Le vi por primera vez en una fiesta dada en un estudio. Estaba de pie, lo recuerdo, junto a una ventana y le vi entrar en la habitación. Pregunté quién era. Alguien contestó: «Es Crale, el pintor.» Dije inmediatamente que me gustaría conocerle.
Hablamos en esa ocasión cosa de diez minutos. Cuando alguien crea en uno la impresión que Amyas Crale creó en mí, es inútil intentar descubrirle. Si digo que cuando vi a Amyas Crale todas las demás personas parecieron disminuir de tamaño hasta desaparecer por completo, creo que habré expresado la sensación que causó en mí, todo lo bien que puede expresarse.
Inmediatamente después de ese encuentro fui a ver todos los cuadros suyos que me fue posible. Había abierto una exposición por entonces en Bond Street. Y había uno de sus cuadros en Manchester; otro en Leeds y dos en galerías públicas de Londres. Fui a verlos todos. Luego volví a verle a él. Dije:
—He ido a admirar todos sus cuadros. Me parecen maravillosos.
Pareció hacerle gracia. Preguntó:
—¿Quién le ha dicho que es usted quién para juzgar si un cuadro es bueno o malo? No creo que sepa usted una palabra del asunto.
Contesté:
—Tal vez no. Pero son maravillosos de todas formas.
Él rió y dijo:
—No sea usted una extremosa estúpida.
—No lo soy —contesté yo—. Quiero que me pinte.
Dijo Crale:
—Si tiene usted un adarme de sentido común, se dará cuenta de que yo no pinto retratos de mujeres bonitas.
Contesté:
—No es preciso que sea un retrato, y yo no soy una mujer bonita.
Me miró entonces como si empezara a verme. Dijo:
—No; tal vez no lo sea.
Pregunté:
—Así, pues, ¿me pintará?
Me contempló un rato, con la cabeza ladeada. Luego dijo:
—Es usted una criatura extraña, ¿verdad?
Contesté:
—Soy rica, ¿sabe? Puedo permitirme el lujo de pagar bien.
Quiso él saber:
—¿Por qué tiene tantas ganas de que la pinte?
Respondí:
—Porque lo deseo así.
Dijo éclass="underline"
—¿Es ésa una razón?
—Sí —dije yo—. Siempre obtengo lo que deseo.
Exclamó entonces:
—¡Pobre niña! ¡Cuan joven es usted!
—¿Me pintará?
Me asió de los hombres, me volvió hacia la luz y me examinó.
Luego se apartó unos pasos de mí. Yo me quedé inmóvil aguardando.
Dijo:
—He tenido a veces deseos de pintar una bandada de macacos australianos de imposible colorido, posándose sobre la catedral de San Pablo. Si la pintara a usted con un paisaje bonito tradicional como fondo, creo que obtendría el mismo resultado.
—Así, pues —inquirí yo—, ¿me pintará?
Contestó éclass="underline"
—Es usted uno de los trozos de colorido exótico más hermosos, más crudos y más extravagantes que en mi vida he visto. ¡La pintaré!
Dije yo:
—Entonces, queda acordado.
Prosiguió éclass="underline"
—Pero le voy a hacer una advertencia, Elsa Greer. Si yo la pinto, probablemente le haré el amor.
Yo contesté:
—Ojalá sea así...
Lo dije con voz serena, con firmeza. Le oí contener el aliento y vi la expresión que apareció en sus ojos.
Así de repente fue.
Un día o dos más tarde volvimos a vernos. Me dijo que quería que bajase a Devonshire. Allí tenía el paisaje que deseaba usar como fondo. Dijo:
—Soy casado, ¿sabe? Y quiero mucho a mi esposa.
Le contesté que si tanto la quería debía de ser una mujer muy agradable.
Él dijo que lo era... y mucho.
—Es más —agregó—, es una mujer adorable... y yo la adoro. Conque chúpate esa, jovencita Elsa.
Le dije que comprendía perfectamente.
Dio principio al cuadro una semana después. Carolina Crale me dio la bienvenida muy agradablemente. No le fui muy simpática... pero después de todo, ¿por qué se lo había de ser? Amyas fue circunspecto. Jamás me dijo una palabra que no hubiera podido escuchar su esposa y yo me mostré muy cortés y formal con él. Por dentro, sin embargo, ambos sabíamos...
Al cabo de diez días me dijo que debía regresar a Londres.
Le dije:
—El cuadro no está terminado.
Dijo éclass="underline"
—Apenas está empezado. La verdad es que no puedo pintar, Elsa.
—¿Por qué?
—De sobra sabes por qué, Elsa. Y por eso tienes que largarte de aquí. No puedo pensar en la pintura... no puedo pensar más que en ti.
Estábamos en el jardín de la Batería. Era un día caluroso, soleado. Había pájaros y se oía el zumbido de abejas. Debiera haber sido una escena feliz y apacible. Pero no era ésa la sensación que se tenía. Le parecía a una más bien... trágica. Como si... como si lo que hubiese de ocurrir se reflejara ya allí.
Yo sabía que de nada serviría que regresase a Londres; pero respondí:
—Bien. Me marcharé si tú me lo pides.
Amyas dijo:
—Buena chica.
Conque me fui. No le escribí.
Aguantó diez días y luego vino. Estaba tan delgado, tan demacrado, tan lleno de melancolía, que me impresionó.
Dijo:
—Te lo advertí. No digas que no te lo advertí.
Contesté mirándole con insistencia amorosa:
—Te he estado esperando. Sabía que vendrías.
Exhaló una especie de gemido y dijo:
—Hay cosas que son demasiado fuertes para cualquier hombre. No puedo comer, ni dormir, ni descansar, de tanto que te anhelo.
Le dije que lo sabía y que a mí me ocurría lo mismo y me había ocurrido siempre desde el primer momento que le conociera. Era el Destino y resultaría inútil luchar contra él.
Dijo éclass="underline"
—Tú no has luchado mucho, ¿verdad, Elsa?
Yle contesté que no había luchado en absoluto.
Dijo que ojalá no hubiera sido yo tan joven, y yo le contesté que era igual. Supongo que podría decir que durante las siguientes semanas fuimos muy felices. Pero felicidad no es la palabra adecuada. Fue algo más profundo y que asustaba más que eso.
Habíamos sido creados el uno para el otro y nos habíamos encontrado y ambos sabíamos que teníamos que seguir juntos siempre.
Pero ocurrió algo más también. El cuadro sin terminar empezó a convertirse en obsesión de Amyas. Me dijo:
—Es raro que no pudiera pintarte antes... tú misma lo impedías. Pero quiero pintarte, Elsa. Quiero pintarte de forma que ese cuadro sea el mejor que haya hecho en mi vida. Me hormiguean los dedos ahora por coger los pinceles y verte sentada allí, sobre ese viejo paredón almenado, con el convencional mar azul y los decoradores árboles ingleses... y tú... tú... sentada allí como un discordante aullido de triunfo.
Agregó:
—¡Y tengo que pintarte así! Y no puedo consentir que se me moleste, ni se me distraiga mientras lo hago. Cuando esté terminado el cuadro, le diré a Carolina la verdad y arreglaremos todo este desagradable asunto.
Pregunté:
—¿Pondrá Carolina inconvenientes al divorcio?
Él contestó que no lo creía. Pero nunca sabía lo que haría una mujer.
Dije que lo sentiría si se llevaba ella un disgusto; pero que esas cosas ocurrían y que no podían remediarse nunca.
Dijo éclass="underline"
—Eso es muy bonito y razonable, Elsa. Pero Carolina no es razonable, nunca ha sido razonable, y es seguro que no se sentirá razonable. Me quiere, ¿sabes?
Le dije que eso lo comprendía perfectamente; pero que si ella le quería de verdad, pondría la felicidad de él por encima de todo y, fuera como fuese, no se empeñaría en sujetarle si deseaba él ser libre.
Contestó éclass="underline"
—La vida no puede resolverse con máximas admirables extraídas de la literatura moderna. La Naturaleza es roja en diente y garra, no lo olvides.
Dije:
—¿No somos gente civilizada hoy en día, acaso?
YAmyas se echó a reír, contestando:
—¡Qué gente civilizada ni qué niño muerto! Con toda seguridad Carolina la emprendería a hachazos contigo de muy buena gana. Y a lo mejor lo hace. ¿No te das cuenta, Elsa, que ella va a sufrir... a sufrir? ¿No sabes tú lo que significa el sufrir? Contesté yo: