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Hércules Poirot movió afirmativamente la cabeza.

—Sí; hubo declaraciones a ese efecto. Se dijo que se peleaban como el gato y el perro.

—En efecto —asintió Ángela Warren—. Ahí tiene usted una prueba de lo estúpidas y engañosas que resultan a veces las declaraciones. ¡Claro que reñían Amyas y Carolina! ¡Claro que se decían cosas acerbas, ultrajantes y crueles! De lo que nadie parece darse cuenta es de que gozaban regañando. ¡Pero es así! Amyas gozaba también. Eran así los dos. A los dos les gustaba el drama y las escenas emocionantes. A la mayoría de los hombres les ocurre lo contrario. Les gusta la tranquilidad. Pero Amyas era un artista. Le gustaba gritar, amenazar y ser bruto en general. Era un desahogo para él. Era de esos hombres que, cuando se desabrochan el cuello, escandalizan a toda la casa. Suena muy raro, ya lo sé; pero el vivir así, en continuo pelear y hacer las paces era lo que Amyas y Carolina consideraban diversión.

Hizo un gesto de impaciencia.

—Si no se hubieran empeñado en quitarme del paso a toda prisa y me hubieran permitido declarar, yo les hubiese dicho eso. —Se encogió de hombros—. Pero supongo que no me hubieran creído. Y, de todos modos, no hubiera visto yo las cosas tan claras entonces como ahora. Era la clase de cosa que yo sabía, pero en la que no había pensado y la que, desde luego, nunca se me habría ocurrido expresar con palabras.

Miró a Poirot.

—¿Comprende usted lo que quiero decir?

Él movió vigorosa y afirmativamente la cabeza.

—Comprendo perfectamente... y me doy cuenta de cuánta razón tiene usted en lo que ha dicho. Hay gente para la que el estar de acuerdo resulta monótono. Requieren el estimulante de las disensiones para hacer dramática su vida.

—Justo.

—¿Me es lícito preguntarle, señorita Warren, cuáles eran sus propios sentimientos por entonces?

Ángela Warren exhaló un suspiro.

—Más que nada, aturdimiento e impotencia, creo. Parecía una pesadilla fantástica. A Carolina la detuvieron muy pronto... cosa de tres días después, si mal no recuerdo, aún me acuerdo de mi indignación, de mi rabia muda... y, claro está, de mi fe infantil de que todo ello era una estúpida equivocación y que se arreglaría. Caro estaba preocupada principalmente por mí... quería que me mantuviera apartada del asunto todo lo que me fuera posible. Consiguió de la señorita Williams que me llevara a casa de unos parientes casi inmediatamente. La policía no puso inconveniente alguno. Y luego, cuando se decidió que no era necesario que yo compareciera a declarar, se dieron los pasos para mandarme a un colegio al extranjero.

»No me gustaba marchar, naturalmente; pero me explicaron que Caro estaba la mar de preocupada por mí y que la única forma de ayudarle era obedecer y marchar.

Hizo una pausa. Luego agregó:

—Conque marché a Munich. Allí estaba cuando... cuando se dio a conocer el fallo. No me permitieron jamás ir a ver a Caro. Caro no quería consentirlo. Creo yo que ésa fue la única vez que no supo ser comprensiva. No entiendo el porqué de esa prohibición.

—No puede usted estar segura de eso, señorita Warren. El visitar a una persona a la que se ama en la cárcel puede producir una impresión terrible a una muchacha joven que tenga sensibilidad.

—Es posible.

Angela Warren se puso en pie. Dijo:

—Después del fallo, cuando la hubieron condenado, mi hermana me escribió una carta. Jamás se la he enseñado a nadie. Creo que debo enseñársela a usted ahora. Quizá le ayude a comprender la clase de persona que era Carolina. Si quiere, puede llevársela para enseñársela a Carla también.

Se dirigió a la puerta. Luego, volviéndose, dijo:

—Venga conmigo. Hay un retrato de Carolina en mi cuarto.

Por segunda vez, Poirot contempló un retrato.

Como pintura, el retrato de Carolina era mediocre. Pero Poirot lo miró con admiración. No era su valor artístico lo que le interesaba.

Vio un rostro largo, ovalado, una barbilla de agradable contorno y una expresión dulce, levemente tímida. Era un rostro inseguro de sí, emotivo, con una belleza retraída, oculta. Carecía de la fuerza y vitalidad del semblante de su hija. La energía aquella y el gozo de vivir los habría heredado Carla Lemarchand de su padre con toda seguridad. No obstante, contemplando el rostro pintado, Hércules Poirot comprendió por qué un hombre de imaginación como el fiscal Quintín Fogg no había podido olvidarla.

Ángela Warren se hallaba a su lado de nuevo, con una carta en la mano.

Dijo:

—Ahora que ha visto usted cómo era... lea su carta.

La desdobló cuidadosamente y leyó lo que Carolina Crale había escrito dieciséis años antes.

«Mi queridísima Angelita:

»Recibirás malas noticias y te apenarás; pero lo que quiero que comprendas es que todo, todo, está bien. Jamás te he dicho una mentira y no miento ahora al decirte que soy feliz de verdad... que experimento una sensación de rectitud y confianza hasta este momento. No te preocupes, queridísima, todo está bien. No vuelvas el pensamiento y penes y sufras por mí... Sigue adelante con tu vida y triunfa. Puedes hacerlo: lo sé. Todo, todo está bien, querida, y marcho a reunirme con Amyas. No tengo la menor duda de que estaremos juntos. No hubiera podido vivir sin él... Haz esta cosa por mí... Sé feliz te digo... yo soy feliz. Una tiene que pagar sus deudas. Es muy hermoso sentirse en paz.

»Tu querida hermana, Caro.»

Hércules Poirot la leyó dos veces. Luego la devolvió. Dijo:

—Es una carta muy hermosa, mademoiselle, y una carta extraordinaria. Muy extraordinaria.

—Carolina —dijo Angela Warren— era una mujer extraordinaria.

—Sí; de una mentalidad poco usual... ¿Usted considera que esta carta indica inculpabilidad?

—¡Claro que sí!

—No lo dice explícitamente.

—¡Porque Caro sabía que jamás soñaría yo con creerla culpable!

—Quizá... Quizá... Pero podría tomarse de otra manera. En el sentido de que era culpable y que en la expiación de su culpa hallaría la paz.

Encajaba, se dijo, con la descripción que de ella habían hecho cuando se hallaba ante el tribunal. Y experimentó en aquel momento las dudas más fuertes que había sentido hasta entonces acerca del curso de la acción a que se había comprometido. Todo, hasta aquel momento, había señalado, indiscutiblemente la culpabilidad de Carolina Crale. Ahora, hasta sus propias palabras declaraban contra ella.

En contra, sólo había el firme convencimiento de Angela Warren. Ángela la había conocido bien, indudablemente, pero ¿no podría su certidumbre ser la fanática lealtad de una adolescente alzada en armas a favor de una hermana muy querida?

Como si hubiera leído sus pensamientos, Ángela Warren exclamó:

—No, monsieur Poirot...; no; yo sé que Carolina no era culpable.

Dijo Poirot, con animación:

—Le Bon Dieu sabe que no quiero hacerla dudar de eso. Pero seamos prácticos. Dice usted que su hermana no era culpable. Está bien, pues. Entonces, ¿qué es lo que ocurrió en realidad?

Ángela movió la cabeza en gesto afirmativo. Dijo:

—Eso es difícil, lo reconozco. Supongo que, como dijo Carolina, Amyas se suicidó.

—¿Es eso probable por lo que usted conoce de su carácter?

—Muy probable.

—¿Pero no dice usted, como hizo en el primer caso, que sabe que es imposible?

—No; porque, como dije hace unos momentos, la mayoría de la gente sí que hace cosas imposibles; es decir, cosas que no parecen en consonancia con su carácter. Pero supongo que, si uno la conociera íntimamente, resultaría que sí que estaba de acuerdo con su carácter.

—¿Conocía usted bien a su cuñado?

—Sí; pero no tan bien como a Caro. A mí me parece completamente fantástico que Amyas se suicidara... pero supongo que podía haberlo hecho. Es más, tiene que haberlo hecho.