Elsa, de quien podía decirse que había empezado con todas las ventajas, juventud, belleza, dinero, era la que menos había logrado. Era como una flor a la que hubiera alcanzado una helada fuera de tiempo. Seguía en capullo, pero sin vida. Cecilia Williams, según todas las muestras exteriores, carecía de bienes de que vanagloriarse. No obstante, Poirot no había visto en ella desaliento ni sensación alguna de fracaso. Para la señorita Williams, la vida había sido interesante (aún sentía interés por la gente y por los acontecimientos). Tenía la enorme ventaja mental y moral de una rigurosa crianza ochocentista, ventaja que se nos niega a nosotros en estos tiempos. Había cumplido con su deber en el nivel social al que envolvía en su armadura inexpugnable para las piedras y los dardos de la envidia, el descontento y el sentimiento. Tenía sus recuerdos, sus pequeñas diversiones hechas posibles gracias a un ahorro riguroso y gozaba de salud y vigor suficiente para seguir interesada en la vida.
Ahora, es Ángela Warren, aquella joven con el impedimento que supone el estar desfigurada y las humillaciones consiguientes, en quien Poirot creyó ver un espíritu fortalecido por su necesaria lucha para adquirir confianza en sí y aplomo. La colegiala indisciplinada se había convertido en una mujer llena de vitalidad y decisión, una mujer de considerable poder mental, dotada de energía abundante para llevar a cabo planes ambiciosos. Era una mujer, Poirot tenía la seguridad de ello, feliz y próspera a la vez. Su vida era completa, vivida y agradable.
No era, incidentalmente, el tipo de mujer que agradaba a Poirot. Aunque admiraba lo despejado de su cerebro, su clara mentalidad, poseía suficientes características defemme formidable para alarmarle a él, como simple hombre. A él siempre le había gustado lo extravagante.
Con Ángela Warren era fácil llegar al objeto de su visita. No hubo subterfugios. Se limitó a relatar la entrevista que había tenido con Carla Lemarchant.
El rostro severo de Ángela se iluminó.
—¿La pequeña Carla? ¿Está aquí? Me gustaría mucho verla.
—¿No se ha mantenido usted en contacto con ella?
—No tanto como debía de haberlo hecho. Yo era una colegiala cuando ella se marchó al Canadá y comprendí, claro está, que dentro de un año o dos nos olvidaría. Los últimos años, alguno que otro regalo por Navidad ha sido el único eslabón que nos ha unido. Imaginé que a estas alturas estaría completamente sumida en el ambiente canadiense y que su porvenir yacería allí. Hubiera sido mejor en esas circunstancias.
Dijo Poirot:
—Uno podría creerlo así, en efecto. Cambio de nombre, cambio de escena. Una vida nueva. Pero no estaba destinada a ser tan feliz como todo eso.
Y entonces le habló del noviazgo de Carla, del descubrimiento que había hecho al llegar a la mayoría de edad, y de sus razones para presentarse en Inglaterra.
Ángela Warren escuchó en silencio, apoyada la mejilla desfigurada en una mano. No dio muestras de emoción alguna durante el relato. Pero, al terminar Poirot, dijo:
—¡Bien por Carla!
Poirot se sobresaltó. Era la primera vez que se encontraba con reacción semejante. Dijo:
—¿Colaboraría usted conmigo?
—Ya lo creo. Y le deseo éxito. Todo lo que yo pueda hacer por ayudar, lo haré. Me siento culpable, ¿sabe?, por no haber intentado nada yo.
—Así, pues, ¿usted cree que existe la posibilidad de que tenga razón en opinar como opina?
—Claro que tiene razón. Carolina no lo hizo. Eso siempre lo he sabido.
Hercules Poirot murmuró:
—Me sorprende usted muchísimo, mademoiselle. Todas las demás personas con quienes he hablado...
Le interrumpió con brusquedad:
—No debe usted dejarse guiar por eso. No me cabe la menor duda de que las pruebas circunstanciales son abrumadoras. Mi propio convencimiento se basa en el conocimiento... conocimiento de mi hermana. Sólo sé, simple y decididamente, que Carolina no hubiera podido matar a nadie.
—¿Se puede decir eso con seguridad de ser humano alguno?
—Probablemente no, en la mayoría de los casos. Estoy de acuerdo en que el animal humano está lleno de curiosas sorpresas. Pero en el caso de Carolina había razones especiales... razones que yo tuve mejor ocasión de apreciar que ninguna otra persona.
Se tocó la desfigurada mejilla.
—¿Ve usted esto? ¿Probablemente habrá oído hablar de ello? (Poirot asintió con la cabeza.) Carolina lo hizo. Por eso estoy segura... sé... que ella no cometió el asesinato.
—No resultaría un argumento muy convincente para la mayoría de las personas.
—No; resultaría todo lo contrario. Creo que llegó a usarse en ese sentido, incluso. ¡Como prueba de que Carolina tenía un genio violento e indomable! Porque me había hecho a mí daño de pequeña, hombres que se las daban de sabios arguyeron que sería igualmente capaz de envenenar a un marido infiel.
Dijo Poirot:
—Yo, por lo menos, me di cuenta de la diferencia. Un repentino acceso de rabia incontenible no le conduce a una a robar un veneno primero y luego usarlo, deliberadamente, al día siguiente.
Ángela Warren agitó una mano con impaciencia.
—No es eso lo que quiero decir ni mucho menos. He de procurar hacérselo ver claro a usted. Supóngase que es usted una persona afectuosa y de natural bondadoso normalmente... pero que también es propenso a unos celos intensos. Y supóngase que durante los años de su vida en que es más difícil ejercer dominio sobre sí llega usted, en un acceso de rabia, a aproximarse mucho a cometer lo que constituye, en efecto, un asesinato. Imagínese la terrible impresión, el horror, el remordimiento que se apodera de usted. A una persona de la sensibilidad de Carolina, ese horror y ese remordimiento nunca la abandonaron del todo. Ella jamás logró desvanecer estos sentimientos por completo. No creo que me diera yo cuenta, conscientemente, de ello por entonces; pero, mirándolo retrospectivamente, me doy perfecta cuenta de ello. A Carolina la atormentaba continuamente el hecho de que me había desfigurado. La conciencia del hecho nunca la dejaba en paz. Coloreaba todos sus actos. Explicaba su actitud para conmigo. Nada era demasiado para mí. Para ella, yo siempre debía ser la primera. La mitad de las riñas que tuvo con Amyas fue por culpa mía. Yo tenía la tendencia a sentir celos de él y le hacía toda clase de jugarretas. Le metía cosas en las bebidas y una vez le metí un puerco espín en la cama. Pero Carolina siempre se ponía de mi parte.
La señorita Warren hizo una pausa. Luego continuó:
—Fue muy malo para mí eso, claro está. Salí horriblemente mimada. Pero eso no hace al caso. Estamos discutiendo el efecto surtido en Carolina. El resultado de aquel impulso de violencia fue un odio eterno a todo acto de ese género. Carolina andaba siempre vigilándole, temiendo siempre que pudiera ocurrir algo así otra vez. Y recurrió a sistemas propios para prevenirse contra ello. Uno era el ser muy extravagante hablando. Tenía la sensación (y yo creo que psicológicamente era cierto) de que si era lo bastante violenta de palabra, no se vería empujada a ser violenta de obra. Descubrí, por experiencia, que el sistema funcionaba bien. Por eso la he oído yo decir a Caro cosas como: «Me gustaría hacer pedacitos a tal o cual persona y hervirla lentamente en aceite». Por la misma razón regañaba con facilidad y violencia. Yo creo que reconocía el impulso a ser violenta que existía en su temperamento, y se desahogaba, deliberadamente de esa manera. Amyas y ella solían tener las riñas más fantásticas y espeluznantes que puede uno imaginarse.