—Los muchachos duermen allí. Las muchachas en la casa —explicó Meredith—. No creo que haya aquí nada que quiera usted ver. Todas las habitaciones han sido subdivididas. Antiguamente había un invernadero pegado aquí. Esta gente ha construido una arcada. Bueno... Supongo que disfrutan de sus vacaciones. No se puede conservar todo como estaba... por desgracia.
Dio media vuelta.
—Bajaremos por otro camino. Lo... lo vuelvo a recordar todo, ¿sabe? Fantasmas por todas partes.
Volvieron al desembarcadero por un camino más largo, dando un rodeo. Ninguno de los dos habló. Poirot respetó el humor de su compañero.
Cuando llegaron a Handcross Manor de nuevo, Meredith Blake dijo bruscamente:
—Compré ese cuadro, ¿sabe? El que estaba pintando Amyas. No podía soportar la idea de que se vendiera por... bueno... por su valor publicitario... para que una serie de bestias con mente de pocilga lo miraran boquiabiertos. Era una obra magnífica. Amyas decía que era lo mejor que había hecho en su vida. No me extrañaría que tuviese razón. Casi estaba terminado. Sólo quería trabajar en él un día o dos más. ¿Le... le gustaría verlo?
Hércules Poirot contestó rápidamente:
—Ya lo creo que sí.
Blake cruzó el vestíbulo y sacó una llave del bolsillo. Abrió una puerta y entraron en una habitación bastante grande que olía a polvo. Las ventanas tenían echadas las maderas. Blake cruzó el cuarto y abrió las maderas. Luego, con cierta dificultad, hizo lo propio de una de las ventanas y entró en el cuarto una ráfaga de aire fragante, primaveral.
Dijo Meredith:
—Ahora se respira...
Se quedó junto a la ventana aspirando el aire y Poirot se reunió con él. No había necesidad de preguntar qué había sido aquella habitación. Los estantes estaban vacíos pero quedaban en ellos las señales donde en otros tiempos había habido frascos. Contra la pared había un aparato de química y un sumidero. El cuarto estaba lleno de polvo.
Meredith estaba mirando por la ventana. Dijo:
—¡Cuán fácilmente me vuelve todo a la memoria! De pie aquí, oliendo los jazmines... y hablando... hablando... idiota que fui... de mis pociones y destilaciones...
Distraído, Poirot alargó la mano por la ventana. Arrancó una rama de hojas de jazmín que justamente empezaba a brotar.
Meredith Blake cruzó el cuarto, resuelto. De la pared colgaba un cuadro cubierto con una tela para protegerlo contra el polvo. Quitó la cubierta de un tirón.
Poirot contuvo el aliento. Había visto hasta entonces cuatro cuadros de Amyas Crale: dos en la Galería Tate; otro en la tienda de un comercio londinense; el cuarto era el jarrón de rosas que ya se mencionó. Pero ahora estaba contemplando lo que el propio artista había considerado su mejor cuadro y el detective se dio cuenta enseguida de cuan soberbio había sido aquel hombre como artista.
El cuadro era muy liso en la superficie. A primera vista, hubiera podido pasar por un cartel de propaganda, tan crudos eran sus contrastes. Una muchacha, una muchacha con camisa amarillo canario y pantaloncitos azul oscuro sentada sobre una pared gris, con pleno sol, con su fondo de mar violentamente azul. La clase de asunto apropiado para un cartelón.
Pero la primera vista engañaba. Había una desproporción muy sutil, un brillo y una claridad sorprendentes en la luz. Y la muchacha...
Sí, aquello era vida. Todo lo que había, todo lo que podía haber de vida, de juventud, de radiante vitalidad. El rostro estaba vivo, y los ojos...
¡Tanta vida! ¡Tanta juventud y tan apasionada! Aquello, pues, era lo que Amyas Crale había visto en Elsa Greer, lo que le había hecho ciego y sordo para con su dulce esposa. Elsa era la vida. Elsa era la juventud.
Una criatura soberbia, esbelta, erguida, arrogante, vuelta la cara insolente de triunfo su mirada. Mirándole a uno, observándole... aguardando...
Hércules Poirot extendió las manos. Dijo:
—Eres muy grande... sí; muy grande.
Meredith dijo con voz entrecortada:
—¡Era tan joven...!
Poirot movió afirmativamente la cabeza. Pensó para sus adentros:
«¿Qué quiere decir la mayoría de la gente cuando dice eso? ¡Tan joven! Algo inocente, algo suplicante, algo indefenso. Pero la juventud no es eso. La juventud es cruda: la juventud es fuerte; la juventud es poderosa... sí, ¡y cruel! Y alguna cosa más: la juventud es vulnerable.»
Siguió a su anfitrión hacia la puerta. Había aumentado su interés por Elsa Greer, a quien pensaba visitar a continuación. ¿Qué le habrían hecho los años a aquella criatura apasionada, triunfante, cruda?
Miró atrás en dirección al cuadro.
Aquellos ojos. Observándole... observándole... diciéndole algo... ¿Y si no lograra él comprender lo que decían? ¿Podría decírselo la mujer de carne y hueso? O ¿estarían diciendo algo aquellos ojos que la verdadera mujer no sabía? Tal arrogancia, tal anticipación triunfante... Y entonces la muerte había intervenido, arrebatando su presa a aquellas manos ávidas tendidas hacia ella... Y la luz había desaparecido de los apasionados ojos. ¿Qué aspecto tendrían los ojos de Elsa ahora?
Salió del cuarto tras echar una última mirada.
Pensó:
«Estaba excesivamente viva.»
Se sentía... un poco asustado...
Capítulo VIII
Este cerdito comió «rosbif»
La casa de Brook Street tenía tulipanes del Darwin en los cajones tiestos de las ventanas. En el vestíbulo, un gran jarrón de lilas blancas despedían remolinos de perfume hacia la abierta puerta principal de la casa.
Un mayordomo de edad madura tomó el sombrero y el bastón de Poirot. Se presentó un lacayo para hacerse cargo de ello y el mayordomo dijo con respeto:
—¿Tiene la bondad de seguirme, señor?
Poirot le siguió y bajó tres escalones. Se abrió una puerta. El mayordomo pronunció su nombre sin equivocarse en una sola sílaba.
Luego se cerró la puerta tras él y un hombre alto y delgado se levantó de un asiento que ocupaba junto al fuego y le salió al encuentro.
Lord Dittisham frisaba en los cuarenta años. No sólo era Par del Reino, sino que era poeta. Dos de sus fantásticos dramas poéticos se había representado con grandes gastos y habían logrado un succés d'estime. Tenía la frente bastante saliente; la barbilla expresaba avidez; los ojos y la boca resultaban inesperadamente bellos.
Dijo:
—Siéntese, monsieur Poirot.
Poirot se sentó y aceptó el cigarrillo que le ofrecía su anfitrión. Lord Dittisham cerró la caja, encendió una cerilla, la sostuvo mientras Poirot prendía fuego al cigarrillo, luego se sentó y miró pensativo al visitante.
Dijo a continuación:
—Es a mi esposa a quien ha venido usted a ver, ya lo sé.
Respondió Poirot sumamente encantado de su cortesía:
—Lady Dittisham tuvo la amabilidad de concederme una entrevista.
—Sí.
Hubo una pausa. Poirot aventuró:
—¿No tendrá usted nada que objetar supongo, lord Dittisham?
El delgado rostro del soñador se vio transformado por una repentina sonrisa.
—En estos tiempos, monsieur Poirot, lo que un marido pueda objetar no se toma nunca en serio.
—Así, pues, ¿tiene usted objeciones?
—No, no puedo decir eso. Pero experimento temor, lo confieso, por el efecto que pueda surtir la entrevista en mi esposa. Permítame que le sea completamente sincero. Hace muchos años, cuando mi esposa era casi una niña, hubo de soportar una prueba terrible. Espero que se habrá repuesto de la impresión. He llegado a creer que la ha olvidado. Ahora se presenta usted y sus preguntas despertarán, forzosamente, antiguos recuerdos.