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¿Había estado lleno el frasco el día anterior, como yo creía? Yo no soy una de esas personas (como mi hermano Felipe) que está siempre seguro de todo. La memoria le hace traición a uno a veces. Con cuánta frecuencia, por ejemplo, cree uno haber dejado una cosa en cierto sitio y luego descubre que la ha dejado en un sitio completamente distinto. Cuanto más intenté recordar el estado de la botella la tarde anterior, tanto más inseguro y dudoso quedé. Eso le molestó mucho a Felipe, que empezó a perder la paciencia conmigo.

No pudimos continuar nuestra discusión por entonces y acordarnos, tácitamente, aplazarla hasta después de comer. (He de advertir que siempre tuve libertad para presentarme a comer en Alderbury cuando me viniese en gana.)

Más tarde, Ángela y Carolina nos sirvieron cerveza. Le pregunté a Ángela qué travesura había estado meditando al hacer novillos y le advertí que la señorita Williams la andaba buscando de muy mal humor. Ella me respondió que se había estado bañando, y agregó que no veía ella por qué había de zurcirse la falda vieja cuando iban a comprarle ropa nueva para el colegio.

Como quiera que no parecía haber oportunidad ya de hablar más rato con Felipe a solas y puesto que tenía vivos deseos de reflexionar por mi cuenta sobre el asunto, me fui por el camino en dirección a la Batería. Por encima del jardín, donde le enseñé, hay un claro entre los árboles donde solía haber un banco viejo. Me senté en él, fumando y pensando, y mirando a Elsa sentada en las almenas.

Siempre la recordaré como la vi aquel día. Rígida en su postura, con su camisa amarilla y pantalón azul oscuro, y un jersey encarnado echado sobre los hombros para protegerlos contra la brisa.

El rostro estaba radiante de vida y salud. La alegre voz recitaba planes para el porvenir.

Esto suena como si estuviese escuchando su conversación, oculto a sus miradas. Pero no es así. Elsa me veía perfectamente. Tanto ella como Amyas sabían que estaba yo allí. Agitó ella el brazo, saludándome, y gritó que Amyas estaba hecho un verdadero oso aquella mañana... no quería dejarla descansar. Estaba entumecida y le dolía todo el cuerpo.

Amyas gruñó que más entumecido estaba él. Se sentía rígido de pies a cabeza... reuma muscular.

Elsa respondió burlona.

—¡Pobre viejo!

Y agregó que iba a cargarse con un inválido cuyas articulaciones rechinarían al menor movimiento.

Me escandalizó, ¿sabe?, que hablaran con tanta despreocupación del porvenir que les aguardaba juntos, cuando tanto sufrimiento estaban causando. Y sin embargo, no puedo tenerlo en cuenta contra ella. Era tan joven, tenía tanta confianza, estaba tan enamorada... Y no sabía, en realidad, lo que hacía. No comprendía el sufrimiento. Daba por sentado, con ingenuidad infantil, que Carolina estaría bien, que «pronto se le pasaría». No veía nada más que a sí misma y Amyas, felices juntos. Me había dicho ya que mi punto de vista era anticuado. No tenía dudas, ni remordimientos... ni piedad tampoco. Pero ¿puede uno esperar piedad en la radiante juventud? Esa emoción es más bien característica de la edad madura, hija de la experiencia.

No hablaron mucho, claro está. A ningún pintor le gusta estar charlando cuando pinta. Cada diez minutos o así, quizás, Elsa hacía un comentario y Amyas gruñía una contestación.

Una vez dijo ella:

—Creo que tienes razón en lo que dices de España. Ése será el primer sitio al que vayamos. Y has de llevarme a ver una corrida de toros. Debe ser maravilloso. Sólo que me gustaría que el toro matara al hombre... y no lo contrario. Comprendo los sentimientos de las mujeres romanas al ver morir a un hombre. Los hombres no son gran cosa; pero los animales son algo magnífico.

Supongo que ella misma se parecía bastante a un animaclass="underline" joven, primitiva, sin haber alcanzado aún nada de la triste experiencia del hombre ni de su dudosa sabiduría. No creo que Elsa hubiera empezado aún a pensar... ella sólo sentía. Pero rebosaba vida, más vida que ninguna otra persona que haya conocido yo jamás.

Aquélla fue la última vez que la vi radiante y segura de sí, con el mundo a sus pies. Extravagantemente animada, como sucede con frecuencia a aquellos sobre los que una muerte violenta empieza a proyectar su sombra.

Sonó la campana llamándonos a comer y yo me puse en pie, bajé al camino y entré por la puerta del jardín de la Batería. Elsa se reunió conmigo. La claridad era deslumbradora allí, tras salir de la sombra de los umbríos árboles. Apenas me era posible ver. Amyas estaba echado hacia atrás en el banco, con los brazos extendidos. Estaba contemplando el cuadro. ¡Le he visto con tanta frecuencia así! ¿Cómo iba a saber yo que el veneno llevaba a cabo su obra ya, entumeciéndole los miembros mientras estaba sentado?

Odiaba tanto la enfermedad, tal era el resentimiento que en él despertaba, que jamás quería reconocer hallarse enfermo. Seguramente creería haber cogido un poco de insolación —los síntomas son los mismos—; pero a él no se le ocurriría quejarse.

Amyas dijo:

—No quiero ir a comer.

Yo pensé que hacía muy bien. Dije:

—Hasta luego, pues.

Fil apartó la mirada del cuadro hasta posarla en mí. Había una extraña... ¿cómo la describiré?; parecía malevolencia. Una especie de mirada malévola.

Como es natural, no la comprendí entonces. Si el trabajo no le salía a medida de sus deseos, solía poner cara verdaderamente asesina. Creí que sería eso. Emitió una especie de gruñido.

Ni Elsa ni yo vimos nada anormal en él... nada más que el temperamento artístico.

Conque le dejamos allí, y ella y yo subimos a la casa riendo y charlando. Si ella hubiera sabido, pobre niña, que jamás volvería a verle con vida... Bueno, a Dios sean dadas las gracias de que no lo supiera. Pudo ser feliz un rato más.

Carolina estuvo completamente normal durante la comida, un poco preocupada... nada más. ¿Y no demuestra eso que ella nada tuvo que ver con el asunto? No hubiera podido ser tan buena actriz.

Ella y la institutriz bajaron después y le encontraron. Yo me encontré con la señorita Williams cuando subía. Me pidió que telefonease al médico y volvió al lado de Carolina.

¡La pobre criatura...! Me refiero a Elsa. Daba rienda suelta a su dolor de esa manera frenética, desenfrenada, característica de los niños. No pueden creer que la vida sea capaz de hacerles esas cosas. Carolina estaba completamente serena. Sí; completamente serena. Sabía, claro está, dominarse mejor que Elsa. No parecía tener remordimientos... entonces. Se limitó a decir que debía haberse quitado la vida él mismo. Y no podíamos creer eso. Elsa estalló y la acusó en su propia cara.

Claro está que tal vez se habría dado cuenta ya de que se sospecharía de ella. Sí; eso explica probablemente su actitud.

Felipe estaba completamente convencido de que ella le había matado.

La institutriz fue una gran ayuda y se mostró digna de la confianza que en ella se tenía. Obligó a Elsa a echarse y le dio un sedante. Y mantuvo alejada a Ángela cuando se presentó la policía. Sí; fue un verdadero puntal para todos en el momento crítico esa mujer.

Se convirtió todo en una especie de pesadilla. La policía registró la casa... haciendo preguntas... tomando fotografías... pidiendo entrevistas con miembros de la familia...

Una verdadera pesadilla.

Sigue siendo una pesadilla al cabo de tantos años. Quiera Dios que, una vez haya convencido a la pequeña Carla de lo que realmente ocurrió, podamos olvidarlo todo y no volver a recordarlo jamás.

Amyas tiene que haberse suicidado... por muy poco probable que parezca.

Fin de la narración de Meredith Blake

Capítulo III

Relato de Lady Dittisham

Doy cuenta aquí de toda la historia de mi encuentro con Amyas Crale hasta el momento de su trágica muerte.