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No queda mucho más que contar.

Carolina y la institutriz bajaron allí después de comer. Meredith las siguió. Al poco rato volvió corriendo. Nos dijo que Amyas había muerto.

¡Entonces comprendí! Comprendí que había sido Carolina, quiero decir. Aún no pensé en el veneno, sin embargo, creí que habría bajado y le habría pegado un tiro o dado una puñalada.

Yo quería llegar donde ella estuviese... matarla...

¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo? Amyas estaba tan vivo, tan lleno de vida y de vigor. Quitarle todo eso... convertirle en una masa inerte y fría... Nada más para que no pudiera ser mío.

Horrible mujer...

Mujer horrible, desdeñosa, cruel y vengativa...

La odio. Aún la odio.

Ni siquiera la ahorcaron.

Debieron haberla ahorcado...

Hasta la horca era demasiado poco para ella...

La odio... la odio... la odio...

Fin del relato de lady Dittisham

Capítulo IV

Relato de Cecilia Williams

Querido monsieur Poirot:

Le envío un relato de aquellos acontecimientos de septiembre de 19..., de los que yo personalmente fui testigo.

He sido completamente sincera y no he ocultado nada. Puede enseñárselo a Carla Crale. Podrá ser doloroso para ella; pero yo siempre he sido partidaria de la verdad. Los paliativos son dañinos. Una ha de tener el valor necesario para enfrentarse con la realidad. Sin ese valor, la vida carece de significado. La gente que más daño nos hace es la que nos escuda contra la realidad.

Sinceramente suya,

Cecilia Williams.

Me llamo Cecilia Williams. La señora Crale contrató mis servicios como institutriz para su hermanastra Ángela Warren en 19... Tenía yo entonces cuarenta y ocho años de edad.

Empecé a cumplir mi cometido en Alderbury, una finca muy hermosa de Devoven del Sur, que pertenecía a la familia Crale desde hacía muchas generaciones. Sabía que el señor Crale era un pintor muy conocido; pero nunca le había visto hasta que tomé residencia en Alderbury.

La casa estaba ocupada por el señor y la señora Crale, Ángela Warren (que tenía entonces trece años), y tres sirvientes que llevaban muchos años en la familia.

Encontré a mi discípula interesante y de carácter que prometía. Tenía notable habilidad y resultaba un verdadero placer enseñarla. Era algo alocada e indisciplinada; pero estos defectos nacían principalmente de su exuberancia de espíritu y confieso que siempre he preferido que mis discípulas fueran vivaces. Un exceso de vitalidad puede ser adiestrado y encauzado por vías de verdadera utilidad que pueden proporcionar grandes triunfos a quien lo posee.

En general, encontré a Ángela disciplinable. Había sido mimada en exceso, principalmente por la señora Crale, que se mostraba exageradamente indulgente en cuanto con ella estaba relacionado. La influencia del señor Crale era, en mi opinión, mala. La mimaba absurdamente un día y se mostraba innecesariamente perentorio en otras ocasiones. Era hombre de cambiante humor, posiblemente debido a lo que llamaban temperamento artístico.

Yo, personalmente, nunca he comprendido por qué ha de considerarse el poseer habilidad artística una excusa para que una persona deje de ejercer un dominio decente sobre sí. Yo no admiraba las pinturas del señor Crale.

El dibujo se me antojaba defectuoso y el colorido exagerado; pero, naturalmente, a mí no se me pedía que expresara mi opinión sobre estos asuntos.

No tardé en cobrarle un profundo afecto a la señora Crale. Admiraba su carácter y su fortaleza en las dificultades de su vida. El señor Crale no era un marido fiel, y creo que ello era manantial de mucho dolor para ella.

Una mujer de mayor determinación le hubiese dejado; pero la señora Crale nunca pareció pensar hacer cosa semejante. Soportaba sus infidelidades y se las perdonaba; pero he de decir que nos las aceptaba con humildad. Protestaba... ¡y con energía! Se dijo durante la vista de la causa que llevaban una vida de perro y gato. Yo no diría tanto. La señora Crale tenía demasiada dignidad para que pudiera cuadrar semejante descripción, pero sí que regañaban. Y yo considero eso muy natural en tales circunstancias.

Llevaba yo poco más de dos años con la señora Crale cuando la señorita Elsa Greer apareció en escena. Llegó a Alderbury en el verano de 19... La señora Crale no la había visto hasta entonces. Era amiga del señor Crale y se dijo que estaba allí para que pintara su retrato.

Se vio en seguida que el señor Crale estaba enamorado de la muchacha y que ella nada hacía por desanimarlo. Se portó Elsa, en mi opinión, de una manera vergonzosa, mostrándose abominablemente grosera con la señora Crale y coqueteando abiertamente con su esposo.

Como es natural, la señora Crale no me dijo nada a mí; pero me di cuenta de que estaba turbada y no era feliz. Yo hice todo lo posible por distraerla y hacer más ligera su carga. La señorita Greer tenía sesión con el señor Crale todos los días; pero observé que el cuadro no hacía grandes progresos. ¡Tendrían, sin duda, otras cosas de qué hablar!

Mi discípula, lo digo con satisfacción, se daba cuenta de muy poco de lo que estaba pasando. Ángela era, en ciertos aspectos, muy ingenua para la edad que tenía. Aun cuando su entendimiento estaba bien desarrollado. No era ni mucho menos, lo que yo llamaría precoz. No parecía tener el menor deseo de leer libros indeseables, ni daba muestras de curiosidad morbosa, como hacen otras niñas a su edad.

Por consiguiente, no vio nada indeseable en la amistad existente entre el señor Crale y la señorita Greer. No obstante encontraba antipática a la señorita Greer y la consideraba estúpida. En esto tenía razón. La señorita Greer había sido educada, supongo, convenientemente; pero jamás abría un libro y desconocía por completo las alusiones literarias del día. Por añadidura, era incapaz de sostener una discusión sobre tema literario alguno.

Estaba completamente absorta en su aspecto personal, en los vestidos y en los hombres.

Ángela, creo yo, ni siquiera se daba cuenta de que su hermana no era feliz. No era, por entonces, persona de mucha percepción. Se pasaba mucho rato en distracciones traviesas, tales como encaramarse a los árboles y hacer locuras en bicicleta. Era también una gran lectora y daba muestras de excelente gusto en lo que le agradaba y desagradaba.

La señora Crale tenía un buen cuidado de ocultarle a Angela toda muestra de infelicidad y se esforzaba en parecer animada y alegre cuando la niña andaba por las cercanías.

La señorita Greer regresó a Londres, y puedo asegurar le que todos quedamos encantados. La servidumbre le tenía tanta antipatía como pudiera tenerle yo. Era una de esas personas que da mucho más trabajo del necesario y que se olvida hasta de dar las gracias.

El señor Crale se marchó poco después y, claro está, comprendí que había salido tras la muchacha. Compadecí mucho a la señora Crale. Ella sentía hondamente estas cosas. El señor Crale me inspiraba bastante aversión. Cuando un hombre tiene una mujer encantadora, gentil e inteligente, no hay derecho a que la trate mal.

Sin embargo, tanto ella como yo confiamos que la cosa pasaría pronto. Y no era que mencionásemos el asunto entre nosotras (no lo hacíamos, desde luego), pero ella sabía muy bien cuáles eran mis sentimientos.

Por desgracia, la pareja volvió a presentarse al cabo de unas semanas. Parecía que iban a reanudar las sesiones de pintura.