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LIBRO PRIMERO

Capítulo I

El abogado defensor

Que si recuerdo el caso Crale? —inquirió sir Montague Depleach—. Claro que sí. Lo recuerdo muy bien. Una mujer atractiva en grado sumo, pero desequilibrada, claro está. Sin imperio sobre sí misma. Una lástima.

Miró de soslayo a Poirot.

—¿Por qué me pregunta usted eso?

—Me interesa el caso.

—No hace usted alarde de mucho tacto, amigo mío —dijo Depleach, enseñando los dientes de pronto con su famosa «sonrisa de lobo» que era famosa, y ejercía un efecto aterrador sobre los testigos a quienes interrogaba—. No fue uno de mis éxitos, como sabe. No conseguí que la absolvieran.

—Eso ya lo sé.

Sir Montague se encogió de hombros. Dijo:

—Claro está que no tenía entonces tanta experiencia como tengo ahora. No obstante, hice todo lo que humanamente podía hacerse. Uno no puede hacer mucho sin cooperación. Sí que conseguimos hacer que se le conmutara la pena por la cadena perpetua, por lo menos. Provocación, ¿comprende? Una serie de madres y esposas muy respetables firmaron una petición. Despertó mucha compasión.

Se recostó en su asiento, estirando las largas piernas. Asumió su semblante una expresión judicial.

—Si le hubiese pegado un tiro, ¿sabe?, o dado una puñalada siquiera... me hubiera ocupado en conseguir que se tratara el caso como homicidio y no asesinato. Pero veneno... no; no se puede jugar con eso. El veneno es peligroso.

—¿Qué defensa se hizo? —inquirió Hércules Poirot.

Lo sabía ya, porque había leído los archivos de los periódicos; pero no vio mal alguno en hacerse el ignorante en presencia de sir Montague.

—El suicidio. La única cosa que podía uno alegar. Pero no cayó bien. Crale no era del tipo de los que se suicidan. No le conocería usted, supongo, ¿verdad? Bueno, pues era un individuo corpulento, fanfarrón, rebosante de vida. Gran mujeriego, bebedor de cerveza... y todo eso. Se entregaba a los apetitos de la carne y gozaba de ellos de lleno. No hay quien convenza a un jurado que un hombre así va a sentarse y quitarse la vida tranquilamente. No encaja. No; ya me temí desde el principio que llevaba yo las de perder. ¡Y ella se negó a cooperar! Comprendí que habíamos perdido en cuanto fue llamada ella a declarar. Ni pizca de espíritu combativo. Pero ¿qué quiere...? Si uno no llama a declarar a su cliente, el jurado llega a conclusiones por su cuenta.

Dijo Poirot:

—¿Es eso lo que quería decir hace un momento cuando aseguró que uno no puede hacer gran cosa sin cooperación?

—Eso mismo, amigo mío. Nosotros no somos magos, ¿sabe? La mitad de la batalla es la impresión que el acusado crea en el jurado. He visto con frecuencia cómo emitía el jurado fallos completamente contrarios a las indicaciones del juez. «Ése lo hizo... no cabe la menor duda...» Tal es su punto de vista. O «¡Ése jamás hizo una cosa así! ¡No me diga usted a mí!» Carolina Crale ni siquiera intentó luchar.

—¿Por qué fue eso?

Sir Montague se encogió de hombros.

—No me lo pregunte. Claro que quería a su marido. Se deshizo por completo al recobrar la cordura y darse cuenta de lo que había hecho. No creo que se rehiciera nunca de la impresión.

—Conque, en su opinión, ¿era culpable?

Depleach le miró con algo muy parecido al sobresalto. Dijo:

—Ah... la verdad... creí que eso lo dábamos por sentado.

—¿Le confesó ella a usted alguna vez que era culpable?

Depleach pareció escandalizarse.

—Claro que no... claro que no... Tenemos nuestros principios éticos. La inocencia siempre se... ah... sobreentiende. Si tanto le interesa, es una lástima que no pueda entrevistarse con el viejo Mayhew. Mayhew fue el procurador que me encargó el caso. Él hubiera podido decirle más que yo. Pero ahí está... ha ido a reunirse con sus mayores. Aún vive Mayhew el joven. Jorge, claro está; pero era un niño por aquel entonces. Hace mucho tiempo ya, ¿sabe?

—Sí, ya lo sé. Es una suerte para mí que recuerde usted tanto. Tiene una memoria sorprendente.

Depleach pareció halagado. Murmuró:

—Oh, uno siempre recuerda los detalles principales. Sobre todo cuando se trata de un caso de pena capital. Y claro, la Prensa dio mucha publicidad al asunto. Había su parte romántica y todo eso. La muchacha complicada era bastante llamativa. Bastante cínica en mi opinión.

—Usted me perdonará si insisto demasiado —intercaló Poirot—; pero vuelvo a preguntarle: ¿no tenía usted la menor duda acerca de la culpabilidad de Carolina Crale?

Depleach se encogió de hombros Dijo:

—Con franqueza... de hombre a hombre... no creo que quepa duda alguna. Oh, sí; ya lo creo que le mató ella.

—¿Qué pruebas había contra Carolina Crale?

—Pruebas condenatorias a más no poder. En primer lugar, el móvil. Ella y Crale llevaban años viviendo como el perro y el gato... con riñas interminables. Él siempre andaba enredado con una mujer u otra. No lo podía remediar. Era así. Ella lo aguantaba bastante bien en conjunto. Se hacía cargo en parte, achacándolo a su temperamento artístico... Y el hombre aquél, en realidad, era aun pintor de primera, ¿sabe? Sus cuadros han subido enormemente de precio... enormemente. A mí, personalmente, no me gusta ese estilo de pintura... asuntos fuertes, desagradables... pero es pintura buena... eso es indiscutible, de todos reconocido.

«Bueno, pues, como digo, había tenido disgustos por culpa de las mujeres de vez en cuando. La señora Crale no era de esas mujeres mansas que sufren en silencio. Ya lo creo que hubo peleas. Pero él acababa siempre volviendo a su lado. Sus devaneos pasaban. Este último asunto, sin embargo, fue distinto. Se trataba de una muchacha, ¿comprende?... y una muchacha muy joven. Sólo tenía veinte años.

»Elsa Greer... ése era su nombre. Era hija única de un fabricante del Yorkshire. Tenía dinero y determinación. Y sabía lo que quería. Lo que quería era a Amyas Crale. Consiguió que la pintara... él no acostumbraba pintar retratos corrientes de sociedad. "La señorita Fulanita de Tal, vestida de «satén rosa y con sus perlas»", pero pintaba figuras. No sé yo que la mayoría de las mujeres encontrasen agradable dejarse pintar por él... ¡no les perdonaba nada! Pero pintó a la chica Greer y acabó enamorándose perdidamente de ella. Rondaba los cuarenta y llevaba muchos años casado. Estaba en su punto para hacer unas tonterías por una chiquilla. La chiquilla fue Elsa Greer. Estaba loco por ella y su intención era divorciarse y casarse con Elsa.

«Carolina Crale no estaba dispuesta a consentirlo. Le amenazó. Dos personas la oyeron decirle que si no dejaba a la muchacha le mataría. ¡Y lo dijo en serio! El día antes de la tragedia habían estado tomando el té con un vecino. Era aficionado a destilar hierbas y a preparar medicinas caseras. Entre sus específicos figuraba uno a base de conicina... cicuta. Se habló algo de esto y de sus propiedades mortíferas.

»Al día siguiente se dio cuenta de que había desaparecido la mitad del contenido del frasco. Encontraron una botella de cicuta vacía en el cuarto de la señora Crale, escondida en el fondo de un cajón.

Poirot se agitó inquieto. Dijo:

—Pudo haberla puesto allí alguna otra persona.

—Sí; pero le confesó a la policía que ella se había llevado el veneno. Una imprudencia, claro está, pero no tenía abogado que la aconsejara en aquellos momentos. Cuando la interrogaron, reconoció que ella lo había cogido.

—¿Con qué fin?

—Aseguró que con la intención de suicidarse. No pudo explicar cómo era que la botella estaba vacía... ni por qué no había más huellas que las suyas en el frasco. Eso, en sí, resulta bastante comprometedor. Argüía ella, ¿comprende?, que Crale se había suicidado. Pero si él hubiese tomado la conicina de la botella que Carolina había escondido en su cuarto, debieran haber hallado las huellas de él además de las de su esposa.