La observó. Vio surgir la animación en sus ojos. Vio formarse una mujer viva de otra muerta. Dijo Elsa aprisa, casi con ferocidad:
—¿Le gustaría conocer la verdad? Oh, no para que la publique, sino para su exclusivo conocimiento... y solo.
—Me comprometeré a no publicarla sin su consentimiento.
—Me gustaría escribir la verdad...
Guardó silencio un par de minutos, pensando, y Poirot vio temblar en ella la vida al volver a reclamar el pasado.
—Volver atrás... escribirlo todo... para enseñarle a usted lo que esa mujer era...
Centellearon sus ojos. Se agitó tumultuosamente su pecho.
—Ella le mató. Ella mató a Amyas. A Amyas, que quería vivir... que gozaba viviendo. El odio no debiera ser más fuerte que el amor... pero su odio lo era. Y el odio que yo profeso a ella también... La odio... la odio... la odio...
Cruzó hasta donde él estaba. Se inclinó. Le asió de la manga. Dijo con vehemencia:
—Tiene que comprender... tiene que comprender lo que sentíamos el uno por el otro. Amyas y yo, quiero decir. Hay algo... Le enseñaré.
Cruzó otra vez el cuarto. Abrió un «buró» pequeño, sacó un cajoncito oculto en una gaveta.
Luego volvió. En la mano llevaba una carta doblada, la tinta descolorida. Se la metió en la mano y a Poirot le acudió de pronto el agudo recuerdo de una niña a la que había conocido, que le había metido en la mano uno de sus tesoros, una concha especial recogida en la playa y celosamente guardada. De igual manera se había retirado después la criatura para observarle. Orgullosa, temerosa, queriendo juzgar la acogida que recibía su tesoro.
Desdobló las descoloridas hojas.
«Elsa, ¡maravillosa criatura! Jamás hubo nada tan bello. Y no obstante, tengo miedo. Soy demasiado viejo. Un demonio de edad madura y genio horrible, sin estabilidad alguna. No te fíes de mí; no creas en mí, nada valgo, excepto mi trabajo. Lo mejor que hay en mí está en eso. Bueno. No digas ahora que no te he advertido.
»¡Qué demonios, preciosa! ¡Igual has de ser mía! Al diablo me iría por ti y bien lo sabes. Y pintaré de ti un cuadro que hará que este mundo idiota se lleve las manos a los costados y se quede boqueando. Estoy loco por ti... No puedo dormir... No puedo comer. Elsa... Elsa... Elsa... soy tuyo para siempre, tuyo hasta la muerte. Hasta más allá de la eternidad. Amyas.»
Dieciséis años antes. Tinta descolorida; papel que se deshacía. Pero las palabras aún vivas, aún vibrantes...
Miró a la mujer a la que habían ido dirigidas. Pero ya no era a una mujer a la que miraba. Era a una muchacha enamorada. Volvió a pensar en Julieta...
Capítulo IX
Este cerdito no comió nada
Me es lícito preguntar por qué, monsieur Poirot? Hércules Poirot pensó la contestación que debía dar a esta pregunta. Notaba que unos ojos grises muy perspicaces le observaban desde una carita marchita.
Había ascendido hasta el último piso de un edificio desnudo y llamado a la puerta número 584 de Gillespie Buildings, cuya existencia obedecía a un deseo de proporcionar lo que llamaban «pisitos» a mujeres trabajadoras.
Allí, en un espacio pequeño, cúbico, existía la señorita Cecilia Williams, en una habitación que era alcoba, gabinete, comedor y mediante el juicioso uso de un fogoncito de gas cocina. Una especie de cuchitril anexo contenía un baño la cuarta parte del tamaño corriente y los servicios de rigor.
A pesar de lo reducido del lugar, la señorita Williams había logrado imprimir en él el sello de su personalidad.
Las paredes estaban pintadas al temple, de un color gris pálido ascético, y de ellas colgaban varias reproducciones. Dante encontrándose con Beatriz sobre el puente, y ese cuadro que una vez describió una niña como «una ciega sentada encima de una naranja» a la que llaman, no sé por qué, «La Esperanza». Había también dos acuarelas de Venecia y una copia en sepia de la «Primavera» de Botticelli. Encima de la baja cómoda se veía una gran cantidad de fotografías descoloridas, datando la mayoría, a juzgar por los peinados, de veinte a treinta años antes.
El trozo cuadrado de alfombra estaba raído; los muebles maltratados y de mala calidad. Hércules Poirot comprendió que Cecilia Williams vivía con verdadera estrechez. Allí no había rosbif. Aquél era el cerdito que no comió nada.
Clara, incisiva e insistente, la voz de la señorita Williams repitió su pregunta:
—¿Desea conocer mis recuerdos del caso Crale? ¿Me es lícito preguntar por qué?
Habían dicho de Hércules Poirot algunos de sus amigos y asociados, en momentos en que les había exasperado más, que el detective prefería mentir a decir la verdad y que salía de su camino para lograr sus fines por medio de complicadísimas aseveraciones falsas en lugar de confiar en la simple verdad.
Pero en aquel caso tomó rápidamente una decisión. Hércules Poirot no procedía de la clase de niños franceses o belgas que han tenido institutriz inglesa; pero reaccionó tan sencilla e inevitablemente como muchos niños pequeños al ser preguntados: «¿Te limpiaste los dientes esta mañana, Harold (o Ricardo, o Antonio)?» Consideraron durante un segundo la posibilidad de mentir, rechazando la idea inmediatamente para replicar, lastimeramente: «No, señorita Williams».
Porque la señorita Williams poseía lo que todo buen educador de niños ha de tener: la misteriosa cualidad a la que se llama autoridad. Cuando la señorita Williams decía: «Sube y lávate las manos, Juan», o «Espero que leerás este capítulo sobre los poetas de la época isabelina y que podrás responder a cuantas preguntas te haga yo sobre él», se la obedecía invariablemente. Jamás se le había ocurrido pensar a la señorita Williams que pudieran desobedecerla.
Conque en este caso, Hércules Poirot no habló de un libro que había de publicarse sobre crímenes pasados. En lugar de eso, se limitó a narrar las circunstancias en que Carla Lemarchant había ido a verle.
La señorita, pequeña, entrada en años, con su vestido elegante y limpio aunque raído, le escuchó con atención.
Dijo:
—Me interesa mucho tener noticias de esa niña... saber cómo ha resultado.
—Es una jovencita muy encantadora y atractiva, con mucho valor y mucha voluntad.
—Magnífico —dijo la señorita Williams muy lacónicamente.
—Y es, por añadidura, una jovencita muy persistente. No es una persona a la que pueda fácilmente negársele una cosa ni a quien pueda dársele largas.
La ex institutriz movió afirmativa y pensativamente la cabeza. Preguntó:
—¿Tiene aficiones artísticas?
—Creo que no.
Dijo la dama con sequedad:
—¡Ya es algo que agradecerle a Dios!
El tono del comentario no dejó lugar a dudas acerca del concepto que a la señorita Williams le merecían los artistas.
Agregó:
—Por lo que dice usted de ella, me imagino que se parece a su madre más bien que a su padre.
—Es muy posible. Eso me lo podrá usted decir cuando la haya visto. Porque le gustaría verla, ¿verdad?
—Me gustaría mucho verla, en efecto. Siempre resulta interesante ver cómo se ha desarrollado una niña a quien se ha conocido.
—¿Sería muy joven, supongo, cuando la vio usted por última vez?
—Tenía cinco años y medio. Una criatura encantadora... un poco demasiado callada quizá. Pensativa. Dada a jugar sola y a no solicitar la cooperación de nadie. Natural y sin estropear.
Dijo Poirot:
—Fue una suerte que fuera tan joven.
—Ya lo creo. De haber sido mayor, la impresión de la tragedia hubiera podido tener muy malas consecuencias.
—No obstante —dijo Poirot—, a uno se le antoja que hubo trabas, obstáculos... Por muy poco que comprendiera la niña o por poco que se le dejara saber, siempre habría cierta atmósfera de misterio, de evasión, de brusco arrancamiento. Esas cosas no son buenas para una criatura.