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—¿Y está segura de que no le causará dolor recordar detalladamente aquellos días?

—No me producirá el menor dolor. Las cosas sólo pueden producirlo cuando están ocurriendo.

—Así sucede con algunas personas, lo sé.

Lady Dittisham dijo:

—Eso es lo que Eduardo... mi esposo... no puede comprender. Cree que el juicio y todo eso resultó una dura prueba para mí.

—¿Y no lo fue?

—No. Me divirtió.

La voz denotaba satisfacción.

Prosiguió:

—¡Cielos! ¡Cómo se metió conmigo ese bestia de Depleach! Es un verdadero demonio. Gocé luchando con él. No pudo tumbarme.

Miró a Poirot con una sonrisa.

—Espero que no le estaré dando una desilusión. Una muchacha de veinte años... Debiera de haber quedado postrada, supongo... angustiada de vergüenza o algo así. No me ocurrió tal cosa. Me tenía sin cuidado lo que me dijeran. Sólo deseaba una cosa.

—¿Cuál?

—Que la ahorcaran, claro está —dijo Elsa Dittisham.

Se fijó en sus manos, manos muy bellas; pero con uñas largas y curvadas. Manos de ave de rapiña.

Dijo ella:

—¿Me cree usted vengativa? Sí que soy vengativa..., para con cualquiera que me haya hecho daño. Aquella mujer era, a mi modo de ver, lo más bajo que existe entre las mujeres. Sabía que Amyas estaba enamorado de mí... que iba a abandonarla... y le mató para que no fuese para mí.

Miró a Poirot.

—¿No le parece a usted eso muy ruin?

—¿Usted no comprende los celos ni simpatiza con ellos?

—No; me parece que no. Si una ha perdido, ha perdido. Si no puede una conservar a su marido, que le deje marchar, poniendo al mal tiempo buena cara. Lo que yo no comprendo es este sentimiento de propiedad exclusiva.

—Tal vez lo hubiese comprendido de haberse casado con él.

—No lo creo. No fuimos...

Le sonrió de pronto a Poirot. Su sonrisa, pensó él, asustaba un poco. Andaba demasiado lejos de expresar sentimiento alguno real.

—Me gustaría que comprendiera esto bien —exclamó ella—. No crea que Amyas Crale sedujo a una muchacha inocente. ¡Yo no lo era ni mucho menos! De los dos, yo fui la responsable. Le conocí en una fiesta y me enamoré de él... Comprendí que era necesario que fuese mío... Una parodia, una parodia grotesca, pero...

...Y mi destino a vuestros pies pondré...

Y os seguiré a través del mundo, dueño mío.

—¿Aunque estaba casado?

—¿Coto vedado, prohibido el paso? Hace falta algo más que un aviso en letras de molde para mantenerle a una alejada de la realidad. Si era desgraciado con su esposa y podía ser feliz conmigo, ¿por qué no? Sólo se vive una vez.

—Pero se ha dicho que era feliz con su mujer.

Elsa movió negativamente la cabeza.

—No peleaban como perro y gato. Ella le encocoraba. Ella era... ¡Oh! ¡Era una mujer horrible!

Se puso en pie y encendió un cigarrillo. Dijo con una sonrisa:

—Probablemente soy injusta con ella. Pero sí creo, de verdad, que era bastante odiosa.

Poirot dijo lentamente:

—Fue una gran tragedia.

—Sí; fue una tragedia muy grande.

Se volvió hacia él de pronto. En la muerta monotonía y en el hastío de su rostro, algo diferente adquirió trémula vida.

—Me mató a mí, ¿comprende? Me mató a mí. Desde entonces no ha habido nada... nada en absoluto —bajó la voz—. ¡ El vacío! —agitó las manos con impaciencia—. ¡Como un pez disecado dentro de una vitrina!

—¿Tanto representaba para usted Amyas Crale?

Ella asintió con un movimiento de cabeza. Fue un gesto extraño, como de quien hace una confidencia singularmente conmovedora.

—Creo que siempre he sido persona de una sola idea —musitó sombría—. Supongo que... en realidad... una debiera clavarse un puñal... como Julieta. Pero... pero el hacer eso es reconocer que una está acabada... que la vida te ha vencido.

—Y... ¿en lugar de eso?

—Debiera hacerlo igual... de todas formas... una vez una ha logrado que se le pase. Y sí que se me pasó. Ya no significa nada para mí. Me dije que iniciaría la etapa siguiente de mi vida.

Sí; la etapa siguiente. Poirot se la imaginó claramente haciendo todo lo posible por cumplir tal determinación. La vio hermosa y rica, seductora para los hombres, buscando con codiciosas garras de ave de presa llenar una vida que estaba vacía. Culto de héroes, matrimonio con un aviador famoso, luego un explorador; el gigantesco Arnaldo Stevenson, posiblemente muy parecido a Amyas en el físico; vuelta a las artes creadoras después: Dittisham.

Elsa Dittisham dijo:

— ¡Jamás he sido hipócrita! Hay un proverbio español que siempre me ha gustado: Toma lo que quieras y paga por ello, dice Dios. Bueno, pues yo he hecho eso. He tomado lo que he querido..., pero siempre he estado dispuesta a pagar el precio.

Dijo Hércules Poirot:

—Lo que usted no comprende es que hay cosas que no pueden comprarse.

Le miró con fijeza. Contestó:

—No me refiero a pagarla con dinero tan sólo.

Dijo Poirot:

—No, no. Comprendo lo que quiere decir. Pero no todas las cosas en esta vida llevan etiqueta con el precio. Hay cosas que no están en venta.

—¡Tonterías!

Él sonrió levemente. En la voz de la mujer se notaba la arrogancia del peón de fábrica hecho millonario.

Hércules Poirot se sintió invadido de pronto por una oleada de compasión. Contempló el rostro liso, sin edad; los ojos con mirada de hastío... Y recordó a la muchacha que había pintado Amyas Crale.

Dijo Elsa Dittisham:

—Hábleme de ese libro. ¿Cuál es su objeto? ¿De quién es la idea?

—Mi querida señora, ¿qué otro fin puede haber que el servir la sensación de ayer con la salsa de hoy?

—Pero ¿usted no es escritor?

—No; soy experto en criminología.

—¿Quiere decir con eso que le consultan cuando han de escribirse libros sobre crímenes?

—No siempre. En este caso concreto he recibido un encargo.

—¿De quién?

—Voy... ¿cómo dirían ustedes?... a lanzar esta publicación por cuenta de una parte interesada. —¿Qué parte?

—La señorita Carla Lemarchant.

—¿Quién es esa señorita?

—La hija de Amyas y de Carolina Crale.

Elsa se le quedó mirando unos instantes. Luego empezó a recordar.

—Ah, claro, había una niña, lo recuerdo. ¿Supongo que será una mujer ahora?

—Sí; tiene veintiún años.

—¿Cómo es?

—Alta y morena, y en mi opinión hermosa. Y tiene valor y personalidad. Elsa dijo, pensativa:

—Me gustaría verla.

—Tal vez a ella no le gustará verla a usted. Elsa pareció sorprenderse.

—¿Por qué? Ah, comprendo. Pero ¡qué tontería! No es posible que recuerde ella nada del asunto. No puede haber tenido más de seis años por entonces. —Sabe que a su madre la juzgaron por el asesinato de su padre.

—¿Y cree que la culpa es mía?

—Es una interpretación posible. Elsa se encogió de hombros. Dijo:

—¡Qué estupidez! Si Carolina se hubiera portado como un ser razonable...

—Conque... ¿no acepta usted responsabilidad alguna?

—¿Por qué había de aceptarla? Yo no tengo nada de qué avergonzarme. Le amaba. Le hubiera hecho enteramente feliz.

Miró a Poirot. El rostro pareció deshacerse. De pronto, increíblemente, el detective vio a la muchacha del cuadro. Dijo ella:

—Si pudiera hacerle a usted ver... Si pudiera usted verlo desde mi punto de vista... Si supiese... Poirot se inclinó hacia delante.

—Eso es precisamente lo que deseo. Verá... el señor Felipe Blake, que se hallaba presente por entonces, va a escribirme un relato meticuloso de todo lo que sucedió. Meredith Blake, igual. Ahora, si usted...

Elsa Dittisham respiró profundamente. Dijo con desdén:

—¡Estos dos! Felipe siempre fue estúpido. Meredith acostumbraba ir al rabo de Carolina..., pero era una buena persona. No sacará usted la menor idea del relato que ellos hagan.