso.

—Pero ¿está usted completamente seguro que... hablando en el sentido legal... Carolina Crale cometió el crimen?

Meredith Blake volvió a mirarle boquiabierto.

—Mi querido amigo... si no lo hizo...

—Bien. Si no lo hizo... ¿qué?

—No se me ocurre ninguna otra solución. ¿Accidente? Imposible a todas luces.

—Completamente imposible creo yo, en efecto. —Y no puedo creer en la teoría de un suicidio. Hubo que proponerla, pero no podía convencer a nadie que conociese a Crale.

—Es natural.

—Conque... , ¿qué queda?

Poirot contestó fríamente:

—Queda la posibilidad de que Amyas Crale fuera asesinado por otra persona.

—¡Eso es absurdo!

—¿Cree usted?

—Estoy seguro de ello. ¿Quién hubiera deseado matarle? ¿Quién hubiera podido matarle?

—Es más probable que lo sepa usted que yo.

—Pero no creerá usted en serio...

—Tal vez no. Me interesa examinar la posibilidad. Considérela en serio. Dígame lo que piensa usted.

Meredith le contempló unos instantes. Luego bajó la mirada. Al cabo de un par de minutos sacudió la cabeza. Dijo:

—No se me ocurre ninguna otra solución posible. Me gustaría que se me ocurriese. Si hubiera razón alguna para sospechar de otra persona, creería a Carolina inocente sin vacilar. No quiero creer que lo hiciese ella. No podía creerlo al principio. Pero ¿qué otra persona queda? ¿Qué otra persona había? ¿Felipe? El mejor amigo de Crale. ¿Elsa? ¡Absurdo! ¿Yo? ¿Tengo cara de asesino? ¿Una institutriz muy respetable? ¿Un par de criados adictos? ¿Quizás insinuará que lo hizo la pequeña Ángela? No, monsieur Poirot, no hay otra persona. Nadie puede haber matado a Amyas Crale más que su esposa. Pero él la llevó a esto. Conque, bien mirado, supongo que fue un suicidio después de todo.