—La señora Crale era completamente dueña de sí misma. Se mostró completamente distinta de la señorita Elsa Greer, que tuvo un ataque de histeria y nos ofreció una escena desagradable.
—¿Qué clase de escena?
—Intentó atacar a la señora Crale.
—¿Quiere usted decir con eso que se dio cuenta de que la señora Crale era responsable de la muerte de su esposo?
La señorita Williams reflexionó unos instantes.
—No; mal podía estar segura de eso. Esa... ah... terrible sospecha no había surgido aún. La señorita Greer gritó: «Todo esto es obra tuya, Carolina. Tú le mataste. Tú tienes la culpa.» No llegó a decir: «Tú le envenenaste», pero creo que no hay duda de que lo pensó.
—¿Y la señora Crale?
—¿Hemos de ser hipócritas, monsieur Poirot? No puedo decirle lo que la señora Crale sintió en realidad, ni lo que pensó en aquel momento. Si era horror por lo que había hecho.
—¿Parecía eso?
—No, no... no puedo decir que lo pareciera. Aturdida, sí... y, creo, asustada Sí; estoy segura que asustada. Pero eso es muy natural.
Hércules Poirot dijo en tono descontento:
—Sí, tal vez sea eso muy natural... ¿Qué punto de vista se adoptó oficialmente en la cuestión de la muerte de su esposo?
—El suicidio. Dijo, decididamente desde un principio, que tenía que tratarse de un suicidio.
—¿Dijo lo mismo cuando habló con usted particularmente, u ofreció alguna otra teoría?
—No. Se... se... esforzó en convencerme de que tenía que ser suicidio.
La señorita Williams parecía experimentar cierto embarazo.
—¿Y qué dijo usted a eso?
—Vamos, monsieur Poirot, ¿importa mucho lo que yo dijera?
—Sí; creo que sí.
—No veo por qué...
Pero, como si su silencio la hipnotizara, dijo a regañadientes:
—Creo que dije: «Claro que sí, señora Crale. Tiene que haber sido suicidio».
—¿Creía usted sus propias palabras?
La mujercita alzó significativamente la cabeza. Dijo con firmeza:
—No, señor. Pero tenga usted entendido, monsieur Poirot, que yo estaba por completo de parte de la señora Crale, si le gusta expresarlo de esa manera. Simpatizaba con ella y no con la policía.
—¿Le hubiese gustado verla absuelta?
Respondió la mujer, en tono de desafío:
—Sí, señor.
Dijo Poirot:
—Así pues, ¿simpatiza con los sentimientos de su hija?
—Carla cuenta con todas mis simpatías.
—¿Tendría usted inconveniente en darme por escrito un relato detallado de la tragedia?
—¿Para que ella lo lea quiere decir?
—Sí.
La señorita Williams dijo lentamente:
—No, no tengo inconveniente. Está completamente decidido a investigar el asunto, ¿verdad?
—Sí. Seguramente hubiera sido preferible que se le hubiese ocultado la verdad...
—No; siempre es preferible hacer frente a la verdad. Es inútil esquivar la infelicidad falseando los hechos. Carla ha recibido una fuerte impresión al saber la verdad... Ahora desea saber exactamente cómo tuvo lugar la tragedia. Ésa me parece a mí la actitud que debe adoptar una joven valerosa. Una vez conozca todo lo ocurrido detalladamente, podrá olvidarlo de nuevo y preocuparse de vivir su propia vida.
—Tal vez tenga usted razón —dijo Poirot.
—Estoy completamente segura de que la tengo.
—Pero es que hay algo más que eso en el asunto. No sólo quiere saber... quiere demostrar la inocencia de su madre.
Dijo la señorita Williams:
—¡Pobre niña!
—¿Eso es lo que usted dice?
—Ahora comprendo por qué dijo usted que tal vez hubiera sido mejor que no hubiese conocido la verdad nunca. No obstante, creo que es mejor así. El desear hallar inocente a su madre es una esperanza muy natural. Y, a pesar de lo dura que puede ser la revelación de los hechos, creo, por lo que usted dice de ella, que Carla es lo bastante valerosa para descubrir la verdad y no retroceder ante ella.
—¿Está usted completamente segura de que es la verdad?
—No lo comprendo.
—¿No ve usted posibilidad alguna de creer inocente a la señora Crale?
—No creo que haya pensado nunca en serio en semejante posibilidad.
—Y, sin embargo, ¿ella siguió aferrada a la teoría del suicidio?
Dijo la señorita Williams, con sequedad:
—La pobre mujer tenía que decir algo.
—¿Sabe usted que, cuando estaba muñéndose, la señora Crale escribió una carta para su hija en la que jura solemnemente que es inocente?
La señorita Williams le miró boquiabierta.
—Eso estuvo muy mal hecho por su parte —dijo con viveza.
—¿Lo cree usted así?
—Sí que lo creo. Oh, seguramente será usted un sentimental como la mayoría de hombres...
Poirot la interrumpió, indignado::
—Yo no soy un sentimental.
—Pero existe también el sentimentalismo falso. ¿Por qué escribir eso, una mentira, en tan solemne momento? ¿Para ahorrarle dolor a su hija? Sí; muchas mujeres harían eso. Pero no lo hubiera creído en la señora Crale. Era una mujer valerosa, incapaz de mentir. Me hubiera parecido mucho más característico de ella que le hubiese dicho a su hija que no se erigiera en juez.
Poirot dijo, levemente exasperado:
—¿No está usted dispuesta, entonces, ni a admitir siquiera la posibilidad de que lo que escribió Carolina sea verdad?
—¡Claro que no!
—Y, sin embargo, ¿asegura usted haberla querido?
—Sí que la quise. Le tenía gran afecto.
—Pues entonces...
La señorita Williams le miró de una forma muy rara.
—Usted no comprende, monsieur Poirot. No importa que diga esto ahora... habiendo transcurrido tanto tiempo. La verdad es que... ¡da la casualidad que sé que Carolina Crale era culpable!
—¿Cómo?
—Es cierto. Si hice bien o no al callar lo que sabía por entonces, es cosa de la que no estoy segura..., pero sí que lo callé. No obstante pueden tener la completa seguridad de que Carolina Crale era culpable. Lo sé yo.
Capítulo X
Y este cerdito lloró «¡uy, uy, uy!»
El piso de Angela Warren daba a Regent's Park. Allí, en aquel día primaveral, una suave brisa penetraba por la abierta ventana y hubiera podido hacerse uno la ilusión de que se encontraba en el campo, de no haber sido por el rumor ininterrumpido del tránsito que pasaba por allá abajo.
Poirot se apartó de la ventana al abrirse la puerta y entrar Ángela Warren en el cuarto.
No era la primera vez que la veía. Había aprovechado una oportunidad para asistir a una conferencia que había dado ella en la Real Sociedad Geográfica. Había sido, en su opinión, una conferencia excelente. Seca quizá, desde el punto de vista popular. La señorita Warren era una oradora magnífica. Jamás hacía una pausa ni vacilaba en busca de una palabra. No se repetía. La voz era clara y bien modulada. No hacía concesiones al romanticismo ni al amor de aventuras. Había muy poco interés humano en la conferencia. Era un recital admirable de hechos concretos ilustrados con proyecciones, y adornado con deducciones inteligentes de los hechos expuestos. Seca, concisa, clara, lúcida, altamente técnica.
El alma de Hércules Poirot la aprobó. He ahí, se dijo, una mente ordenada.
Ahora que la veía de cerca, se dio cuenta de que Angela Warren hubiera podido ser una mujer muy hermosa.
Sus facciones eran regulares, aunque severas. Las cejas eran oscuras, finas; los ojos, pardos, límpidos, inteligentes; el cutis, pálido y fino. Tenía muy cuadrados los hombros y unos andares ligeramente masculinos.
Desde luego, nada había en ella que sugiriera al cerdito que lloraba, «¡uy, uy, uy!» Pero en la mejilla derecha, desfigurando y arrugando la piel se veía la cicatriz. El ojo derecho estaba un poco torcido (la cicatriz parecía tirar de él hacia abajo por un lado); pero nadie se hubiera dado cuenta de que el ojo aquel había perdido la facultad de ver. Le pareció a Poirot casi seguro de que la muchacha se había acostumbrado tanto a su defecto con el tiempo, que había llegado ya a no darse cuenta de él. Y se le ocurrió que, de las cinco personas que le interesaban como resultado de su investigación, las que podía decirse que habían empezado con las mayores ventajas no eran las que habían alcanzado más éxito ni obtenido mayor felicidad.