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Nos pusimos en marcha por fin. Carolina iba con Ángela; yo, con Amyas. Y Elsa caminaba sola, sonriendo, sonriendo siempre.

—Yo no la admiraba (era un tipo demasiado violento); pero he de reconocer que estaba increíblemente hermosa aquella tarde. Eso suele ocurrirles siempre a las mujeres cuando han conseguido lo que quieren.

No recuerdo los acontecimientos de aquella tarde con mucha claridad. Lo veo todo confuso. Recuerdo que Merry salió a nuestro encuentro. Creo que dimos una vuelta por el jardín, primero. Recuerdo que tuve una discusión muy larga con Ángela acerca de cómo han de entrenarse los perros para que cacen ratas. Ella comió una cantidad increíble de manzanas e intentó persuadirme a que hiciera yo otro tanto. Cuando volvimos a la casa, estaban sirviendo el té a la sombra del cedro grande. Recuerdo que Merry parecía muy disgustado. Supongo que Carolina o Amyas le habían dicho algo. Estaba mirando, dubitativo, a Carolina y luego miró a Elsa. El pobre parecía disgustadísimo. Claro está que a Carolina le gustaba llevar siempre a remolque a Meredith, amigo adicto, platónico, que jamás se propasaría. Ella era así.

Después del té, Meredith halló ocasión de hablar conmigo unas palabras. Dijo: —Escucha, Fil. ¡Amyas no puede hacer eso! Le contesté:

—No te hagas ilusiones; piensa hacerlo. —No puede abandonar a su mujer y a su hija y marcharse con esa muchacha. Tiene muchos más años que ella. Ella no puede tener más de dieciocho. Le aseguré que la señorita Greer tenía los veinte cumplidos, y que andaba muy lejos de ser una ingenua. Respondió éclass="underline" —Sea como fuere, es menor de edad. No puede saber lo que hace.

¡Pobre Meredith! ¡Siempre caballeresco! Le dije: —No te preocupes, chico. Ella sabe lo que se hace y, además, le gusta.

No tuvimos tiempo de decir nada más. Pensé para mí que Merry se sentía turbado, probablemente, por el pensamiento de que Carolina se convirtiera en una esposa abandonada. Una vez se consiguiera el divorcio, tal vez esperara que él, su adicto admirador, se casara con ella. A mí se me antoja que Meredith había nacido más bien para amar sin esperanza que para casarse. Y he de reconocer que esa parte del asunto me resultaba divertida. Cosa rara, recuerdo muy poco de nuestra visita al laboratorio de Meredith. Le gustaba hacer alarde de su afición ante la gente. Yo siempre lo encontraba aburridísimo. Supongo que estaría allí dentro con los demás cuando dio su conferencia sobre las propiedades de la conicina; pero no lo recuerdo. Y no vi a Carolina apoderarse del veneno. Como ya he dicho, era una mujer muy diestra. Sí que recuerdo que Meredith leyó en alta voz un extracto de Platón describiendo la muerte de Sócrates. Me pareció muy aburrido. Siempre me han aburrido los clásicos.

Poca cosa más recuerdo de aquel día. Amyas y Angela tuvieron una riña mayúscula y los demás nos alegramos más que otra cosa. Evitaba otras dificultades. Ángela corrió a acostarse tras un estallido final de improperios. Dijo: A, que se las pagaría todas juntas, B, que era una lástima que no estuviera muerto; C, que ojalá se muriera de lepra, que le estaría muy bien empleado; D, que le deseaba que se le quedara pegada una salchicha en la nariz, como en el cuento de hadas, y que no se despegara nunca. Cuando se marchó, nos echamos a reír todos. No pudimos remediarlo, tan cómica resultaba la mezcla de insultos.

Carolina se fue a la cama inmediatamente después. La señorita Williams desapareció tras su discípula. Amyas y Elsa salieron juntos al jardín. Era evidente que yo estaba de más. Me fui a dar un paseo solo. Era una noche muy hermosa.

Bajé de mi cuarto tarde a la mañana siguiente. No había nadie en el comedor. Es raro las cosas que uno recuerda. Recuerdo el sabor de los riñones y el tocino que comí con apetito. Eran unos riñones muy buenos. Asados con picantes.

Después anduve vagando por ahí en busca de todo el mundo. Salí y no vi a nadie; fumé un cigarrillo; me encontré con la señorita Williams que corría de un lado a otro buscando a Angela. Ésta se había escapado como de costumbre cuando debiera de haber estado arreglándose un vestido roto. Volví al vestíbulo y me di cuenta de que Amyas y Carolina estaban sosteniendo un altercado en la biblioteca. Hablaban en voz muy alta. Le oí cómo le dijo ella: —¡Tú y tus mujeres! Me gustaría matarte. Un día te mataré.

Amyas contestó:

—No seas estúpida, Carolina.

Y ella repuso:

—Lo digo en serio, Amyas.

Bueno; yo no quería oír más. Volví a salir. Vagué por la terraza unos instantes, por el otro lado, y me encontré con Elsa.

Estaba sentada en uno de los bancos largos. El banco estaba por debajo mismo de la ventana de la biblioteca y la ventana estaba abierta. Me imagino que no se le habrían escapado muchas palabras de las pronunciadas en el interior. Cuando me vio, se levantó más fresca que una lechuga y salió a mi encuentro. Estaba sonriendo. Me cogió del brazo y dijo:

—Qué mañana más hermosa, ¿verdad?

Yera una hermosa mañana para ella, ¡en efecto! Una muchacha algo cruel. No; sólo sincera y falta de imaginación. No era capaz de ver más que lo que ella quería.

Llevábamos cosa de cinco minutos hablando en la terraza, cuando oí que se cerraba la puerta de la biblioteca de golpe y salió Amyas Crale. Tenía el rostro congestionado.

Asió a Elsa del hombro sin andarse con miramientos.

—Vamos. Es hora de que me des una sesión. Quiero adelantar el cuadro.

Ella contestó:

—Bueno. Subiré un momento a buscar un jersey. La brisa es un poco fresca.

Me pregunté si iría a decirme algo Amyas; pero no habló mucho. Sólo dijo:

— ¡Es demasiado cruel!

Le dije:

—¡Ánimo, chico!

Y ya no dijimos nada, ninguno de los dos, hasta que Elsa volvió a salir.

Se marcharon juntos al jardín de la Batería. Yo entré' en casa. Carolina estaba de pie en el vestíbulo. No creo que se fijara en mí siquiera. Era así a veces. Parecía retraerse... concentrarse dentro de sí misma como quien dice. Murmuró algo. No se dirigió a mí, sino para sí. Sólo entendí las palabras:

—Es demasiado cruel.

Eso fue lo que dijo. Luego pasó por delante de mí y subió al piso, todavía sin verme... igual que una persona que contempla una visión interior. Yo creo (no tengo autoridad para decir esto, ¿comprende?) que subió a buscar el veneno y que fue entonces cuando decidió hacer lo que hizo.

Y, en aquel preciso instante, sonó el teléfono. En algunas casas, uno esperaría a que contestara la servidumbre; pero yo iba con tanta frecuencia a Alderbury, que obraba poco más o menos igual que uno de la familia. Descolgué el auricular.

Fue la voz de mi hermano Meredith la que me contestó. Estaba muy disgustado. Explicó que había entrado en su laboratorio y que la botella de la conicina estaba medio vacía.

No es necesario que repita aquí la serie de cosas que ahora sé que debiera haber hecho. La cosa era tan sorprendente, que fui lo bastante tonto para quedarme parado. Meredith hablaba con voz trémula. Oí pasos en la escalera y me limité a decirle con brusquedad que acudiera a Alderbury inmediatamente.

Yo le salí al encuentro. Por si no conoce usted la topografía de Alderbury, le diré que el camino más corto de una finca a otra era cruzar en barca una caleta. Yo bajé el camino hasta donde estaban los botes, junto a un pequeño embarcadero. Para hacerlo pasé a pie del muro del jardín de la Batería. Pude oír a Elsa y Amyas hablar mientras éste pintaba. Parecían muy alegres y sin preocupaciones. Amyas dijo que era un día sorprendentemente caluroso (hacía mucho calor, en efecto, para ser septiembre), y Elsa dijo que sentada donde estaba, sobre las almenas, se notaba una brisa fresca procedente del mar. Después dijo: