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—No sacará usted mucho de eso. Felipe es un hombre muy ocupado. Olvida las cosas una vez han pasado. Probablemente lo recordará todo al revés.

—Habrá lagunas, naturalmente. Comprendo eso.

—Una cosa... —Meredith se interrumpió bruscamente. Luego prosiguió, poniéndose levemente colorado al hablar—. Si usted quiere, yo... yo podría hacer lo mismo. Quiero decir que eso le serviría para hacer una especie de comprobación, ¿no le parece?

Hércules Poirot contestó con calor:

—Resultaría de muchísimo valor. ¡Es una idea excelente!

—Bien. Lo haré. Tengo unos libritos antiguos en los que solía apuntar mis impresiones... Pero escuche —rió con embarazo—, no tengo un estilo muy literario. Hasta mi ortografía deja mucho que desear. No... ¿no esperará demasiado de mí?

—¡Ah! ¡No es estilo literario lo que yo quiero! Sólo deseo un relato sencillo de todo lo que pueda usted recordar. Lo que dijeron todos, su aspecto, sus expresiones... lo que ocurrió exactamente. No se preocupe de que parezca no tener nada que ver con el asunto. Todo contribuye a dar una idea del ambiente.

—Sí; eso lo comprendo. Debe resultar difícil ver mentalmente a personas y lugares que nunca se han visto en realidad.

Poirot asintió con un movimiento de cabeza.

—Hay otra cosa que quería preguntarle. Alderbury es la finca contigua a ésta, ¿verdad? ¿Me sería posible ir allá... ver con mis propios ojos el lugar en que ocurrió la tragedia?

Meredith respondió lentamente:

—Puedo llevarle a usted allí, sin inconveniente. Pero claro, el lugar ha cambiado mucho de aspecto.

—¿No habrán edificado más allí?

—No, afortunadamente... no ha llegado la cosa a ese extremo. Pero es una especie de hostelería ahora... Lo compró una sociedad. Acuden a ella bandadas de jóvenes en verano, y claro, todas las habitaciones han sido subdivididas y convertidas en cubículos. El terreno ha sufrido modificaciones también.

—Tendrá que reconstruírmelo usted mediante explicaciones.

—Haré lo posible. Me hubiera gustado que lo hubiese visto antaño. Era una de las fincas más hermosas que he conocido.

Salieron por la puerta ventana y empezaron a cruzar un cuadro de césped en pendiente.

—¿Quién vendió la propiedad? —inquirió Hércules Poirot.

—Los albaceas, en nombre de la niña. Todos los bienes de Crale fueron a parar a ella. No había testado. Conque supongo que se repartiría todo entre su esposa y su hija. Carolina legó todo lo que tenía a la niña también.

—¿No le dejó nada a su hermanastra?

—Angela tenía algo de dinero suyo, que había heredado de su padre.

Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Comprendo —dijo.

Luego soltó una exclamación:

—Pero, ¿adonde me lleva usted? ¡Vamos derechos a la playa!

—¡Ah! He de explicarle a usted nuestra geografía. La verá por sus propios ojos dentro de un momento. Hay una ensenada, como ve... Caleta del Camello la llaman... que se interna en tierra. Casi parece la boca de un río; pero no lo es... sólo es un brazo de mar. Para ir a Alderbury por tierra hay que internarse y dar la vuelta a la ensenada; pero el camino más corto de una casa a otra es cruzar esta parte estrecha de la caleta. Alderbury está enfrente... Mire... se ve la casa por entre los árboles.

Habían salido a una playa pequeña. Frente a ellos había una punta de tierra cubierta de bosques y se distinguía una casa blanca por entre los árboles.

Había dos embarcaciones en la playa. Meredith Blake, con la ayuda algo torpe de Poirot, arrastró una de ellas hasta el agua, y a los pocos momentos remaban hacia la otra orilla.

—Siempre usábamos este camino antiguamente —explicó Meredith—. A menos, claro está, que hubiese tormenta o estuviera lloviendo, en cuyo caso íbamos en automóvil. Pero hay cerca de tres millas de camino por ese lado.

Acercó el bote al muellecito de piedra del otro lado y echó una mirada a la colección de casetas de madera y a unas terrazas de hormigón.

—Todo esto es nuevo. Antes había un cobertizo para los botes... medio derrumbado... y nada más. Y uno bajaba por la playa y se bañaba desde esas rocas de allá.

Ayudó a su invitado a saltar a tierra, amarró el bote y empezó a subir por un empinado sendero.

—No creo que nos encontremos con nadie —dijo por encima del hombro—. No hay nadie aquí en abril... salvo por Pascua. Aunque no importa si encontramos a alguno. Estoy en buenas relaciones de vecindad. El sol es magnífico hoy. Como si fuera en verano. Fue un día hermoso el de la tragedia. Más parecía julio que septiembre. Sol brillante... pero un vientecillo frío.

El sendero surgió de entre los árboles y bordeó un saliente de roca. Meredith señaló hacia arriba con la mano.

—Eso es lo que llaman la Batería. Estamos poco más o menos debajo de ella ahora, bordeándola.

Volvieron a meterse por entre los árboles y luego el sendero torció bruscamente y salieron ante una puerta practicada en un alto muro. El sendero seguía zigzagueando hacia arriba; pero Meredith abrió la puerta v los dos hombres entraron por ella.

Durante unos instantes Poirot quedó deslumbrado, al surgir de la sombra de fuera. La Batería era una meseta despejada artificialmente, con almenas adornadas de cañones. Daba la impresión de hallarse suspendida sobre el mar. Había árboles por encima de ella y por detrás; por el lado del mar no se veía más que las deslumbrantes y azuladas aguas al pie.

—¡Atractivo lugar! —murmuró Meredith. Señaló con desdeñoso movimiento de cabeza una especie de pabellón pegado a la pared de roca del fondo—. Eso no estaba allí, claro... sólo un cobertizo desvencijado donde Amyas guardaba sus bártulos de pintar, unas cuantas botellas de cerveza y unos cuantos sillones. Había un banco y una mesa... de hierro pintada. Nada más. No obstante... no ha cambiado mucho.

Hablaba con voz trémula.

—Y ¿fue aquí dónde sucedió?

Meredith asintió con la cabeza.

—El banco estaba allí... contra el cobertizo. Estaba echado en él. Solía tirarse en él a veces cuando pintaba... quedándose mirando... mirando... Luego, de pronto, se ponía en pie de un brinco y empezaba a aplicar pintura al lienzo precipitadamente, como un loco.

Hizo una pausa.

—Por eso parecía... casi natural. Como si estuviera dormido... como si acabara de dejarse vencer por el sueño. Pero tenía los ojos abiertos... y... se había quedado rígido... Una especie de parálisis, ¿sabe? No se experimenta el menor dolor... Siempre me he alegrado de eso...

Poirot preguntó una cosa que ya sabía:

—¿Quién le encontró aquí?

—Ella, Carolina. Después de comer. Elsa y yo, supongo, fuimos los últimos en verle vivo. Debía haber empezado a obrar ya el veneno entonces... Tenía... un aspecto raro. Prefiero no hablar de eso. Se lo diré por escrito. Resulta más difícil así.

Dio media vuelta bruscamente y salió de la Batería. Poirot le siguió sin despegar los labios.

Los dos hombres siguieron ascendiendo por el sendero en zigzag. A un nivel más alto que la Batería había otra meseta pequeña. Los árboles la cobijaban con su sombra y había allí un banco y una mesa. Dijo Meredith.

—No ha cambiado esto mucho. Aunque el banco no era rústico como éste, sino de hierro pintado. Un poco duro para sentarse en él; pero la vista era sumamente hermosa.

Poirot asintió. Por entre los árboles podía mirarse por encima de la Batería hasta la boca de la caleta.

—Estuve sentado aquí parte de la mañana —explicó Meredith—. Los árboles no habían crecido tanto entonces. Se veían las almenas de la Batería claramente. Allí era donde estaba Elsa haciendo de modelo, ¿sabe? Sentada en una almena con la cabeza vuelta.

Hizo un leve movimiento nervioso con los hombros.

—Los árboles crecen más aprisa de lo que uno cree —murmuró—. Bueno, supongo que me estoy haciendo viejo. Venga a la casa.

Continuaron siguiendo el sendero hasta salir éste cerca de la casa. Había sido un edificio hermoso, de estilo georgiano. Le habían sido agregados otros pisos posteriormente y, sobre el verde césped cerca de él, había unas cincuenta casetas de baño, de madera.