El señor Crale estaba pintando ahora con verdadero frenesí. Parecía preocuparle mucho menos la muchacha que el retrato que de ella estaba haciendo. No obstante, me di cuenta que aquello no era una repetición de lo que habíamos visto en otras ocasiones. Aquella muchacha le había echado la garra y no pensaba soltarle. Él era como de cera en sus manos.
La cosa cambió algo el día anterior al de su defunción, es decir, el diecisiete de septiembre. Los modales de la señorita Greer habían sido insoportablemente insolentes durante los últimos días. Se sentía segura de sí misma y quería hacer alarde de su importancia. La señora Crale se portó como una verdadera señora. Se mostró fríamente cortés, pero no le dejó a la otra lugar a dudas acerca de lo que opinaba de ella.
Dicho día diecisiete de septiembre, estando sentados en la sala después de comer, la señorita Greer hizo un comentario sorprendente acerca de cómo pensaba reformar la habitación cuando estuviese viviendo ella en Alderbury.
Como es natural, la señora Crale no pudo dejar pasar eso. Le paró los pies. Y la señorita Greer tuvo la impertinencia de decir ante todos nosotros que iba a casarse con el señor Crale. ¡Se atrevió a hablar de casarse con un hombre casado... y decírselo a su mujer!
Yo me enfadé mucho con el señor Crale. ¿Cómo se atrevió a consentir que aquella muchacha insultase a su mujer en su propia casa? Si quería fugarse con la muchacha, podía haberlo hecho en lugar de meterla en casa de su esposa y secundarla en sus insolencias.
A pesar de lo que debió sentir la señora Crale no perdió su dignidad. El marido entró en aquel instante y le exigió inmediatamente que confirmara lo que la otra había dicho.
Él se molestó, y se comprende, con la señorita Greer por haber forzado la cosa sin la menor consideración. Aparte de todo lo demás, le dejaba a él en muy mal lugar y a los hombres no les gusta eso. Les hiere en su vanidad.
Se quedó parado allí, enorme como era, tan corrido y sintiéndose tan ridículo como un colegial travieso. Fue su mujer quien dominó la situación. Él tuvo que murmurar, aturdido, que era cierto, pero que no había sido su intención que se enterara ella de aquella manera.
Jamás he visto cosa alguna como la mirada de desprecio que ella le dirigió. Salió de la habitación con la cabeza muy alta. Era una mujer muy hermosa, mucho más hermosa que aquella muchacha tan llamativa, y andaba como una emperatriz.
Deseé de todo corazón que Amyas Crale fuera castigado por la crueldad de que había dado muestras y por la indignidad a que había sometido a una mujer paciente y noble.
Por primera vez intenté decirle a la señora Crale algo de lo que sentía; pero ella, interponiéndose, me contuvo. Dijo:
—Hemos de procurar seguir como de costumbre. Es lo mejor. Vamos a ir todos a tomar el té a casa de Meredith Blake.
Le dije yo entonces:
—Es usted maravillosa, señora Crale.
Contestó ella:
—Usted no lo sabe...
Luego, cuando iba a salir del cuarto, volvió atrás y me besó. Dijo:
—Es usted, en estos tristes momentos, un gran consuelo para mí.
Se retiró a su cuarto y creo que lloró. La vi cuando marcharon todos. Llevaba un sombrero de alas muy anchas que sombreaban su rostro, un sombrero que se ponía en raras ocasiones.
El señor Crale estaba inquieto; pero intentaba hacer frente a la situación con desfachatez. El señor Felipe Blake hacía lo posible por portarse como de costumbre. La señorita Greer tenía la misma cara que el gato que ha conseguido beberse el jarro de leche. ¡Todo satisfacción y ronroneo!
Se pusieron en marcha. Regresaron a eso de las seis. No volví a ver a la señora Crale sola aquella tarde. Estuvo muy callada durante la cena y se acostó temprano. No creo que se diera cuenta nadie más que yo de lo mucho que estaba sufriendo.
La velada transcurrió en una especie de pelea continua entre Ángela y el señor Crale. Volvieron a poner sobre el tapete la cuestión del colegio. Él estaba irritado y tenía todos los nervios de punta y la niña estaba más insoportable que de costumbre. El asunto estaba resuelto y se le había comprado el equipo y nada se adelantaba volviendo a discutir el tema. Pero a ella se le había ocurrido de pronto sentirse una mártir. No me cabe la menor duda que se daba cuenta instintivamente da la tensión del ambiente, y que ésta producía en ella relación como en todos los demás. Me temo que estaba yo demasiado absorta en mis pensamientos para intentar frenarla como debía de haber hecho. Acabó el asunto tirándole Ángela un pisapapeles al señor Crale y saliendo a todo correr de la habitación.
Yo salí tras ella y le dije vivamente que me avergonzaba de que se hubiese portado como una criatura, pero seguía bastante alborotada y creí preferible dejarla en paz.
Estuve indecisa unos momentos, estudiando la conveniencia de dirigirme al cuarto de la señora Crale; pero decidí, a última hora, que tal vez se molestase. Me ha pesado más de una vez, desde entonces, no haber dominado mi respeto y haber insistido en que hablara conmigo. De haberlo hecho, tal vez hubiesen cambiado las cosas. Porque, claro, ella no tenía persona alguna a quien confiar sus penas. Aunque admiro a las personas que tienen imperio sobre sí mismas, he de reconocer, mal que me pese, que el imperio puede llevarse a extremos poco gratos. Es preferible buscar un escape para los sentimientos.
Me encontré con el señor Crale cuando me dirigía a mi cuarto. Me dio las buenas noches, pero yo no le contesté.
La mañana siguiente fue, según recuerdo, muy hermosa. Una tenía la sensación, al despertarse, de que reinando tanta paz a su alrededor hasta los hombres debían recobrar el sentido.
Entré en el cuarto de Ángela antes de bajar a desayunarme; pero ella ya se había levantado y salido. Recogí una falda rota que había dejado tirada en el suelo y me la llevé para hacerle que se la cosiera después del desayuno.
Ella, sin embargo, había conseguido pan y mermelada en la cocina y se había marchado. Después de desayunarme, salí en su busca. Menciono estos detalles para explicar por qué no estuve más con la señora Crale aquella mañana. Quizá parezca ésta una desatención por mi parte; no obstante, me pareció deber mío buscar a Ángela. Era muy traviesa y muy testaruda cuando se trataba de arreglarse la ropa y yo no tenía la menor intención de permitirle que me desafiara de semejante manera.
Faltaba su traje de baño; conque bajé a la playa. No vi ni rastro de ella en el agua ni en las rocas; conque creí posible que hubiese cruzado a casa del señor Blake. Ella y él eran buenos amigos. No la encontré y acabé regresando. La señora Crale, el señor Blake y el señor Felipe Blake estaban en la terraza.
Hacía mucho calor aquella mañana si no estaba uno donde le diera el viento, y la casa y la terraza estaban al abrigo del mismo. La señora Crale sugirió que tal vez les gustase tomar un poco de cerveza helada.
Había un invernadero pequeño que había sido edificado contra la casa en tiempos de la reina Victoria. A la señora Crale no le gustaba y no se usaba para plantas; pero lo había convertido en una especie de bar, colocando varias botellas de ginebra, vermouth, limonada, gaseosa, etcétera, en los estantes e instalando una nevera pequeña que se llenaba con hielo todas las mañanas y en la que siempre había cervezas y gaseosas. Recuerdo muy bien estos detalles.
La señora Crale fue allí en busca de cerveza y yo la acompañé. Ángela estaba junto a la nevera y sacaba en aquel instante una botella de cerveza.
La señora entró delante de mí. Dijo:
—Quiero una botella de cerveza para llevársela a Amyas.
¡Es tan difícil ahora saber si debía yo haber sospechado algo! Su voz, casi tengo el convencimiento de ello, era completamente normal. Pero he de reconocer que, en aquel instante, estaba absorta, no en ella sino en Ángela. Ángela junto a la nevera se había puesto muy colorada y daba sensación de culpabilidad.
La reñí con cierta brusquedad y, con gran sorpresa mía, ella se mostró muy sumisa. Le pregunté que dónde había estado y me contestó que bañándose. Dije: