—Estoy entumecida de estar tanto rato así. ¿No puedo descansar un poco, querido?
Y le oí gritar a Amyas:
—¡No lo sueñes siquiera! Aguanta. Tienes resistencia.
Y esto marcha bien.
Oí que Elsa decía: «¡Bruto!» y que se echaba a reír en el momento en que yo me alejaba.
Meredith se acercaba remando desde la otra orilla cuando yo llegué a la ensenada. Le esperé. Amarró el bote y subió la escalera. Estaba muy pálido y preocupado. Me dijo:
—Tienes mejor cabeza que yo, Fil. ¿Qué debiera hacer? Ese preparado es peligroso.
Le pregunté:
—¿Estás completamente seguro de que te lo han quitado?
Porque Meredith siempre ha sido un poco distraído. Quizá por eso no lo tomé yo tan en serio como hubiera podido hacerlo. Me contestó que estaba completamente seguro. La botella había estado llena el día anterior por la tarde.
—¿No tienes la menor idea de quién se lo llevó?
Me dijo que no y quiso conocer mi opinión. ¿Podía haber sido alguno de la servidumbre? Dije que suponía que sí podía haber sido pero me parecía poco probable. Siempre tenía cerrada la puerta con llave, ¿verdad? Él dijo que sí. Y luego empezó a decir no sé qué, de que había encontrado una ventana alzada unos centímetros. Alguno podía haber entrado por allí.
—¿Un ladrón casual? —le pregunté, con escepticismo—. Se me antoja, Meredith, que existen posibilidades muy desagradables.
Me pidió que le dijera francamente lo que pensaba.
Y yo le contesté que, si estaba seguro de que no se equivocaba, era muy probable que Carolina se hubiera llevado el veneno para quitar del paso a Elsa. O si no, que se lo hubiera quitado Elsa para envenenar a Carolina y allanar así el camino.
Meredith aseguró que eso era absurdo y melodramático, y que no podía ser verdad. Yo dije:
—Bueno, el veneno ha desaparecido. ¿Cómo explicas eso tú?
No pudo explicarlo de ninguna manera, claro está. En realidad, pensaba exactamente igual que yo, pero no quería enfrentarse con aquel hecho.
Volvió a preguntar:
—¿Qué hacemos?
Yo repuse, ¡idiota que fui!
—Más vale que lo pensemos detenidamente. Será mejor que des a conocer la desaparición claramente en presencia de todo el mundo, o que llames aparte a Carolina y la acuses de haberte quitado el veneno. Si estás convencido de que ella no tiene nada que ver con el asunto, usa la misma táctica con Elsa.
Él dijo:
—¡Una muchacha como ella! Ella no puede habérselo llevado.
Yo le respondí que la creía muy capaz.
Subíamos por el camino hacia la casa mientras hablábamos. Después de las últimas palabras mías, ninguno de los dos habló durante unos segundos. Dábamos la vuelta al pie del jardín de la Batería otra vez, cuando oí la voz de Carolina.
Pensé que a lo mejor se estaban peleando los tres; pero, en realidad, estaban discutiendo de Ángela. Carolina estaba protestando:
Dijo:
—Es muy duro eso para la muchacha.
YAmyas contestó con impaciencia. Entonces se abrió la puerta del jardín, en el preciso instante en que nosotros llegábamos a su altura. Amyas pareció un poco parado al vernos. Carolina salía en aquel momento. Dijo:
—Hola, Meredith. Hemos estado discutiendo la marcha de Angela a un colegio. No estoy segura, ni mucho menos, de que sea eso lo que conviene.
Intervino Amyas:
—No des tanto la lata por la muchacha. Estará divinamente. Y me quedaré descansando cuando me la quite de encima.
Elsa bajó corriendo por el camino procedente de la casa. Llevaba un moderno jersey encarnado en la mano. Amyas gruñó:
—Vamos. Vuelve a tu sitio. No quiero perder tiempo.
Volvió donde tenía el caballete. Noté que se tambaleaba un poco y me pregunté si había estado bebiendo. Se le hubiera podido perdonar eso, teniendo en cuenta la serie de disgustos que le estaban dando.
Gruñó:
—La cerveza de aquí está ardiendo. ¿Por qué no tenemos hielo en el jardín?
Y Carolina Crale le contestó:
—Te mandaré cerveza recién sacada de la nevera.
Amyas gruñó:
—Gracias.
Entonces Carolina cerró la puerta del jardín y subió con nosotros a la casa. Nos sentamos en la terraza y ella entró en el edificio. Cosa de cinco minutos más tarde, salió Ángela con un par de botellas de cerveza y unos vasos. Hacía calor y nos alegramos de que nos la hubiera traído. Mientras bebíamos. Carolina pasó junto a nosotros. Tenía en la mano una botella y nos dijo que iba a llevársela a Amyas. Meredith dijo que iría él; pero Carolina anunció con firmeza que se la llevaría ella misma. Yo pensé, tonto de mí, que aquélla era una simple muestra de celos. No podía soportar que aquellos dos estuvieran solos en el jardín. Eso era lo que le había hecho ir ya una vez so pretexto de discutir la partida de Angela.
Bajó el zigzagueante camino y Meredith y yo la vimos marchar. Aún no habíamos decidido nada, y ahora Angela se empeñó en que fuera a nadar con ella. Parecía imposible estar a solas con Meredith. Le dije: «Después de comer.» Y él movió afirmativamente la cabeza.
Luego me fui a nadar con Ángela. Cruzamos la caleta a nado y volvimos. Después nos echamos sobre las rocas a tomar un baño de sol. Angela estaba un poco taciturna, cosa de la que me alegré. Decidí que, inmediatamente después de la comida, llamaría aparte a Carolina y la acusaría a boca de jarro de haber robado el veneno. Inútil dejar que lo hiciera Meredith: era demasiado débil. Sí; la acusaría a boca de jarro. Entonces no le quedaría más remedio que devolver la conicina o, si no la devolvía, no se atrevería a usarla por lo menos. Me sentía bastante seguro de que había sido ella, una vez hube reflexionado. Elsa era demasiado sensata para atreverse a andar con venenos. Tenía bien sentada la cabeza y se cuidaría de su propia pelleja. Carolina era más peligrosa, desequilibrada, dejándose llevar de impulsos y completamente neurótica. Y, sin embargo, en el fondo de mi conciencia, seguía existiendo la sospecha de que Meredith pudiera haberse equivocado. O alguno de la servidumbre podía haber andado enredando por el laboratorio y derramado el líquido, no atreviéndose a confesar su falta. Y es que los venenos parecen una cosa tan melodramática, que uno no puede creer que se los lleve nadie.
No, hasta que sucede.
Era bastante tarde cuando consultó mi reloj y Angela y yo volvimos a casa corriendo. Se estaban sentando a la mesa cuando entramos, todos menos Amyas, que se había quedado en la Batería pintando. Era cosa corriente en él, y yo consideré muy prudente por su parte el haberlo hecho aquel día. Su presencia hubiera hecho más violenta la situación durante la comida.
Tomamos el café en la terraza. Quisiera poder recordar mejor qué aspecto tenía Carolina y cuáles fueron sus actos. No parecía excitada en forma alguna. Mi impresión es que estuvo callada y algo triste. ¡Qué diablesa era aquella mujer!
Porque es una cosa diabólica envenenar a un hombre a sangre fría. Si hubiese habido un revólver por allí, y ella lo hubiese cogido y le hubiera pegado un tiro... bueno, eso hubiese podido comprender. Pero aquel envenenamiento frío, deliberado, vengativo... Y tan tranquila y con tanto aplomo.
Se puso en pie y dijo que le llevaría el café, de la forma más natural del mundo. Y, sin embargo, sabía, debía saber, que iba a encontrarle muerto. La señorita Williams se fue con ella. No recuerdo si eso fue por indicación de Carolina o no. Me inclino a creer que sí.
Las dos mujeres se marcharon juntas. Meredith se levantó y se alejó poco después. Yo empezaba a dar una excusa para salir tras él cuando volvió corriendo por el camino. Tenía el rostro de color plomizo. Exclamó:
—¡Hemos de llamar a un médico...! Aprisa... Amyas...
Me puso en pie de un brinco.
—¿Está enfermo... muriéndose?
Dijo Meredith:
—Me temo que está muerto...
Nos habíamos olvidado de Elsa de momento. Pero exhaló un grito de pronto. Fue como el gemido de un animal en pena.