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Alzó con un gesto, la retadora barbilla. Dijo:

—Míreme. Diría usted, ¿verdad que sí?, si me encontrara: «¡Ahí va una muchacha que no tiene preocupación alguna!» Poseo bienes de fortuna; tengo una salud magnífica; soy bastante bien parecida; puedo disfrutar de la vida... A los veinte años no había una muchacha en el mundo con quien hubiera cambiado de lugar.

»Pero ya, ¿sabe?, había empezado a hacer preguntas. De mi padre y de mi madre. Quiénes eran y qué hacían. Hubiera acabado averiguándolo...

«Pero me dijeron la verdad. Cuando cumplí los veintiún años. No tuvieron más remedio que hacerlo entonces porque, en primer lugar, a esa edad entraba en posesión de mi herencia. Y además, ¿sabe?, había la carta. La carta que mi madre dejó para mí al morir.

Cambió de expresión, se amortiguó. Los ojos no eran ya dos puntos ardientes, sino oscuros y profundos lagos.

Dijo:

—Fue entonces cuando supe la verdad. Que mi madre había sido hallada culpable de asesinato. Fue... bastante horrible.

Hizo una pausa.

—Hay otra cosa que he de decirle. Estaba prometida en matrimonio. Dijeron que teníamos que esperar... que no podíamos casarnos hasta que hubiese cumplido yo los veintiún años de edad. Cuando supe la verdad, comprendí por qué.

Poirot se movió y habló por primera vez. Dijo:

—¿Y cuál fue la reacción de su prometido?

—¿De Juan? A Juan le era igual. Dijo que eso no afectaba para nada nuestras relaciones... no en cuanto a él se refería. Él y yo éramos Juan y Carla... y el pasado no importaba.

Se inclinó hacia delante.

—Seguimos siendo prometidos. Pero, a pesar de todo, ¿sabe?, sí que me importa. Me importa a mí. Y le importa a Juan también... No es el pasado lo que nos importa: es el futuro —crispó las manos—. Queremos tener hijos, ¿comprende? Los dos queremos hijos. Y no queremos ver cómo crecen nuestros hijos y tener miedo.

Inquirió Poirot:

—¿Se da usted cuenta de que entre los antepasados de todo el mundo ha habido gente dada a la violencia y al mal?

—No comprende usted. Es cierto eso, claro está. Pero después de todo, uno no suele estar enterado de ello. Nosotros lo estamos. Está muy cerca de nosotros. Y... a veces... he visto a Juan mirarme. Una mirada rápida... fugaz. Supóngase usted que nos hubiéramos casado hubiésemos reñido y yo le viera mirarme y... y espantarse.

Hércules Poirot preguntó:

—¿Cómo murió su padre?

La voz de Carla contestó, clara y firme:

—Envenenado.

Dijo Poirot: Ya.

Hubo un silencio.

Luego dijo la muchacha, en voz serena, normaclass="underline"

—Gracias a Dios que es usted sensato. Comprende usted qué importa... y lo que implica. No intenta remediarlo y soltar frases de consuelo.

—Comprendo perfectamente —aseguró Poirot—. Lo que no comprendo es qué desea usted de

mí.

Carla Lemarchant dijo, con sencillez:

—¡Quiero casarme con Juan! Y ¡tengo la intención de casarme con Juan! Y quiero tener por lo menos dos hijos y dos hijas. Y, ¡usted va a encargarse de que eso sea posible!

—¿Quiere decir con eso... que desea usted que hable yo con su prometido? ¡Ah, no, es idiota lo que digo! Es algo completamente distinto lo que usted sugiere. Dígame lo que piensa...

—Escuche, monsieur Poirot. Entienda esto... y entiéndalo bien: contrato sus servicios para investigar un asesinato.

—¿Quiere usted decir que... ?

—Sí; eso quiero decir. Un asesinato es un asesinato, haya ocurrido ayer o haya tenido lugar hace dieciséis años.

—Pero, mi querida joven...

—Aguarde, monsieur Poirot. No lo sabe todo aún. Hay un punto muy importante.

—¿Sí?

—Mi madre era inocente —anunció Carla Lemarchant.

Hércules Poirot se frotó la nariz. Murmuró:

—Claro. Naturalmente... comprendo eso...

—No es sentimentalismo ni presentimiento. Hay su carta. La dejó para mí antes de morir. Había de serme entregada cuando cumpliera los veintiún años. La dejó exclusivamente para eso... para que estuviera yo completamente segura. Eso era lo único que contenía. Que ella no lo había hecho... que era inocente... que yo podría tener siempre la seguridad de ello.

Hércules Poirot miró, pensativo, al rostro juvenil, vivaz, que con tanta intensidad le miraba. Dijo, lentamente:Tout de méme...

Carla sonrió.

—No; mamá no era así. Está usted pensando que podría ser mentira... una mentira sentimental... —se inclinó hacia delante—. Escuche, monsieur Poirot: hay cosas que los críos saben perfectamente. Recuerdo a mi madre... un recuerdo un poco borroso, es cierto, pero recuerdo perfectamente la clase de persona que era. Ella no decía mentiras... mentiras piadosas. Si una cosa iba a hacer daño, siempre lo decía. Dentistas; espinas clavadas en los dedos... todas esas cosas. La verdad era... un impulso natural de ella. Yo no le tenía... o no creo por lo menos... especial cariño... pero tenía fe en ella. ¡Sigo teniendo fe en ella! ¡Si ella dice que no mató a mi padre, entonces es que no lo mató! No era la clase de personas que escribiera solemnemente una mentira cuando sabía que se estaba muriendo.

Lentamente, casi a regañadientes, Hércules Poirot inclinó la cabeza.

Carla prosiguió:

—Por eso no hay inconveniente, por parte mía, en que me case con Juan. Yo sé que no hay inconveniente. Pero él no lo sabe. Le parece que, claro está, yo creería inocente a mi madre en cualquier caso. Hay que aclarar el asunto, monsieur Poirot. ¡Y lo va a aclarar usted!

Hércules Poirot dijo lentamente:

—Admitiendo que lo que usted dice sea verdad, mademoiselle, han transcurrido dieciséis años.

Contestó Carla:

—¡Oh! ¡Claro que va a ser difícil! ¡Nadie más que usted sería capaz de hacerlo!

Bailó la risa en los ojos de Poirot unos instantes. Dijo:

—Me da usted jabón de la mejor calidad, hein?

Repuso Carla:

—He oído hablar de usted. De las cosas que ha hecho. De la forma en que las ha hecho. Es la psicología lo que a usted le interesa, ¿verdad? Pues ésa no cambia con el tiempo. Las cosas tangibles han desaparecido... las colillas y las huellas de pisadas, y las hojas de hierba aplastadas. No puede usted buscar esas cosas ya. Pero puede repasar todos los detalles del caso y quizás hablar con la gente que lo vivió... ninguna de esas personas ha muerto aún... Y luego... luego, como dijo hace unos momentos, puede retreparse en su sillón y pensar. Y sabrá exactamente lo que ocurrió en la ciudad...

Hércules Poirot se puso en pie. Acariciándose el bigote con una mano, dijo:

—Mademoiselle, me hace un gran honor. Justificaré la fe que tiene usted en mí. Investigaré el caso. Examinaré, retrospectivamente, los sucesos de hace dieciséis años, y descubriré la verdad.

Carla se levantó. Le brillaban los ojos. Pero sólo dijo:

—Muy bien.

Hércules Poirot sacudió con elocuencia el dedo índice.

—Un momento. He dicho que descubriré la verdad. No tengo, ¿comprende usted?, prejuicios. No acepto las seguridades que usted me da de la inocencia de su madre. Si era culpable... eh bien, ¿qué, entonces?

La orgullosa cabeza de Carla se irguió más. Contestó:

—Soy su hija. ¡Quiero la verdad!.

Dijo Hércules Poirot:

—En avant, pues. Aunque no es eso lo que debiera de decir. Todo lo contrario.En arriére...